Cyrano de Bergerac, ópera en cuatro actos y cinco cuadros, con libreto de Henri Caïn, basado en el drama heroico homónimo de Edmond Rostand.— Dirección musical: Pedro Halffter.— Intérpretes: Plácido Domingo (Cyrano), Ainhoa Arteta (Roxane), Michel Fabiano (Christian), Ángel Ódena (De Guiche), Christian Helmer (Le Bret), Franco Pomponi (Carbon / El vizconde de Valvert), Doris Lamprecht (La dueña / Soeur Marthe), Laurent Alvaro (Ragueneau), Cristina Toledo (Lise / Una monja), David Rubiera (El oficial español / El cocinero), Valeriano Lanchas (Lignière / El mosquetero), Nauzet Valerón (Primer centinela), Antonio Magno (Segundo centinela), Gérard Boucaron, actor (Montfleury).— Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real (Coro Intermezzo y Orquesta Sinfónica de Madrid).— Martes, 22 de mayo de 2012.
ANTES de empezar con lo que de verdad importa debo hacerles una confesión: si he tardado tanto en acabar la reseña de esta función operística no ha sido porque encerrara una dificultad especial, o porque anduviera más escaso de tiempo que lo habitual, sino porque al hilo de la misma me han ido surgiendo una serie de ideas sobre la carrera de su protagonista principal —el tenor Plácido Domingo— y de dudas sobre el modo (y/o la conveniencia) de expresar el sentimiento contradictorio que me ha producido su presentación en Madrid como Cyrano y, en general, el rumbo que está tomando últimamente su carrera. De esta manera, lo que en un principio sólo iba a ser una simple reseña de la representación del pasado día 22 de mayo, ha terminado convirtiéndose en una reflexión personal sobre la longevidad profesional de determinados artistas y su conveniencia en el caso de la ópera.
ESPERADÍSIMO este Cyrano de Bergerac que trajo al super-divo madrileño Plácido Domingo otra vez a la ciudad que le viera nacer hace 71 primaveras. Tan esperadísimo era que concitó la visita de destacadas personalidades al coliseo lírico de la Plaza de Oriente. Al menos el día de la función a que hace referencia esta crónica. De este modo, una hora antes de iniciarse la misma, algunas unidades especializadas de la policía —de control de subsuelo, y otras con sabuesos— peinaron los alrededores del Teatro Real, porque se esperaba la visita de un personaje importantísimo. Y así fue, pues poco antes de comenzar la función —mientras un servidor apuraba los últimos momentos de aire acondicionado en el foyer antes de entrar en la gran sala (donde hacía un calor considerable)—, se oyeron aplausos en el interior de la misma para recibir a la reina doña Sofía, quien decidió engalanar con su presencia una velada que prometía emociones sin cuento. Mucha gente encopetada y de alto postin en los alrededores del coliseo (bajándose de buenos coches con chóferes) y algún que otro impresentable hortera que dejó aparcada la limusina de seis metros de largo frente a la fachada misma, haciendo gala de una soez ostentación que resulta de especial mal gusto en los tiempos que corren, cuando millones de personas (y pienso sólo en España) lo están pasando francamente mal por causa de la crisis.
¿Y a cuento de qué toda esta perorata con chismorreo incluido, se preguntará más de uno? Pues verán ustedes. A cuento de que es posible que el tenor madrileño se encuentre en sus horas finales como intérprete operístico —y es lo que un servidor cree, si quieren que les diga la verdad—, pero hay que reconocer que quien tuvo retuvo, y que sólo las figuras más grandes como él, los auténticos divos son capaces de concitar tantísima atención admirativa. Las cosas como son... No sólo es que la Reina acuda ex profeso a verle, sino que incluso hasta algún director de periódico con tirada nacional ha llegado a escribir su editorial ahormándolo para conciliar las noticias politicas con una breve reseña sobre el tenor y sus bondades. Es lo que ha ocurrido, por ejemplo, con Pedro J. Ramírez, que en su carta editorial de ayer, en El Mundo, hace girar todo su análisis en torno a Cyrano de Bergerac, recordándonos lo agradecidísimos que debemos estar a Plácido Domingo, la gloria que se merece y lo desagradecidos que somos los españoles por no rendirle auténtica pleitesía. Además, se ha utilizado el tema como excusa para analizar la vida política nacional en clave humorístico-operística, con un dibujo del humorista gráfico Ricardo Martínez —soberbio, por cierto—, en el que aparece el anodino Mariano Rajoy rondando, más precavido que el soso de Christian, a una Roxane-Merkel de armas tomar.
Esta "grandeza" que todo el mundo reconoce al divo madrileño —y que para mí resulta completamente merecida— es la consecuencia directa de una larguísima carrera llena de esfuerzos y de triunfos, así como de lidiar sobre el escenario de los teatros más prestigiosos y exigentes del mundo con los papeles más difíciles para la cuerda de tenor, y de haberlo hecho (al menos durante treinta años) con un nivel de calidad muy alto, y contando con la aprobación generalizada y entusiástica de público y crítica. Creo que eso no puede ponerse en duda. Es cierto que en la carrera de Domingo —como en la de otros divos coetáneos del madrileño— la mercadotecnia ha jugado un papel importante. Sin embargo, no me parece ni ecuánime ni honesto atribuir sólo a ésta los méritos de la fama conseguida por el artista. Como tampoco me parece que estén justificadas aquellas críticas que, con muy mala intención, pretenden pasar por alto toda su carrera, fijándose únicamente en las incursiones más populacheras y menos afortunadas que el tenor madrileño ha realizado en ese tiempo, como si fuera el único currículo que pudiera presentar después de tantos años de carrera. Por otro lado, referirse a él irónicamente como "el barítono" —para negar su condición indubitable de tenor (pese a las limitaciones por todos conocidas)—, o criticarle por las aproximaciones, más o menos afortunadas, que ha hecho a ciertos repertorios —pienso, básicamente, en el wagneriano—, reduciéndolo todo a un puro mercantilismo, no creo que sea el modo más objetivo y justo de evaluar una carrera plagada de éxitos que, por su importancia, es imposible ignorar. Y eso que últimamente, sus discutibles incursiones en repertorio baritonal vendrían a "justificar", en parte, esas antiguas insinuaciones malévolas.
Esta misma grandeza le ha supuesto a Domingo ocupar un lugar privilegiado dentro de la profesión, llegando al extremo de que sólo a él le están permitidas ciertas licencias. Pensemos, por ejemplo, en el hecho de que Gérard Mortier —tan poco inclinado a los divos— ha tenido que "pasar por el aro" y comulgar con ruedas de molino, aceptando en cada temporada la presencia del cantante, porque el público de la Villa y Corte exige verle. Recordemos, también el discutibilísimo salto "con pirueta" que el intérprete madrileño ha dado hace unos pocos años, pasando de la cuerda tenoril a la baritonal (o, por mejor decir, cantando como tenor papeles de barítono, con la consecuente desnaturalización de estos ultimos). Tales "experimentos" —con resultados artísticos, en ocasiones, muy discutibles—, no son sino una salida de emergencia para poder alargar su carrera como cantante, buscando en papeles con tesituras más graves el acomodo suficiente para seguir luciendo una voz que ha perdido ya sus cualidades tenoriles, como consecuencia del tiempo y por razones lógicas de la edad (máxime cuando consideramos la gran cantidad de roles distintos que Domingo ha interpretado a lo largo de muchos años). Pero, a pesar de todo lo conseguido hasta la fecha —un currículo grandioso que sería suficiente para justificar varias vidas—, el madrileño se empeña en seguir adelante, sin abandonar su actividad como cantante. Y da la sensación de que estuviera más pendiente de seguir acumulando número de funciones, ofuscado en una especie de competición perpetua —consigo mismo y con la Naturaleza—, para demostrarse y demostrar al mundo entero que aún puede seguir batiendo nuevos récords. Pero todo ello, claro está, a cambio de bajar más de lo deseable el listón de la exigencia y de la calidad. Aunque no parece, ciertamente, que todo el mundo esté de acuerdo con tal opinión, a juzgar por las críticas favorables y el éxito de público que suele concitar Domingo cada vez que actúa.
Pero sigamos con las reflexiones. Esa hiperactividad tocando todos los palos ha llevado a Domingo a realizar también algunas importantes exhumaciones musicales a lo largo de su carrera, poniendo de nuevo sobre la escena determinadas partituras que yacían en el olvido desde hace tiempo. Podríamos recordar títulos ahora ya tan significativos como La Africana, de Meyerbeer, El Cid de Massenet, Il Guarany de Gomes, Margarita la Tornera de Chapí y Sly de Wolf-Ferrari, que él ha contribuido a popularizar. Algo parecido hicieron, tiempo atrás, reconocidos intérpretes históricos y en el pasado siglo insignes cantantes como María Callas, Joan Sutherland, Montserrat Caballé y otros, recuperando no sólo óperas olvidadas, sino también dando nuevo esplendor a épocas enteras del género (Rossini, Donizetti, Spontini, etc.) cuyas composiciones, por mor de las costumbres y de los gustos cambiantes de crítica y público, habían pasado a un segundo plano y no se representaban.
Precisamente una de estas óperas "recuperadas" ha sido el Cyrano de Bergerac, del compositor napolitano Franco Alfano, que ha experimentado en este principio de siglo XXI un nuevo risorgimento, por obra y gracia del citado Domingo y del tenor francés Roberto Alagna (quien, incluso, considera su recreación del lenguaraz narigudo uno de sus mejores papeles sobre el escenario). Y hablo de "nuevo" porque, desde mediados del siglo pasado, ya otros cantantes también mostraron su interés por esta atractiva criatura literaria. Entre ellos cabría mencionar al gran tenor chileno Ramón Vinay, que la subió al escenario de La Scala en el temprano 1954 (es decir, sólo dieciocho años después de su estreno mundial y cuando aún vivía su creador). Y precisamente a través de Vinay fue como Domingo llegó a la partitura (según propia confesión del cantante madrileño).
No ha sido Franco Alfano (1876-1954) un compositor bien tratado por la posteridad, pues quiso la fortuna que recayera sobre él la grave responsabilidad de concluir la partitura de Turandot, que quedó inacabada tras la muerte de Puccini († 1924). Y esta circunstancia vino a ser como una especie de pesada losa con la que Alfano hubo de cargar toda su vida, pues la mayoría de las veces que se habla de él es para recordar este hecho, y no el de haber sido un competente pianista y compositor, dueño de un catálogo bastante completo de música instrumental y para la escena. En efecto, de la pluma de Alfano salieron hasta doce óperas, algunas de las cuales (Risurrezione, Sakùntala, Don Juan de Manara...) merecerían ser recuperadas, pues son francamente interesantes e, incluso, superiores a la más conocida de todas las suyas.
El padre musical del Cyrano operístico vivió a caballo entre dos épocas hallándose, por edad, entre medias de los integrantes de la denominada Giovane Scuola —Puccini, Leoncavallo, Mascagni, Cilea, Giordano, Franchetti, Catalani— y la llamada "Generación de los 80" (Pizetti, Resphigi, Malipiero). Este factor, unido a la circunstancia de su origen y formación —Alfano era hijo de madre francesa, vivió en París y estudio en Leipzig y Berlín— convirtieron al compositor napolitano en una especie de crisol de influencias sobre el que acabaron convergiendo buena parte de las corrientes estético-musicales más significativas de su época —nueva ópera italiana, wagnerismo, impresionismo—, dando lugar al desarrollo de un estilo ecléctico y abierto a la experimentación, aunque por ello mismo también algo impersonal. Según propia confesión, la obsesión por el personaje de Cyrano le acompaño desde la infancia, aunque no iba a ser hasta bien avanzada su carrera como compositor cuando musicara la exitosa obra que inmortalizó a Edmond Rostand. Aunque su estreno estaba previsto en francés y en París, lo cierto es que los italianos se adelantaron y, así, el 22 de enero de 1936 subió a escena en la Ópera de Roma, cosechando un éxito importante. Algunos meses después, el 29 de mayo del mismo año, se presentó la obra en la Opéra Comique de París. En un principio, Alfano había pensado en el tenor Giacomo Lauri-Volpi para que diera vida a Cyrano, pero finalmente iba a ser el corso José Luccioni quien creara el rol del narigudo en ambos estrenos (el romano y el parisino), acompañado de las sopranos Maria Caniglia y Lillie Grandval, respectivamente, en el papel de Rossana/Roxane.
La partitura de Cyrano está escrita para un tenor lírico ancho o spinto —como lo fue Luccioni (según puede oírse en el siguiente vídeo)—, y aunque resulta exigente para el intérprete, sin embargo no plantea los problemas de tesitura elevada propios de otros roles tenoriles, con subidas estratosféricas a la zona más alta de esta cuerda, moviéndose por lo general a lo largo del registro central. Lo que sí necesita el papel es un cantante con suficientes recursos expresivos para hacer creíble vocalmente toda la complejidad psicológica del personaje —que se muestra a lo largo de la obra fanfarrón, heroico, amoroso, nostálgico, indeciso, burlón, hastiado—, y un actor capaz de corporeizar todo ese cúmulo de sentimientos para transmitírselos al público de manera adecuada y creíble. Es evidente que Plácido Domingo ha cumplido siempre con ambas necesidades, sobrada y satisfactoriamente, a lo largo de su longeva y fructífera carrera —de hecho, se caracteriza por haber sido un cantante-actor paradigmático—, pero cabría preguntarse si esto sigue siendo así a día de hoy.
Digamos que prácticamente todas las críticas y comentarios leídos en días pasados, así como las opiniones de los aficionados vertidas en foros y blogs especializados —que para mí son más fiables, incluso, que las propias reseñas de los críticos profesiones (inclinados, por lo general, a conciliar posturas y contemporizar)— están conformes, de manera casi unánime, en reconocer que el espectáculo ha sido todo un éxito y en que Domingo ha vuelto a dar un ejemplo de profesionalidad y de savoir faire operístico. Esta circunstancia, sumada al enorme cariño y respeto que un servidor siente hacia tan entrañable cantante —cuya voz me acompaña desde mis inicios como aficionado operístico—, hace que me sienta especialmente mal a la hora de escribir las líneas que siguen, pero lo cierto es que no obtuve yo una impresión tan positiva de la actuación global del tenor madrileño. E insisto en lo de "global" por lo que diré a continuación.
Desde el punto de vista actoral parece indudable que Plácido Domingo sigue siendo el mismo "animal escénico" de toda la vida, capaz de recrear con absoluta verosimilitud dramática y hondura psicológica los papeles más complejos del repertorio, a los que dota de una credibilidad absoluta. A ello contribuye no sólo su indudable carisma personal, sino la pasmosa naturalidad escénica de que hace gala en cada función. Todo esto lo sigue teniendo el cantante madrileño, aunque por lógicas razones de edad aparezca más cansado y lento a la hora de moverse sobre el escenario. En este sentido, toda la primera mitad del acto I —donde se produce el enfrentamiento con Montfleury y con el vizconde petimetre al que Cyrano derrota en singular duelo— fue en exceso estática, con un Domingo que se limitó a pasearse por el escenario, sin apenas mostrar signos de la agilidad necesaria que se supone a un diestro espadachín como es el gascón. Y no es que esté yo pidiendo las acrobacias de un Douglas Fairbanks o un Errol Flynn —¡bastante tiene con cantar el intérprete, hasta ahí podíamos llegar!—, pero sí algo más de movimiento para hacer verosímil la escena.
Estas deficiencias —ya digo que perdonables, por ser lógicas en un hombre septuagenario—, se hicieron mucho más evidentes en el plano de lo estrictamente vocal. Para empezar, y tal como se ha recordado en alguna crítica, convendría decir que la partitura se traspuso bajando, al menos, un tono en determinados pasajes para facilitar la labor del cantante madrileño. Aunque no he podido conseguir ningún ejemplar de la misma para verificarlo in situ, basta con oír en Youtube o en cualquier otro repositorio de música la interpretación que hace Alagna de la particella, para darse cuenta de ello. En segundo lugar, es cierto que la voz de Domingo sigue conservando esmalte y el característico timbre aterciopelado que le ha hecho famoso (especialmente en el registro central), sin embargo, en los últimos años se han evidenciado una serie de problemas que afean el conjunto y agravan el resultado final. De este modo, a las limitaciones ya conocidas de su instrumento —sobre todo la cortedad en la zona superior— se añaden ahora nuevos inconvenientes como son lo leñoso del sonido y el mayor engolamiento y nasalidad de la emisión, así como una cierta inestabilidad de la voz, lo que no impide que el madrileño siga desplegando su musicalidad de siempre y emitiendo bellas notas de vez en cuando. Con todo, el principal hándicap que yo encontré en la representación que comento fue la evidente falta de aliento, de fiato, que obliga al cantante a respirar con más frecuencia (y de modo más ostensible), haciendo inviable ese canto legato que tan bien caracterizó sus interpretaciones en el pasado. De este modo, las frases se acortan y el sonido sale rematado en sus períodos finales por ostensibles exhalaciones derivadas de esa cortedad del aliento que afean el fraseo y toda la línea de canto. En resumen: la generosidad interpretativa y el canto franco siguen estando ahí, pero las condiciones físicas ya no acompañan al intérprete como antes. Por estas razones, sólo desde la subjetiva pasión por el cantante, o desde el tifosismo operístico más irreflexivo se puede decir —como he leído en algún foro especializado— que el tenor madrileño desplegó una voz "fresquísima", juvenil y poderosa, con brillo y esmalte tenoril...
La parte más floja de su prestación vocal estuvo, de nuevo, en el acto I, al mostrarse tan reservón que apenas si se le oía bien. Una vez más, fue en la escena con Montfleury y, sobre todo, al afrontar la "Balada del duelo" donde sus limitaciones vocales restaron brillantez al conjunto. Su intervención final en la soñadora Oh! Paris fuit, nocturne et quasi nébuleux que cierra este acto resultó bastante anodina y poco evocadora. En la escena del balcón —otro de los momentos fuertes y lucidos de la partitura— se le oyó bastante mejor, aunque fue a base de esfuerzo y de apretar bastante para sacar adelante el pasaje. Por el contrario, lo mejor de su actuación vino en el cuadro final (el de la muerte de Cyrano), pues el gran cantante-actor que es Domingo acertó a desplegar allí todas sus armas expresivas, ofreciendo al público un finale muy sentido que consiguió llenar de emotividad toda la sala del Real.
El resto de los intérpretes estuvo bastante bien, moviéndose entre lo decoroso de la dirección orquestal y la gran prestación realizada por la soprano protagonista. Pedro Halffter fue un director con brío y, sobre todo, atento y solícito con los cantantes, especialmente con Domingo —a la postre todo esto se ha montado por y para él—, a quien mimó cuidando de los tempi y del fragor orquestal para hacerle más llevadera la tarea.
Ainhoa Arteta fue una estupenda Roxane. Es una lástima que hiciera su debut en el Real dentro de una ópera por cancelación de la norteamericana Sondra Radvanovsky —a quien servidor tenía muchas ganas de volver a ver, después de su interesantísima Tosca del verano pasado—, pero al menos se ha presentado en el coliseo madrileño con una ópera, ¡que ya iba siendo hora! Escénicamente la tolosana dio cuerpo (y nunca mejor dicho) a una atractiva y muy creíble prima de Cyrano, mostrándose muy acertada desde el punto de vista actoral y siguiendo en todo momento a ese gran intérprete que es Domingo. En cuanto a la voz y los medios, la soprano española confirmó que se halla del todo recuperada, en ascenso y en un momento muy bueno, lista para hacer frente a importantes roles de su cuerda. Con esta Roxane la cantante anduvo algo tirante en el agudo —donde el color se perdía algo y el sonido se abrió un poco, vibrando en exceso— pero la voz corrió perfectamente por toda la sala. Derrochó calidez en la emisión y ofreció buenos ejemplos de pianos y medias voces. Al finalizar la función y recoger el merecido premio de los aplausos por su buen trabajo se la vio emocionada casi hasta las lágrimas, agradeciendo la explosión de júbilo y reconocimiento que le ofreció el respetable.
El De Guiche de Enrique Ódena fue estimable por presencia escénica y sólido por prestación vocal, aunque el intérprete no fuera capaz, a mi modesto entender, de transmitir toda la sutileza "aristocrática" y la ironía que este personaje encierra. Se mostró un tanto burdo y además pasó algunas dificultades en la zona grave del registro. Pero, en términos generales, puede afirmarse que el barítono tarraconense salió airoso del empeño.
El Christian de Michael Fabiano resultó completamente insustancial y, al igual que ocurre en la ópera, también en la vida real jugó con desventaja frente a Domingo y su Cyrano. Así, aunque la voz del estadounidense sonó más fresca y juvenil que la del madrileño —por razones obvias—, sin embargo, no puede afirmarse que llegara siquiera a hacerle sombra, ni por belleza de timbre, ni por habilidad técnica, ni por credibilidad interpretativa. Tampoco es que ayude demasiado el personaje, claro está... Y ello siempre hay que tenerlo en cuenta también. Ni fú, ni fa, vamos...
El resto de los comprimarios estuvo aceptable, destacando el grave Le Bret de Christian Helmer, la monja de Cristina Toledo y los integrantes del coro, que respondieron con creces a las exigencias musicales pedidas por Alfano.
Una gran sorpresa vino por la parte de la puesta en escena, que firmó el peculiar Petrika Ionesco y me pareció estupenda. Y es que, pese a su aire tradicional y arcaizante, resultó como una especie de soplo de aire fresco ante tanta pretenciosidad conceptual como despliegan hoy día otros directores de escena tocados, supuestamente, por la varita de la genialidad. Si acaso, decir que resultó algo recargada y confusa, pero tampoco hizo que la atención se despistara de lo fundamental: servir fiel y humildemente a la partitura de Alfano. Por ello, discrepo de manera abierta de la opinión de ciertos críticos musicales —muy exigentes con este aspecto del espectáculo, pero absolutamente complacientes y seguidistas con otros puntos más discutibles—, para quienes la propuesta escénica de Ionesco resultó apolillada y "museística".. ¡Pues qué quieren que les diga! Servidor se dio un baño de tradicionalismo y lo hizo bien a gusto. Ustedes sabrán perdonar este mal gusto mío, el paletismo, la chabacanería, la décadence, en fin que se desprenden del mismo, pero cuando se levantó el telón y vi que se trataba de una puesta en escena tradicional, de las de toda la vida, casi me echo a llorar. ¿A qué hace falta que un regisseur pretencioso venga a contarme cómo entiende él la obra y lo que quiere decir? ¿No me basto yo solo para entender y captar el mensaje que compositor y libretista quisieron transmitir con su ópera (si es que hay algún mensaje, más allá de transmitirnos belleza y proporcionarnos placer, lo que no es poca cosa)? Bravo, pues, por Ionesco y su "conservadurismo" escénico, pensado para servir a este Cyrano con humildad, eficacia y buen gusto. Nada más (y nada menos).
Añadamos, no obstante, que sobró ese experimento "metateatral" con que el citado Ionesco pretendió sorprendernos durante los diez primeros minutos de espectáculo, utilizando para ello un grupo de actores que declamaron en el escenario a grito pelado, aunque sin conseguir que el respetable se callara (acostumbrado, como está, a hacerlo sólo cuando empieza a sonar la orquesta). Fue Innecesario. Y tampoco me parecieron de recibo los largos parones que se produjeron para realizar los cambios de escenografía entre actos. Del todo inadmisibles en un teatro supuestamente tan tecnificado como el Real.
Y concluyo: una agradable velada que, sin embargo, ha servido para confirmarme en la idea de que el gran Plácido Domingo no está ya en condiciones vocales para servir con justicia, exactitud y adecuación determinados personajes que se empeña en mantener activos. Y eso que, al menos aquí, concentró sus facultades en un empeño tenoril (y no como esos experimentos, con paso a la cuerda baritonal, que ha empezado a realizar desde hace unos años y que no son ni carne, ni pescado, por más que el resultado final de los mismos siga teniendo cierto valor artístico, dramático y estético). Sin embargo, al comparar mi impresión personal negativa con la ola de beneplácitos que la actuación del tenor madrileño ha recibido a raíz de estas representaciones, no termino de saber qué pensar al respecto: ¿estaré yo tan equivocado, o es que, más bien, nos hallamos ante un caso parecido al que se narra en el cuento del traje nuevo del emperador?
En fin, Serafín... El único crítico profesional que, haciendo honor a ese nombre, se ha mostrado discrepante al hablar de estas funciones —me refiero a Arturo Reverter— ha llegado a pedir la retirada de Domingo como cantante, aun reconociendo que no es una opinión compartida por la mayoría de los aficionados y la crítica. Yo no me atrevería a tanto —mi respeto y mi cariño hacia el tenor impiden que lo haga—, pero he de reconocer que me siento más cercano a la opinión de Reverter sobre esta cuestión, que a la de la mayoría de los críticos que han alabado sin fisuras la prestación del intérprete madrileño en estas funciones del Real.
Vale!
ANTES de empezar con lo que de verdad importa debo hacerles una confesión: si he tardado tanto en acabar la reseña de esta función operística no ha sido porque encerrara una dificultad especial, o porque anduviera más escaso de tiempo que lo habitual, sino porque al hilo de la misma me han ido surgiendo una serie de ideas sobre la carrera de su protagonista principal —el tenor Plácido Domingo— y de dudas sobre el modo (y/o la conveniencia) de expresar el sentimiento contradictorio que me ha producido su presentación en Madrid como Cyrano y, en general, el rumbo que está tomando últimamente su carrera. De esta manera, lo que en un principio sólo iba a ser una simple reseña de la representación del pasado día 22 de mayo, ha terminado convirtiéndose en una reflexión personal sobre la longevidad profesional de determinados artistas y su conveniencia en el caso de la ópera.
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ESPERADÍSIMO este Cyrano de Bergerac que trajo al super-divo madrileño Plácido Domingo otra vez a la ciudad que le viera nacer hace 71 primaveras. Tan esperadísimo era que concitó la visita de destacadas personalidades al coliseo lírico de la Plaza de Oriente. Al menos el día de la función a que hace referencia esta crónica. De este modo, una hora antes de iniciarse la misma, algunas unidades especializadas de la policía —de control de subsuelo, y otras con sabuesos— peinaron los alrededores del Teatro Real, porque se esperaba la visita de un personaje importantísimo. Y así fue, pues poco antes de comenzar la función —mientras un servidor apuraba los últimos momentos de aire acondicionado en el foyer antes de entrar en la gran sala (donde hacía un calor considerable)—, se oyeron aplausos en el interior de la misma para recibir a la reina doña Sofía, quien decidió engalanar con su presencia una velada que prometía emociones sin cuento. Mucha gente encopetada y de alto postin en los alrededores del coliseo (bajándose de buenos coches con chóferes) y algún que otro impresentable hortera que dejó aparcada la limusina de seis metros de largo frente a la fachada misma, haciendo gala de una soez ostentación que resulta de especial mal gusto en los tiempos que corren, cuando millones de personas (y pienso sólo en España) lo están pasando francamente mal por causa de la crisis.
© Ricardo Martínez / El Mundo |
Esta "grandeza" que todo el mundo reconoce al divo madrileño —y que para mí resulta completamente merecida— es la consecuencia directa de una larguísima carrera llena de esfuerzos y de triunfos, así como de lidiar sobre el escenario de los teatros más prestigiosos y exigentes del mundo con los papeles más difíciles para la cuerda de tenor, y de haberlo hecho (al menos durante treinta años) con un nivel de calidad muy alto, y contando con la aprobación generalizada y entusiástica de público y crítica. Creo que eso no puede ponerse en duda. Es cierto que en la carrera de Domingo —como en la de otros divos coetáneos del madrileño— la mercadotecnia ha jugado un papel importante. Sin embargo, no me parece ni ecuánime ni honesto atribuir sólo a ésta los méritos de la fama conseguida por el artista. Como tampoco me parece que estén justificadas aquellas críticas que, con muy mala intención, pretenden pasar por alto toda su carrera, fijándose únicamente en las incursiones más populacheras y menos afortunadas que el tenor madrileño ha realizado en ese tiempo, como si fuera el único currículo que pudiera presentar después de tantos años de carrera. Por otro lado, referirse a él irónicamente como "el barítono" —para negar su condición indubitable de tenor (pese a las limitaciones por todos conocidas)—, o criticarle por las aproximaciones, más o menos afortunadas, que ha hecho a ciertos repertorios —pienso, básicamente, en el wagneriano—, reduciéndolo todo a un puro mercantilismo, no creo que sea el modo más objetivo y justo de evaluar una carrera plagada de éxitos que, por su importancia, es imposible ignorar. Y eso que últimamente, sus discutibles incursiones en repertorio baritonal vendrían a "justificar", en parte, esas antiguas insinuaciones malévolas.
Esta misma grandeza le ha supuesto a Domingo ocupar un lugar privilegiado dentro de la profesión, llegando al extremo de que sólo a él le están permitidas ciertas licencias. Pensemos, por ejemplo, en el hecho de que Gérard Mortier —tan poco inclinado a los divos— ha tenido que "pasar por el aro" y comulgar con ruedas de molino, aceptando en cada temporada la presencia del cantante, porque el público de la Villa y Corte exige verle. Recordemos, también el discutibilísimo salto "con pirueta" que el intérprete madrileño ha dado hace unos pocos años, pasando de la cuerda tenoril a la baritonal (o, por mejor decir, cantando como tenor papeles de barítono, con la consecuente desnaturalización de estos ultimos). Tales "experimentos" —con resultados artísticos, en ocasiones, muy discutibles—, no son sino una salida de emergencia para poder alargar su carrera como cantante, buscando en papeles con tesituras más graves el acomodo suficiente para seguir luciendo una voz que ha perdido ya sus cualidades tenoriles, como consecuencia del tiempo y por razones lógicas de la edad (máxime cuando consideramos la gran cantidad de roles distintos que Domingo ha interpretado a lo largo de muchos años). Pero, a pesar de todo lo conseguido hasta la fecha —un currículo grandioso que sería suficiente para justificar varias vidas—, el madrileño se empeña en seguir adelante, sin abandonar su actividad como cantante. Y da la sensación de que estuviera más pendiente de seguir acumulando número de funciones, ofuscado en una especie de competición perpetua —consigo mismo y con la Naturaleza—, para demostrarse y demostrar al mundo entero que aún puede seguir batiendo nuevos récords. Pero todo ello, claro está, a cambio de bajar más de lo deseable el listón de la exigencia y de la calidad. Aunque no parece, ciertamente, que todo el mundo esté de acuerdo con tal opinión, a juzgar por las críticas favorables y el éxito de público que suele concitar Domingo cada vez que actúa.
Domingo en dos de los discutidos roles baritonales en los que ha desembarcado recientemente:
arriba como el atribulado Rigoletto. Abajo como el grave Simon Boccanegra
Pero sigamos con las reflexiones. Esa hiperactividad tocando todos los palos ha llevado a Domingo a realizar también algunas importantes exhumaciones musicales a lo largo de su carrera, poniendo de nuevo sobre la escena determinadas partituras que yacían en el olvido desde hace tiempo. Podríamos recordar títulos ahora ya tan significativos como La Africana, de Meyerbeer, El Cid de Massenet, Il Guarany de Gomes, Margarita la Tornera de Chapí y Sly de Wolf-Ferrari, que él ha contribuido a popularizar. Algo parecido hicieron, tiempo atrás, reconocidos intérpretes históricos y en el pasado siglo insignes cantantes como María Callas, Joan Sutherland, Montserrat Caballé y otros, recuperando no sólo óperas olvidadas, sino también dando nuevo esplendor a épocas enteras del género (Rossini, Donizetti, Spontini, etc.) cuyas composiciones, por mor de las costumbres y de los gustos cambiantes de crítica y público, habían pasado a un segundo plano y no se representaban.
Domingo como Pery, de Il Guarany, y Rodrigo, de Le Cid
Precisamente una de estas óperas "recuperadas" ha sido el Cyrano de Bergerac, del compositor napolitano Franco Alfano, que ha experimentado en este principio de siglo XXI un nuevo risorgimento, por obra y gracia del citado Domingo y del tenor francés Roberto Alagna (quien, incluso, considera su recreación del lenguaraz narigudo uno de sus mejores papeles sobre el escenario). Y hablo de "nuevo" porque, desde mediados del siglo pasado, ya otros cantantes también mostraron su interés por esta atractiva criatura literaria. Entre ellos cabría mencionar al gran tenor chileno Ramón Vinay, que la subió al escenario de La Scala en el temprano 1954 (es decir, sólo dieciocho años después de su estreno mundial y cuando aún vivía su creador). Y precisamente a través de Vinay fue como Domingo llegó a la partitura (según propia confesión del cantante madrileño).
Vinay y Alagna
Arriba el Cyrano de Alagna quien, por razones obvias —el francés es 22 años más joven que el madrileño—,
otorga a su creación mayor dinamismo y brío, además de una adecuada caracterización
vocal y una lectura mucho más idiomática del mismo
No ha sido Franco Alfano (1876-1954) un compositor bien tratado por la posteridad, pues quiso la fortuna que recayera sobre él la grave responsabilidad de concluir la partitura de Turandot, que quedó inacabada tras la muerte de Puccini († 1924). Y esta circunstancia vino a ser como una especie de pesada losa con la que Alfano hubo de cargar toda su vida, pues la mayoría de las veces que se habla de él es para recordar este hecho, y no el de haber sido un competente pianista y compositor, dueño de un catálogo bastante completo de música instrumental y para la escena. En efecto, de la pluma de Alfano salieron hasta doce óperas, algunas de las cuales (Risurrezione, Sakùntala, Don Juan de Manara...) merecerían ser recuperadas, pues son francamente interesantes e, incluso, superiores a la más conocida de todas las suyas.
El padre musical del Cyrano operístico vivió a caballo entre dos épocas hallándose, por edad, entre medias de los integrantes de la denominada Giovane Scuola —Puccini, Leoncavallo, Mascagni, Cilea, Giordano, Franchetti, Catalani— y la llamada "Generación de los 80" (Pizetti, Resphigi, Malipiero). Este factor, unido a la circunstancia de su origen y formación —Alfano era hijo de madre francesa, vivió en París y estudio en Leipzig y Berlín— convirtieron al compositor napolitano en una especie de crisol de influencias sobre el que acabaron convergiendo buena parte de las corrientes estético-musicales más significativas de su época —nueva ópera italiana, wagnerismo, impresionismo—, dando lugar al desarrollo de un estilo ecléctico y abierto a la experimentación, aunque por ello mismo también algo impersonal. Según propia confesión, la obsesión por el personaje de Cyrano le acompaño desde la infancia, aunque no iba a ser hasta bien avanzada su carrera como compositor cuando musicara la exitosa obra que inmortalizó a Edmond Rostand. Aunque su estreno estaba previsto en francés y en París, lo cierto es que los italianos se adelantaron y, así, el 22 de enero de 1936 subió a escena en la Ópera de Roma, cosechando un éxito importante. Algunos meses después, el 29 de mayo del mismo año, se presentó la obra en la Opéra Comique de París. En un principio, Alfano había pensado en el tenor Giacomo Lauri-Volpi para que diera vida a Cyrano, pero finalmente iba a ser el corso José Luccioni quien creara el rol del narigudo en ambos estrenos (el romano y el parisino), acompañado de las sopranos Maria Caniglia y Lillie Grandval, respectivamente, en el papel de Rossana/Roxane.
José Luccioni "al naturale" y caracterizado como Cyrano
La partitura de Cyrano está escrita para un tenor lírico ancho o spinto —como lo fue Luccioni (según puede oírse en el siguiente vídeo)—, y aunque resulta exigente para el intérprete, sin embargo no plantea los problemas de tesitura elevada propios de otros roles tenoriles, con subidas estratosféricas a la zona más alta de esta cuerda, moviéndose por lo general a lo largo del registro central. Lo que sí necesita el papel es un cantante con suficientes recursos expresivos para hacer creíble vocalmente toda la complejidad psicológica del personaje —que se muestra a lo largo de la obra fanfarrón, heroico, amoroso, nostálgico, indeciso, burlón, hastiado—, y un actor capaz de corporeizar todo ese cúmulo de sentimientos para transmitírselos al público de manera adecuada y creíble. Es evidente que Plácido Domingo ha cumplido siempre con ambas necesidades, sobrada y satisfactoriamente, a lo largo de su longeva y fructífera carrera —de hecho, se caracteriza por haber sido un cantante-actor paradigmático—, pero cabría preguntarse si esto sigue siendo así a día de hoy.
Digamos que prácticamente todas las críticas y comentarios leídos en días pasados, así como las opiniones de los aficionados vertidas en foros y blogs especializados —que para mí son más fiables, incluso, que las propias reseñas de los críticos profesiones (inclinados, por lo general, a conciliar posturas y contemporizar)— están conformes, de manera casi unánime, en reconocer que el espectáculo ha sido todo un éxito y en que Domingo ha vuelto a dar un ejemplo de profesionalidad y de savoir faire operístico. Esta circunstancia, sumada al enorme cariño y respeto que un servidor siente hacia tan entrañable cantante —cuya voz me acompaña desde mis inicios como aficionado operístico—, hace que me sienta especialmente mal a la hora de escribir las líneas que siguen, pero lo cierto es que no obtuve yo una impresión tan positiva de la actuación global del tenor madrileño. E insisto en lo de "global" por lo que diré a continuación.
Desde el punto de vista actoral parece indudable que Plácido Domingo sigue siendo el mismo "animal escénico" de toda la vida, capaz de recrear con absoluta verosimilitud dramática y hondura psicológica los papeles más complejos del repertorio, a los que dota de una credibilidad absoluta. A ello contribuye no sólo su indudable carisma personal, sino la pasmosa naturalidad escénica de que hace gala en cada función. Todo esto lo sigue teniendo el cantante madrileño, aunque por lógicas razones de edad aparezca más cansado y lento a la hora de moverse sobre el escenario. En este sentido, toda la primera mitad del acto I —donde se produce el enfrentamiento con Montfleury y con el vizconde petimetre al que Cyrano derrota en singular duelo— fue en exceso estática, con un Domingo que se limitó a pasearse por el escenario, sin apenas mostrar signos de la agilidad necesaria que se supone a un diestro espadachín como es el gascón. Y no es que esté yo pidiendo las acrobacias de un Douglas Fairbanks o un Errol Flynn —¡bastante tiene con cantar el intérprete, hasta ahí podíamos llegar!—, pero sí algo más de movimiento para hacer verosímil la escena.
Estas deficiencias —ya digo que perdonables, por ser lógicas en un hombre septuagenario—, se hicieron mucho más evidentes en el plano de lo estrictamente vocal. Para empezar, y tal como se ha recordado en alguna crítica, convendría decir que la partitura se traspuso bajando, al menos, un tono en determinados pasajes para facilitar la labor del cantante madrileño. Aunque no he podido conseguir ningún ejemplar de la misma para verificarlo in situ, basta con oír en Youtube o en cualquier otro repositorio de música la interpretación que hace Alagna de la particella, para darse cuenta de ello. En segundo lugar, es cierto que la voz de Domingo sigue conservando esmalte y el característico timbre aterciopelado que le ha hecho famoso (especialmente en el registro central), sin embargo, en los últimos años se han evidenciado una serie de problemas que afean el conjunto y agravan el resultado final. De este modo, a las limitaciones ya conocidas de su instrumento —sobre todo la cortedad en la zona superior— se añaden ahora nuevos inconvenientes como son lo leñoso del sonido y el mayor engolamiento y nasalidad de la emisión, así como una cierta inestabilidad de la voz, lo que no impide que el madrileño siga desplegando su musicalidad de siempre y emitiendo bellas notas de vez en cuando. Con todo, el principal hándicap que yo encontré en la representación que comento fue la evidente falta de aliento, de fiato, que obliga al cantante a respirar con más frecuencia (y de modo más ostensible), haciendo inviable ese canto legato que tan bien caracterizó sus interpretaciones en el pasado. De este modo, las frases se acortan y el sonido sale rematado en sus períodos finales por ostensibles exhalaciones derivadas de esa cortedad del aliento que afean el fraseo y toda la línea de canto. En resumen: la generosidad interpretativa y el canto franco siguen estando ahí, pero las condiciones físicas ya no acompañan al intérprete como antes. Por estas razones, sólo desde la subjetiva pasión por el cantante, o desde el tifosismo operístico más irreflexivo se puede decir —como he leído en algún foro especializado— que el tenor madrileño desplegó una voz "fresquísima", juvenil y poderosa, con brillo y esmalte tenoril...
La parte más floja de su prestación vocal estuvo, de nuevo, en el acto I, al mostrarse tan reservón que apenas si se le oía bien. Una vez más, fue en la escena con Montfleury y, sobre todo, al afrontar la "Balada del duelo" donde sus limitaciones vocales restaron brillantez al conjunto. Su intervención final en la soñadora Oh! Paris fuit, nocturne et quasi nébuleux que cierra este acto resultó bastante anodina y poco evocadora. En la escena del balcón —otro de los momentos fuertes y lucidos de la partitura— se le oyó bastante mejor, aunque fue a base de esfuerzo y de apretar bastante para sacar adelante el pasaje. Por el contrario, lo mejor de su actuación vino en el cuadro final (el de la muerte de Cyrano), pues el gran cantante-actor que es Domingo acertó a desplegar allí todas sus armas expresivas, ofreciendo al público un finale muy sentido que consiguió llenar de emotividad toda la sala del Real.
El resto de los intérpretes estuvo bastante bien, moviéndose entre lo decoroso de la dirección orquestal y la gran prestación realizada por la soprano protagonista. Pedro Halffter fue un director con brío y, sobre todo, atento y solícito con los cantantes, especialmente con Domingo —a la postre todo esto se ha montado por y para él—, a quien mimó cuidando de los tempi y del fragor orquestal para hacerle más llevadera la tarea.
© Bernardo Doral |
Fabiano y Arteta durante el ensayo general de la ópera
El De Guiche de Enrique Ódena fue estimable por presencia escénica y sólido por prestación vocal, aunque el intérprete no fuera capaz, a mi modesto entender, de transmitir toda la sutileza "aristocrática" y la ironía que este personaje encierra. Se mostró un tanto burdo y además pasó algunas dificultades en la zona grave del registro. Pero, en términos generales, puede afirmarse que el barítono tarraconense salió airoso del empeño.
El Christian de Michael Fabiano resultó completamente insustancial y, al igual que ocurre en la ópera, también en la vida real jugó con desventaja frente a Domingo y su Cyrano. Así, aunque la voz del estadounidense sonó más fresca y juvenil que la del madrileño —por razones obvias—, sin embargo, no puede afirmarse que llegara siquiera a hacerle sombra, ni por belleza de timbre, ni por habilidad técnica, ni por credibilidad interpretativa. Tampoco es que ayude demasiado el personaje, claro está... Y ello siempre hay que tenerlo en cuenta también. Ni fú, ni fa, vamos...
El resto de los comprimarios estuvo aceptable, destacando el grave Le Bret de Christian Helmer, la monja de Cristina Toledo y los integrantes del coro, que respondieron con creces a las exigencias musicales pedidas por Alfano.
Fabiano, Ódena y Lamprecht charlando con la reina doña Sofía al final de la representación
Una gran sorpresa vino por la parte de la puesta en escena, que firmó el peculiar Petrika Ionesco y me pareció estupenda. Y es que, pese a su aire tradicional y arcaizante, resultó como una especie de soplo de aire fresco ante tanta pretenciosidad conceptual como despliegan hoy día otros directores de escena tocados, supuestamente, por la varita de la genialidad. Si acaso, decir que resultó algo recargada y confusa, pero tampoco hizo que la atención se despistara de lo fundamental: servir fiel y humildemente a la partitura de Alfano. Por ello, discrepo de manera abierta de la opinión de ciertos críticos musicales —muy exigentes con este aspecto del espectáculo, pero absolutamente complacientes y seguidistas con otros puntos más discutibles—, para quienes la propuesta escénica de Ionesco resultó apolillada y "museística".. ¡Pues qué quieren que les diga! Servidor se dio un baño de tradicionalismo y lo hizo bien a gusto. Ustedes sabrán perdonar este mal gusto mío, el paletismo, la chabacanería, la décadence, en fin que se desprenden del mismo, pero cuando se levantó el telón y vi que se trataba de una puesta en escena tradicional, de las de toda la vida, casi me echo a llorar. ¿A qué hace falta que un regisseur pretencioso venga a contarme cómo entiende él la obra y lo que quiere decir? ¿No me basto yo solo para entender y captar el mensaje que compositor y libretista quisieron transmitir con su ópera (si es que hay algún mensaje, más allá de transmitirnos belleza y proporcionarnos placer, lo que no es poca cosa)? Bravo, pues, por Ionesco y su "conservadurismo" escénico, pensado para servir a este Cyrano con humildad, eficacia y buen gusto. Nada más (y nada menos).
Tres imágenes con otros tantos cuadros de la clásica escenografía propuesta por Ionesco:
en casa del pastelero Ragueneau y durante el asedio de Arras
Añadamos, no obstante, que sobró ese experimento "metateatral" con que el citado Ionesco pretendió sorprendernos durante los diez primeros minutos de espectáculo, utilizando para ello un grupo de actores que declamaron en el escenario a grito pelado, aunque sin conseguir que el respetable se callara (acostumbrado, como está, a hacerlo sólo cuando empieza a sonar la orquesta). Fue Innecesario. Y tampoco me parecieron de recibo los largos parones que se produjeron para realizar los cambios de escenografía entre actos. Del todo inadmisibles en un teatro supuestamente tan tecnificado como el Real.
Y concluyo: una agradable velada que, sin embargo, ha servido para confirmarme en la idea de que el gran Plácido Domingo no está ya en condiciones vocales para servir con justicia, exactitud y adecuación determinados personajes que se empeña en mantener activos. Y eso que, al menos aquí, concentró sus facultades en un empeño tenoril (y no como esos experimentos, con paso a la cuerda baritonal, que ha empezado a realizar desde hace unos años y que no son ni carne, ni pescado, por más que el resultado final de los mismos siga teniendo cierto valor artístico, dramático y estético). Sin embargo, al comparar mi impresión personal negativa con la ola de beneplácitos que la actuación del tenor madrileño ha recibido a raíz de estas representaciones, no termino de saber qué pensar al respecto: ¿estaré yo tan equivocado, o es que, más bien, nos hallamos ante un caso parecido al que se narra en el cuento del traje nuevo del emperador?
En fin, Serafín... El único crítico profesional que, haciendo honor a ese nombre, se ha mostrado discrepante al hablar de estas funciones —me refiero a Arturo Reverter— ha llegado a pedir la retirada de Domingo como cantante, aun reconociendo que no es una opinión compartida por la mayoría de los aficionados y la crítica. Yo no me atrevería a tanto —mi respeto y mi cariño hacia el tenor impiden que lo haga—, pero he de reconocer que me siento más cercano a la opinión de Reverter sobre esta cuestión, que a la de la mayoría de los críticos que han alabado sin fisuras la prestación del intérprete madrileño en estas funciones del Real.
Vale!
Excelente crónica, Alberich.
ResponderEliminarHace poco, escuché una tertulia (Onda Cero, creo) sobre los achaques vocales de Don Plácido.
Mis escasos conocimientos sobre el bel canto me impiden comentar su crónica tan sólo disfrutar de ella, que es mucho. Admiro todo aquel te tenga los conocimientos técnicos, la sensibilidad y la capacidad para analizar -como lo haces tú- la interpretación de un artista lírico. Es una gozada, te lo digo de verdad.
A mí me encanta que monstruos como Don Plácido, doña Montserrat Caballé y otros...se acerquen al gran público con piezas tan "frívolas" como esta, por ejemplo.
Lo dicho, bravo por tu crónica. Me ha encantado.
Un beso
Como ya debes saber, me gusta mucho la música tradicional cubana. En unos de mis viajes, a la isla caimán, descubrí que Cuba también cultivó el género de la Zarzuela como María de la O; Cecilia Valdés...(antes de la revolución). Para muestra este delicioso documental del maestro, Gonzalo Roig.
EliminarMuchas gracias por las palabras de aliento, Balserilla, que animan a seguir adelante.
EliminarLo cierto es que el problema de Domingo no es otro que el de la edad: se ha hecho viejo (aunque está fenomenal, todo sea dicho) y, por razones obvias, en una actividad como la suya (donde lo físico es tan importante) este problemilla se está dejando notar en exceso. Y es una lástima, repito, porque su carrera como tenor ha resultado ser impresionante desde cualquier punto de vista que se mire (por éxitos, grabaciones, número de funciones, reconocimiento, etc.). Por todo ello estoy empezando a pensar que, mucho más difícil que hacer una gran carrera, es tener la perspicacia suficiente para saber retirarse a tiempo. Esto sólo muy pocos lo consiguen de verdad.
De todas formas, y como ya digo en el texto de la entrada, seguramente estaré equivocado, porque la mayoría del público (y, lo que es peor, de la crítica especializada) sigue ensalzando al cantante por sus más que dudosas interpretaciones de estos últimos años. ¡Incluso por las baritonales!
Un beso.
D. Alberich:
ResponderEliminarNo tengo conocimientos para poder distinguir si el Sr. Domingo es, o no, lo que fue. Pero sí le digo que intento aprender conceptos. Y escuchar distintas grabaciones. Espero que, entre lo que leo aquí y en casa de otro remero, aprenda algo. Algo más, quiero decir. Siempre estoy aprendiendo. Su entrada ayuda mucho en esta continuo aprendizaje.
Gracias.
À votre service, ami Asturianín.
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