Con todas las entradas agotadas en taquilla, pero numerosos huecos en diferentes zonas de la sala principal —quizá porque los ausentes habían acudido el día de antes (como un servidor) a la función de Nixon en China, y decidieron que dos seguidas ya era demasiado (yo mismo lo pensé)—, asistí a esta tercera representación de las cuatro que el coliseo madrileño ha programado en versión de concierto para ofrecernos una de las obras cumbres del género lírico: Tristan und Isolde, la "Acción en tres actos" —Handlung in drei Aufzügen, como la denominó Wagner—, que el genio de Leipzig compuso para tomarse un respiro en la titánica labor que se traía entre manos con la composición de El anillo del nibelungo, y que acabó siendo la ópera con la música más influyente, hermosa y embriagadora que, quizá, se haya compuesto nunca. Y que esto pudiera ser así no lo digo yo, sino que llegó a afirmarlo el propio Giuseppe Verdi —gran antagonista artístico de Wagner— en una entrevista concedida dos años antes de su muerte, al señalar lo siguiente: «le debo innumerables horas de maravillosa exaltación. El acto II de Tristán e Isolda está plagado de invenciones musicales, siendo una de las creaciones más sublimes del espíritu humano».
lunes, 8 de mayo de 2023
MADRID MUERE DE AMOR... CON SEMYON BICHKOV (O "TRISTAN UND ISOLDE" EN EL TEATRO REAL)
jueves, 29 de diciembre de 2022
MEMORABLE FUNCIÓN DE "LA SONÁMBULA", EN EL TEATRO REAL DE MADRID
No es La sonnambula, precisamente, una ópera que se sostenga por la credibilidad de sus personajes, lo emocionante de las situaciones que plantea, o la solidez de su argumento. Habría que preguntarse, de hecho, cómo fue posible que un motivo tan ridículo y banal como el que sirve de base a todo el libreto consiguiera inspirar musicalmente a Bellini, por más que el tema del sonambulismo —y con él otras cuestiones de carácter científico— estuviera de moda en aquellas primeras décadas del siglo XIX. Y es que, por mucho argumentario teórico que quiera manejarse a la hora de defender esta creación del compositor de Catania —que si nos hallamos ante clichés habituales del melodramma italiano, que si el intolerante y refractario germanismo de un sector del público nunca hará por comprender este tipo de música, que si resulta ser, en el fondo, una creación muy original, pues fusiona en una sola diversas categorías temáticas de origen distinto (elemento pastoril, fábula, género semiserio)—, lo cierto es que todo el edificio descansa, única y exclusivamente, en un solo elemento: la pura melodía (instrumental y cantada). En nada más (y nada menos, podríamos añadir) que eso. De ahí que la obra corra el riesgo de terminar resultando un tostón para aquella parte del "respetable" que busca algo más que trinos, apoyaturas, melismas, filados, agudos, bellas escenas corales y... convenciones teatrales decimonónicas a tutiplén y algo demodés.
Pese
a todo —o precisamente por eso mismo—, cuando los intérpretes que
participan en óperas con argumento tan tontorrón como éste son dueños de
bellos instrumentos y, además, despliegan con acierto todas sus
facultades canoras, el resultado termina siendo sorprendentemente
satisfactorio, y el tiempo acaba discurriendo, si bien no en un suspiro,
sí, al menos, con bastante rapidez. Es lo que ha ocurrido, para quien
esto escribe, en la segunda de los dos veladas que he tenido la ocasión
de presenciar durante estas funciones de La sonnambula
ofrecidas por el coliseo madrileño. Y lo hago notar, pues lo primero que
me gustaría destacar en esta crónica es la enorme diferencia de calidad
existente entre los dos repartos (con algún que otro matiz), que ha
sido, en mi opinión, espectacular a favor del primero.
Giuditta Pasta y Giovanni Battista Rubini, los dos excelsos intérpretes para los que Bellini compuso La sonámbula
En ambos casos, el director faentino Maurizio Benini demostró su dominio absoluto sobre este repertorio, ofreciendo una lectura de la partitura plenamente acertada desde el punto de vista estilístico, y extrayendo de la orquesta un sonido empastado, límpido, y lleno de matices y sutilezas (especialmente en el caso de la sección de cuerdas). Sin embargo, esta labor se vio bastante empañada o lastrada, a mi entender, por la elección de unos tempi en exceso lánguidos, morosos e insoportablemente lentos para aquellos pasajes más elegíacos e intimistas de la obra —coincidentes, no por casualidad, con los momentos más conocidos de la misma: duetto "Prendi, l'anel ti dono", el concertante del final del primer acto, el aria final "Ah, non credea mirarti"... Tal demérito —presente en las dos funciones vistas y que algunos han atribuido al deseo de Benini de mimar a sus cantantes— fue mucho más grave en la primera velada (con el segundo reparto), aunque también se dio en el caso de la protagonizada por el primero, con un "Ah, non credea mirarti" que parecía no acabar nunca. Si bien, escucharlo en la hermosa voz de Nadine Sierra hizo que la cosa resultara bastante más llevadera.
Todo lo contrario, sin embargo, acaeció en la función del día 26, donde una extraordinaria, inspirada y entregadísima Nadine Sierra, debutando el papel, consiguió meterme de lleno en la obra, haciéndome olvidar todo lo demás (incomodidad de la butaca, toses, ruidos varios, etc.). La norteamericana, desde luego, no es una soprano sfogato, al estilo de lo que buscó Bellini cuando creó el papel de la joven sonámbula, pero sí dueña de un hermoso, importante y flexible instrumento lírico, rico en armónicos, con timbre de sonoridades pastosas, graves bien apoyados, centro anchuroso y cálido, ductilidad para filar y apianar y enorme facilidad para la coloratura y el sobreagudo (aunque éste suene, a veces, algo destimbrado), además de un fiato portentoso, que le permite jugar cómodamente con las dinámicas, ofreciendo todo tipo de matices e inflexiones que enriquecen la línea de canto. Esto se comprobó, sobre todo, en su gran aria de cierre (Ah, non credea mirarti!), donde Sierra —acomodándose al cadencioso ritmo impuesto por Benini— dio toda una lección de canto spianato y rubato, ligados impresionantes y un fiato que parecía inagotable, antes de lanzarse a interpretar un Ah!, non giunge lleno de gracia, ritmo, intención y embellecimientos canoros (más enriquecido aún, como mandan los cánones, en la correspondiente repetición), que remató con un restallante fa6 seguido de un timbrado y mantenido que remató con un restallante fa6 y un timbrado y mantenido la#5 que refulgieron sin problemas por encima de coro y orquesta*. De este modo, su lectura del personaje de Amina se movió en unos parámetros mucho más cercanos a los que el compositor de Catania tenía en mente y que fueron, en gran medida, los recuperados por Maria Callas a mediados de la centuria del pasado siglo: esencia expresiva y dramática del rol, cuidado de la línea vocal, atención alla parola, gran implicación emocional, etc. Una matrícula de honor para la soprano de Florida.
Algo parecido ocurrió en el caso de los tenores de las dos funciones, mostrándose muy superior (sobre todo por medios) el del primer reparto. Efectivamente, Xavier Anduaga fue un Elvino viril y joven, arrojado y lleno de pasión. Su instrumento es de lírico-ligero y tiene, por ende, facilidad para el agudo y el sobreagudo —hecho que quedó perfectamente demostrado en diferentes pasajes de su particella—, pero también se halla bien guarnecido, luce un timbre atractivo, se proyecta bien y, sobre todo, posee cuerpo y cierta carnosidad, lo que pudo comprobarse pintiparadamente en su sentido "Ah perché, perché non posso odiarti”, pasaje al que dotó de una notable credibilidad y eficacia dramáticas. Si hubiera algo que reprocharle, quizá sería su poca variedad a la hora de frasear y, sobre todo, un empleo algo escaso de dinámicas, que se hicieron especialmente perceptibles en ciertos pasajes muy destacables de su parte (sus líneas en el duetto Prendi, l'anel ti dono, por ejemplo) donde cantó sin el recogimiento y abandono que el momento requiere. Pese a todo, ofreció algunos pianos de buenísima factura y una atractiva volata en el cierre del concertante en el cuarteto del II acto. Un debut magnífico en el rol, el del joven tenor español, al que doy un sobresaliente por su buena actuación.
De las dos intérpretes de Lisa destacaría especialmente a la soprano barcelonesa Serena Sáenz, que dibujó una posadera de enorme enjundia vocal (su zona aguda es impresionante), y cuyo instrumento —por extensión, potencia, timbre y color— me impresionó, en conjunto, bastante más que el de la propia soprano protagonista del reparto alternativo. La voz está muy bien proyectada, tiene un hermoso timbre, considerable potencia y una franja superior realmente excepcional, superando con mucho lo que se puede exigir a un rol como es el de Lisa. Su lectura del personaje fue, además, muy acertada y expresiva a todos los niveles (especialmente en lo canoro), dejando para la posteridad dos arias realmente sobresalientes, en especial la segunda, donde el refulgente agudo, el canto intencionado y las pirotecnias vocales brillaron en todo su esplendor. En cuanto a la soprano madrileña Rocío Pérez, aunque posee un instrumento de menor calidad y extensión que el de Sáenz, tuvo la inteligencia de ofrecernos una Lisa del todo creíble en lo interpretativo y muy expresiva en lo canoro, desplegando una gran facilidad para el sobreagudo y la coloratura (como se echo de ver en su "De' lieti auguri"). Sobresalientes ambas.
La del conde Rodolfo es una parte que, pese a su importancia para el desarrollo de la trama, tampoco ofrece demasiadas dificultades en el terreno de lo vocal al cantante que lo interpreta. De él se espera cierta nobleza —pese a su carácter donjuanesco y algo altanero— y la autoridad propia en este tipo de personajes nobiliarios del melodramma italiano. Desde ambos puntos de vista, tanto por medios como por presencia escénica, el conde de Roberto Tagliavini —experimentado cantante al que ya hemos visto numerosas veces en el Real— me pareció bastante más creíble y adecuado que el de Fernando Radó, que se mostró más anodino e hizo gala de unos medios vocales menos contundentes. En cualquier caso, ninguno de los dos consiguió dar al rol el punto áulico y señorial que de él se podría esperar, resultando demasiado rudos y poco variados en los acentos y la expresividad. De todas formas, por prestación vocal puntuaría con un notable a Tagliavini y con un aprobado a Radó.
La propuesta escénica de Bárbara Lluch, pese a lo tradicional y canónico de la misma —con un bonito vestuario de época y gran plasticidad en la mayoria de los cuadros—, cae, sin embargo, en el mismo defecto que muchas de las puestas en escena actuales, donde el responsable busca la menor ocasión —por peregrina que sea— para transmitir su mensaje aprovechando la obra original, en lugar de limitarse a servirla, que sería lo más correcto. En este sentido, sobraron tanto las escenas de baile mudas iniciales antes de cada comienzo de acto —cuyo sentido se me escapa por completo—, así como la cargante omnipresencia de nada menos que 9 bailarines rodeando en todo momento a la pobre Amina. Tampoco se entiende muy bien que Lluch haya decidido tergiversar el sentido de la obra mostrando al conde Rodolfo como un violador (¿guiño a la ley del "sólo sí es sí"?) y dejando abierto el final —se supone que Bellini y Romani tenían claro que Elvino y Amina terminaban casándose—, con la protagonista subida en el alero de la casa ¿hasta el final de los tiempos? Imagino que, pese a haberlo negado en las entrevistas concedidas, se trata de una concesión de la directora de escena a ciertos movimientos ideológico-políticos feministas muy de moda en los últimos tiempos, pues de otro modo ambas soluciones tienen poca explicación y menos anclaje en la obra original. Con todo, y analizada en su conjunto, la propuesta es hermosa y muy estética, además de cronológicamente respetuosa con lo previsto por libretista y músico, al ambientar la acción (bastante libremente, todo sea dicho) en el primer tercio del siglo XIX.
En resumen: creo que podemos hablar de unas estupendas funciones desde el punto de vista musical, bastante aceptables en lo escénico y con unos repartos muy estimables (magnífico el primero). Aunque si yo tuviera que elaborar el mío, habría incluido a Serena Sáenz y a Gemma Coma-Alabert en el principal, para haberlo hecho más redondo.
Y así, entre los entusiastas bravi!, brava! y ¡bravo! de los políglotas que ahora abundan como setas en el Real, y con la sala principal convertida en un hospital de tuberculosos durante las dos funciones, concluyeron las dos veladas de esta tontorrona obra maestra del belcanto.
martes, 29 de noviembre de 2022
EL ORFEO QUE PUDO SER... Y NO FUE
L'Orfeo, favola in musica en un prólogo y cinco actos, con música de Claudio Monteverdi y libreto de Alessandro Striggio, basado en Las metamorfosis de Ovidio y Las geórgicas de Virgilio. Estrenada en el Palacio Ducal de Mantua el 24 de febrero de 1607 y en el Teatro Real el 2 de octubre de 1999.— Director musical: Leonardo García Alarcón.— Dirección y coreografía: Sasha Waltz.— Escenografía: Alexander Schwarz.— Vestuario: Bernd Skodzig.— Iluminación: Martin Hauk.— Diseño de vídeo: Tapio Snellman.— Intérpretes: Julie Roset (La Música/Eurídice), Georg Nigl (Orfeo), Charlotte Hellekant (La Mensajero/La Esperanza), Alex Rosen (Caronte), Luciana Mancini (Proserpina), Konstantin Wolff (Plutón), Julián Millán (Apolo/Eco/Pastor 4), Cécile Kempenaers (Ninfa/Pastor 1), Leandro Marziotte (Pastor 2/Espíritu/Pastor 3), Hans Wijers (Pastor 5/Espiritu), Florian Feth (Espíritu).— Vocalconsort Berlin y Freiburger Barokorchester.— Teatro Real de Madrid.— Lunes, 21 de noviembre de 2022, 19:30 horas.
Recién salidos, como estábamos, de la épica y suntuosa versión historicista de Aida propuesta por Hugo de Ana —que tuve el placer de disfrutar en tres ocasiones—, se me antojaba que recalar en las playas del Orfeo
monteverdiano —durante mucho tiempo considerada la primera ópera de la
historia*— podría ser una experiencia harto agradable, un bálsamo o
revulsivo sensorial que mi espíritu agradecería, por el contraste sonoro
y estético que ambas obras ofrecen. Vamos, algo parecido —aunque sin
tanta amargura— al proceso que Nietzsche decía experimentar escuchando
la música de la Carmen de Bizet, después de haber roto su
relación personal y emocional con Wagner, y cuando intentaba "curarse"
de la borrachera narcotizante que, según propia confesión, le habían
producido las brumosas notas de los dramas musicales wagnerianos. En
definitiva: un salto de la maravillosa grand opéra verdiana decimonónica a la innovadora favola in musica camerística que Claudio Monteverdi compuso en los inicios del Barroco.
La propuesta estética del equipo artístico liderado por Sasha Waltz y Alexander Schwarz
—aséptica, funcional, minimalista, casi espartana podríamos decir—
parecía, en principio, atractiva, sugerente y muy prometedora, e
invitaba a pensar que sobre el escenario del coliseo lírico madrileño se
podría producir una evocación del espíritu cortesano e intimista que
debió de presidir aquellas dos funciones mantuanas, ya míticas, de
febrero de 1607, en que se dio a conocer al mundo la genial creación
monteverdiana: la primera en una sala de la Accademia del'Invaghiti
(en fecha indeterminada), y la segunda en el Palacio Ducal de Mantua,
el 24 de dicho mes. Pero claro, ni el el espacio del Teatro Real es el
de los dos locales renacentistas señalados, ni los responsables de esta
puesta en escena son Monteverdi y su libretista Striggio el Joven.
Y
ahí es, precisamente, donde radica la primera objeción que yo querría
poner a esta nueva producción, pues el problema con el espacio escénico
ha resultado insoslayable, por más que Alexander Schwarz
haya intentado dotar de intimismo al espectáculo a través de su
propuesta escénica, transformando el enorme foso del Real en un remedo
de tarima acogedora como la que, supuestamente, debió de servir para
representar la obra por vez primera en los lugares ya señalados. Para
ello utiliza un pequeño escenario de madera superpuesto al propio del
Teatro que, por medio de mecanismos, practicables y paneles verticales,
se va moviendo para crear fondos y espacios en los que los cantantes
pueden interactuar y moverse. Sin llegar nunca a subirse a él, los
miembros del Vocalconsort de Berlin aparecían y desaparecían atravesando
el escenario general para dirigirse al público, según las necesidades
dramáticas del momento. Al fondo del todo, proyecciones de vídeo
muestran los diferentes ambientes en que discurre la acción, mientras
que a ambos lados de la tarima de madera se sitúa la Freiburger
Barockorchester, con sus músicos repartidos en dos grupos para
equilibrar el sonido y potenciar el efecto "cortesano" deseado. El
problema de todo ello es que el conjunto resultó algo desangelado, pues
la acción quedaba concentrada en una superficie muy reducida y sobraba
demasiado espacio vacío (y en negro) por todos lados, dando la sensación
de que asistíamos a un ensayo tras bambalinas, más que al espectáculo
acabado propiamente dicho.
A pesar de lo dicho —y aunque no llego a entender muy bien el porqué—, esta producción ha causado un auténtico revuelo en buena parte de la crítica especializada, algunos de cuyos ínclitos miembros han quedado realmente embelesados con ella: "Un Orfeo para el deleite", titulaba Gonzalo Alonso su reseña en el diario ABC, y Alberto González Lapuente habla, nada más y nada menos, que de «esencia de la ópera», «exquisita pureza» y otras expresiones y adjetivos igualmente laudatorios, volviendo a caer en una innecesaria referencia a la supuesta «polvorienta pomposidad» del montaje de Aida. Pero el caso más "epatado" quizá haya sido el de Rubén Amón, crítico que también se despachó a gusto contra la puesta en escena de la pasada Aida de modo un tanto faltón, y a quien todo lo que allí le pareció acartonado y demodé, le ha resultado aquí "deslumbrante", de modo que, refiriéndose a este montaje, habla de "estupefacción constante", "viaje iniciático", "jornadas de estremecimiento"... Valga como ejemplo de su asombro sin límites hacia esta producción el siguiente párrafo, en que habla de: «acontecimiento artístico que ha sacudido el Teatro Real en cuatro jornadas de estremecimiento (20, 21, 23 y 24 de noviembre). Orfeo parecía la primera ópera y la última. Rompía las coordenadas del espacio y del tiempo. No queríamos que terminara nunca. Se hacía intolerable marcharse del teatro. Regresar a la calle. Volver a las rutinas. No». Es decir, todo muy grandilocuente, muy rimbombante y muy altisonante. Por lo que a mí respecta, me adhiero sin dudarlo a las dos reseñas críticas que han firmado en Scherzo Eduardo Torrico (para música y canto) y Roger Salas (para la parte de la danza). Son, en mi opinión, las más ponderadas y, sobre todo, las que mejor reflejan la impresión que a mí me produjo este espectáculo que, al parecer, ha servido para transmutar epifánicamente a tantos críticos.
En el terreno musical, el director Leonardo García Alarcón y la Freiburger Barockorchester demostraron sobradamente el dominio y competencia que tienen en este repertorio, formando parte de lo mejor que hubo en la velada. Como ya he dicho, se dispuso la orquesta sobre el escenario (no en el foso), para acentuar aún más ese carácter intimista que se quiso dar desde la dirección de escena, pero lo cierto es que la división en dos partes restó algo de homogeneidad al sonido. Peccata minuta, si lo comparamos con otros aspectos musicales de la velada que enseguida comentaré. Excelente, asimismo, el Vocalconsort de Berlín, cuyos miembros aparecían y desaparecían del escenario en función de las exigencias de cada momento, y que contribuyó de modo muy especial a dar sentido a la partitura en sus brillantes intervenciones, así como a liberar algo un espacio escénico superpoblado durante la mayor parte de la función. Un sobresaliente alto para ambas formaciones y el director.
Georg Nigl fue un Orfeo que danzó, giró y reptó por el escenario exquisita y grácilmente —merced a su atlética figura—, aunque, por desgracia, carece de un instrumento vocal interesante: sonidos blanquecinos, escasa proyección, timbre anodino, con una línea de canto fuera de estilo y escasamente idiomática. Resultó muy decepcionante, de modo que no entiendo los abundantes parabienes que ha cosechado de parte de la crítica. Es cierto que la obra de Monteverdi pertenece a una época del canto en que las distintas categorías vocales aún no se habían perfilado tanto como iba a ocurrir con posterioridad (especialmente a partir del siglo XIX), pero lo cierto es que habría sido preferible presentar un protagonista con cualidades tímbricas baritonales más acentuadas, y no de instrumento tan indefinido, mate, ralo y de escasa entidad como el de Nigl. Aprobado.
Lo mejor, por el contrario, estuvo en manos de la joven soprano francesa Julie Roset (como La Música y Eurídice), de la mezzo sueco-chilena Luciana Sierra (como Proserpina), y del bajo californiano Alex Rosen (que dio vida al temible barquero Caronte). Dentro de las limitaciones implícitas en un instrumento pequeño, de escasa proyección (algo bastante habitual en estas voces dedicadas al repertorio antiguo) y con timbre algo falto de personalidad y encarnadura, la lectura que Roset hizo de los dos papeles a su cargo fue muy correcta, estuvo llena de idiomatismo y ofreció una línea de canto que, tanto por timbre como por dicción, resultaba muy acorde con la prosodia del texto italiano y la monofonía monteverdiana, de manera que instrumentos y voz se acoplaron perfectamente. Muy adecuada y grácil como Música al principio de la obra —cuando todo prometía tanto—, y excelente como Eurídice en el resto de la función. Mucho más notable aún me pareció el Caronte de Rosen, aunque dada la brevedad del rol hubo poco tiempo para disfrutar de sus virtudes: sonó autoritario y señorial —gracias a un registro grave de muchos quilates— y fue del todo creíble en lo escénico. Muy interesante, asimismo, la sensual Proserpina de Mancini, con gran presencia física y un hermoso timbre oscuro que dotó de absoluta verosimilitud al personaje. Desplegó una adecuada línea vocal y cantó muy en estilo. Un notable para los tres.
Habría que ver hasta qué punto influyeron en el bajo-barítono alemán Konstantin Wolff las exigencias escénicas y actorales que la dirección del espectáculo y la coreógrafa impusieron al mismo a la hora de recrear el rol de Plutón (incluido el tener que cantar sosteniendo a su compañera Perséfone a hombros), pero lo cierto es que su voz resultó forzada en exceso y con sonidos poco gratos, monstrándose además poco sutil en cuanto a línea de canto, matices y recreación dramática del personaje. Aprobado.
Entre buenos y simplemente aceptables el resto de intérpretes, destacando entre todos ellos el Apolo/Eco/Pastor 4º del barítono español Julián Millán, dueño de un instrumento muy interesante y bastante superior al de Nigl, con el que tuvo que medirse en las escenas entre Orfeo y Eco del acto V.
Y ya, para terminar, la siguiente reflexión: una de las cosas que más han elogiado los críticos de esta producción ha sido la supuesta habilidad con que, al parecer, se fusionaron música y danza, para dar lugar a un «espectáculo —y cito de nuevo al transmutado Amón— cuya belleza y plasticidad resultaba tan elocuente como su dolor stehdheliano. El síndrome de la estética conmueve y perfora. Hasta se hacían insoportables los pasajes de mayor hondura y voluptuosidad, como si el arte nos estuviera percutiendo y desollando». En fin... De danza poco puedo hablar, la verdad, pues ni me gusta, ni entiendo del tema. Pero sí sé que la deseada fusión difícilmente podía alcanzarse inundando el escenario de personas que moviéndose a todas horas (con o sin motivo), y que resulta prácticamente imposible cantar en buenas condiciones si uno tiene que estar —como les ocurrió a los solistas— sirviendo de modo continuo a los malabarismos, acrobacias y ocurrencias exigidos por una coreógrafa que parece no comprender las enormes dificultades técnico-anatómicas del canto.
He dicho.
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* Un honor que, sin embargo, desde hace un tiempo ha recaído en dos obras de Jacopo Peri: La Danae (compuesta en 1597, pero perdida) y Euridice (1600).
miércoles, 9 de noviembre de 2022
EN LAS ORILLAS DEL NILO: AIDA VUELVE AL TEATRO REAL DE MADRID (TERCER REPARTO)

Abordo aquí la crítica de la función con el tercer reparto —de las cuatro alternativas propuestas— que he tenido la ocasión de escuchar estos días. Como en el caso anterior, las observaciones van sólo a aquella parte musical que no ha sido analizada ya en las otras dos reseñas publicadas previamente.
Desde el podio, Diego García Rodríguez concertó equilibrando todas las secciones de la orquesta (que tras varios días de función ya iba rodada), ofreciendo tempi muy adecuados en cada escena y destacando, quizá, las partes más líricas de la partitura (que, a la postre, son las más importantes desde el punto de vista dramático), aunque sin crear un excesivo contraste con las más claramente monumentales. Es decir, todo bastante equilibrado. Hubo, no obstante, algún desajuste en momentos puntuales (de la "marcha triunfal", creo recordar), pero sin importancia. A destacar, de nuevo, la sección de las maderas, que tan importante papel juega en esta ópera de riquísima orquestación y sutil creación de atmósferas evocadoras.
Tenía curiosidad por escuchar a la soprano palermitana Roberta Mantegna, que sustituyó en varias funciones —como la propia Netrebko— a la inicialmente prevista Maria Agresta, y a la que no había tenido oportunidad de oír en el Don Carlo que el Teatro Real programó en la temporada 2019/2020. Las críticas de esas representaciones y otras que he leído después sobre esta cantante, eran buenas, así es que mis expectativas estaban muy altas. No obstante, debo decir que salí bastante decepcionado, pues si bien es verdad que algunas de las bases para construir el personaje de Aida con acierto estaban ahí —idiomatismo, italianità del instrumento por colorido vocal, juventud, preocupación por el uso de las dinámicas—, sin embargo, faltaron otras mucho más importantes, a mi entender, para hacerlo con total solvencia y credibilidad. La primera a destacar sería la clara limitación del instrumento que resulta demasiado lírico y carece de una zona grave lo suficientemente sólida —lo cual me pareció más llamativo después de haber disfrutado de Netrebko—, a lo que habría que añadir una escasa proyección, que sólo puedo explicar porque la intérprete no tuviera su mejor tarde; en segundo lugar me pareció que, a pesar de hacer un despliegue interesante de dinámicas (por ejemplo, el modo en que expuso el "Ritorna vincitor!"), sin embargo el fraseo resultó rutinario, poco imaginativo y carente de incisividad e intención, resultando más instrumental que puramente dramático, más preocupado por la belleza sonora que por la parola; pero, por encima de todo, destacaría una actitud en escena que parecía transmitir falta de implicación o de compromiso dramáticos —no me atrevería a decir yo que por desinterés de la propia artista, sino más bien de temperamento o personalidad—, de modo que llegamos al cénit de la particella de su rol —me refiero, claro está, al "O, patria mia"— y se vio (al menos yo lo percibí así) una Mantegna que parecía estar allí porque no tenía otra cosa que hacer: rígida, sin un solo movimiento, ni una expresión que transmitiera el estado interior, las distintas emociones por las que atraviesa el personaje. En fin, todo muy reflexivo, muy interiorizado y, a la postre, muy estático y aburrido. Un aprobado, pues.
Jorge de León fue, para mí, un Radamés absolutamente decepcionante. Aunque el tenor canario nunca se ha caracterizado por las sutilezas, la capacidad para matizar y el cuidado del fraseo, lo cierto es que servidor tenía un muy buen recuerdo de él, pero también es verdad que, al no haber seguido su evolución vocal y trayectoria artística después de las dos o tres veces que lo he visto en directo, quizá tenía idealizado esos recuerdos. Lo cierto, es que quedé muy desconcertado cuando empezó a cantar: la voz, que parece haber perdido volumen, terciopelo y homogenidad, resulta demasiado oscilante y presenta un vibrato que, afortunadamente, fue atemperándose un poco a medida que avanzaba la función. La ausencia de homogeneidad me pareció evidente, con un registro grave suficiente, un centro bien proyectado y unos agudos de emisión complentamente trasera y entubados, que parecían salir forzadísimos y perder brillo y color. El cantante mostró una incapacidad (o desgana) absoluta por frasear, matizar, cambiar dinámicas, optando por un canto emitido siempre en forte, sin apianar ni una sola vez en toda la función (ni siquiera en el acto final, que pide intimidad y dulzura). Muy decepcionante. Otro aprobado para el tenor canario.
lunes, 7 de noviembre de 2022
EN LAS ORILLAS DEL NILO: AIDA VUELVE AL TEATRO REAL DE MADRID (SEGUNDO REPARTO)
El Ramfis de Jongmin Park sonó rotundo, autoritario, poderoso y solemne. La voz, densa, homogénea, rocosa, contundente, de agudos timbrados y graves sonoros y profundos, en principio resultaba muy adecuada para caracterizar al personaje, pero me pareció que la emisión era demasiado cupa y cavernosa. Cantó con estilo, fraseó bien y me llamó la atención especialmente el hermoso piano con que inició su parte en "Nume, custode e vindice"). Notable prestación la suya.
Sorprendentemente, el rey de Deyan Vatchkov me pareció muy distinto al que tuve la ocasión de escuchar en la función del día 28 (y al que, según otras cosas, cantó también el 26): la voz sonó menos destemplada e irregular, e incluso tuvo una primera intervención realtivamente interesante. Un instrumento que sin ser para tirar cohetes, sonó timbrado y a bajo (lo que no había ocurrido durante la velada en que le pude escuchar antes). Digamos que, en esta función, pasó con aprobado.
Si hubiera que elegir un reparto "ideal" con los tres que he tenido ocasión de ver, no cabe duda de que Netrebko entraría en él de cabeza. Los demás intérpretes principales serían: Piotr Beczala, Jamie Barton y Carlos Álvarez, seguidos de Alexander Vinogradov. Fabián Lara siempre (no sólo porque estuvo magnífico en las tres ocasiones que le he visto, sino porque era el único tenor para interpretar el mensajero) y Marta Bauzá como Gran Sacerdotisa.