Pero cuál ha sido mi sorpresa cuando, al finalizar la función, me he visto aplaudiendo satisfecho por lo que había presenciado. No voy a decir mucho de la puesta en escena, porque lo mejor que se puede comentar sobre ella es que, al menos —y salvo en determinados momentos donde el horror vacui del genio de turno convierte en insoportable lo que está ocurriendo sobre las tablas (por excesos de personas en ellas)—, no molesta demasiado y te deja disfrutar de lo que verdaderamente importa; esto es: el Rigoletto de Verdi y Piave. Una propuesta plana, gris, feísta, oscura, carente de originalidad y absolutamente modorra la de Miguel del Arco. ¿De verdad, a estas alturas, alguien puede creer que convertir la historia de Rigoletto en un alegato contra los abusos sexuales es algo original y reivindicativo, o que resulta transgresor poner unos cuantos culos y tetas encima del escenario?
Tampoco puedo decir, la verdad, que la dirección musical de Nicola Luisotti sobresaliera especialmente en ningún ámbito concreto (dinámicas, progresión dramática, cuidado de los cantantes, etc.). Antes al contrario, pues echó mano de tempi tan velocísimos y precipitados que, en muchos pasajes, el resultado fue un sonido poco abigarrado, confuso y carente de matices. Con todo, fue muy aplaudido al final de la representación.
En el terreno vocal me gustaría empezar destacando a la soprano rumana Adela Zaharia, a la que no recuerdo haber escuchado nunca (pese a que cantó en un Don Giovanni del Real), y que me sorprendió gratamente con una voz de mucho empaque (centro firme y seguro), magníficos y rutilantes agudos, excelente proyección, aseada coloratura, buen legato y correcto manejo de dinámicas, aunque no se mostrara demasiado imaginativa en su fraseo. Con estos (buenos) mimbres construyó una Gilda muy interesante en lo vocal —más mujer que niña, por el color de la voz—, pero absolutamente inane en lo escénico, situación a la que contribuyó la pésima labor realizada en general con todos los cantantes por parte de la dirección escénica. Estupenda y muy implicada en su dúo con el Duca en el I acto (impresionante sobreagudo de cierre en Addio, addio....speranza ed anima, donde ambos cantantes se fueron arriba) y en los que tiene con su padre-bufón. Asimismo, echó toda la carne en el asador para cumplir con su aria de lucimiento (Caro nome), en la que desplegó una excelente coloratura y muy buenos momentos de canto que hicieron al público bravearla con entusiasmo. Conmovedora en el V'ho ingannato, aunque el efecto de culpa y remordimientos que Piave y Verdi quisieron transmitir quedó absolutamente mutilado por causa de la propuesta escénica, que en esa escena nos presenta a Gilda saliendo de la habitación del duque como si fuera una mujer a la que su amante ha dejado plenamente satisfecha, más que una joven inocente que acaba de ser violada. Hubo algún momento especialmente infeliz, como el poco canónico y no demasiado estético cierre en el dúo de la Vendetta, a cuyo sobreagudo accedió usando un ostensible y feo portamento di sotto que afeó (y mucho) el instante. Zaharia fue la más aplaudida de la función (junto al barítono protagonista) y creo que, efectivamente, lo mereció. Un sobresaliente para ella.
En segundo lugar debe destacarse al barítono francés Ludovic Tézier, que demostró su veteranía, buen gusto y savoir faire dando vida a un bufón de estupenda factura canora y aceptable credibilidad escénica (siempre limitada, eso sí, por las mismas razones que en el caso de Gilda: ausencia de dirección de actores). A pesar de que el paso del tiempo ha dejado algunas huellas en la lozanía de su voz, lo cierto es que desplegó en la función todas las bondades que han hecho de él uno de los mejores representantes de su cuerda en el actual panorama mundial y de los más estimables barítonos verdianos (aunque sea en una época de auténtica sequía en dicha vocalidad): belleza tímbrica, idiomatismo, variedad de acentos, elegancia en el canto, dicción nitidísima, sonido empastado y homogéneo, buen fraseo y adecuado legato... Es cierto que el timbre y el instrumento en general —líricos en origen, aunque han ido evolucionando hacia lo dramático— no responden plenamente al ideal del barítono que Verdi concibió para sus grandes papeles dramáticos en esta cuerda —donde se requieren voces de mayor empaque, volumen y extensión—, pero el marsellés canta con gusto, elegancia y permanece siempre alejado del canto plebeyo y de esos efectismo tan habituales en otros compañeros de cuerda actuales. Su inteligencia como intérprete hizo que se dosificara con gran inteligencia, hasta llegar a un Cortiggiani, vil razza de gran intensidad y muchísimos quilates, que cerró con una muestra portentosa de fiato, manteniendo el último "pietà" durante diecisiete segundos. Otro sobresaliente, pues, para Tézier.
La voz de Javier Camarena, al menos en el momento actual, no es la del Duque de Mantua. Y esto se echó de ver a lo largo de toda la función; muy especialmente al comienzo de la misma —lo que, a veces, suele justificarse, por aquello de que el cantante aún está frío—, pero también en aquellos pasajes de canto spianato, intensos acentos y frase amplias que Verdi suele pedir en sus obras. También es cierto, como ya he dicho, que, tras leer algunas crónicas de veladas precedentes, asistí al teatro temiéndome lo peor, y lo peor (afortunadamente) no llegó en ningún momento. Camarena empezó la función con un aceptable Questa e quella en el que, no obstante, caló algo en el agudo final. Estuvo bastante aceptable en su dúo con Gilda (È il sol dell'anima, la vita è amore), y también resultó muy convincente en el recitativo y aria Ella mi fu rapita! Parmi veder le lagrime, donde fraseó con gusto y escanció algunas frases interesantes. No obstante, a mí me pareció más eficaz y adecuado en la posterior cabaletta (Possente amor mi chiama, pues allí la voz se mueve en una tesitura más alta —más cómoda, por ende, para el tenor mexicano— y la expresión es menos elegíaca, efusiva y pesante para una voz ligera como la suya. A ello se añadieron, además, el trepidante ritmo que Luisotti imprimió a la pieza y la inesperada fermata con la que Camarena inició su segunda estrofa, todo lo cual se tradujo en un momento de genuino belcanto donde sí que brilló la voz del artista mexicano. Lástima que no rematara con el sobreagudo opcional que no suele interpretarse. Y, con un resultado bastante más feliz y ortodoxo del que yo esperaba en un principio, llegamos al último acto de la obra —abierto con una grabación de gemidos y gritos de mujer enlatados, y una especie de tienda de tuaregs que recrea la hostería de los siniestros hermanos borgoñones, obsequios ambos del director de escena—, donde el tenor ofreció una interpretación bastante correcta de la famosísima canzone La donna è mobile y un cierre perfecto en su repetición final fuera de escena, que cerró con un morendo de buena factura. En todo momento, sin embargo, sobrevuela la sensación de que Camarena no se encuentra del todo cómodo en las frases más densas de su particella, y que tiene que reforzar muchas notas, oscureciendo su timbre de lírico-ligero, para dar mayor densidad a las mismas. Habrá que ver cómo evoluciona esta incursión en territorio más pesado, pero quizá convenga que el mexicano dé marcha atrás, como ya lo hiciera en el pasado su colega Juan Diego Flórez cuando decidió incorporar este mismo rol. Un notable alto para él.
Muy interesante, rotundo, autoritario y creíble el Sparafucile del bajo surcoreano Simon Lim, dueño de una voz densa y oscura, aunque resultó poco idiomático. Suficiente y cumplidora la Maddalena de Marina Viotti, que supo resistir a la tentación de aparecer como la furcia de baratillo imaginada por Miguel del Arco y que, gracias a su actuación —apoyada en una voz timbrada, de bello centro y buen grave—, le dio a su papel la dignidad que merece. Un notable para ambos.
Suficiente el Monterone de Jordan Shanahan, aunque su voz, algo floja de graves, impidió que otorgara a su personaje toda la autoridad paterna y señorial que requiere el personaje. Le daremos un aprobado.
Correctísimos los demás comprimarios, con el punto negro de la Giovanna de Cassandre Berthon, dueña de una voz bastante impersonal que resultó inaudible (quizá por haber cantado todo el tiempo metida en esa especie de cabaña de hobbits que ha ideado Miguel del Arco para recrear la casa de Rigoletto y Gilda).
En resumen: una velada bastante más satisfactoria de lo que yo había esperado al principio, y tras la que se reafirma mi convicción de que las obras maestras son capaces de resistir cualquier violencia que se les haga. Basta con evadirse de lo que les rodea, o con cerrar los ojos, para seguir disfrutando de lo que realmente importa: el Rigoletto de Piave y Verdi (o viceversa).
Y una última observación que no quería dejar pasar: no le perdono a Miguel del Arco que rompiera el hechizo del estremecedor momento en que Gilda muere, alejándola de los brazos de su padre y poniéndola de pie, junto a un montón de actores en pelotas, mientras Rigoletto recuerda la maledizione más solo que la una y sin agarrarse a lo que fue toda su vida. ¡Qué manera de echar a perder un final redondo!