martes, 29 de noviembre de 2022

EL ORFEO QUE PUDO SER... Y NO FUE


L'Orfeo, favola in musica en un prólogo y cinco actos, con música de Claudio Monteverdi y libreto de Alessandro Striggio, basado en Las metamorfosis de Ovidio y Las geórgicas de Virgilio. Estrenada en el Palacio Ducal de Mantua el 24 de febrero de 1607 y en el Teatro Real el 2 de octubre de 1999.— Director musical: Leonardo García Alarcón.— Dirección y coreografía: Sasha Waltz.— Escenografía: Alexander Schwarz.— Vestuario: Bernd Skodzig.— Iluminación: Martin Hauk.— Diseño de vídeo: Tapio Snellman.— Intérpretes: Julie Roset (La Música/Eurídice), Georg Nigl (Orfeo), Charlotte Hellekant (La Mensajero/La Esperanza), Alex Rosen (Caronte), Luciana Mancini (Proserpina), Konstantin Wolff (Plutón), Julián Millán (Apolo/Eco/Pastor 4), Cécile Kempenaers (Ninfa/Pastor 1), Leandro Marziotte (Pastor 2/Espíritu/Pastor 3), Hans Wijers (Pastor 5/Espiritu), Florian Feth (Espíritu).— Vocalconsort Berlin y Freiburger Barokorchester.— Teatro Real de Madrid.— Lunes, 21 de noviembre de 2022, 19:30 horas.

Recién salidos, como estábamos, de la épica y suntuosa versión historicista de Aida propuesta por Hugo de Ana —que tuve el placer de disfrutar en tres ocasiones—, se me antojaba que recalar en las playas del Orfeo monteverdiano —durante mucho tiempo considerada la primera ópera de la historia*— podría ser una experiencia harto agradable, un bálsamo o revulsivo sensorial que mi espíritu agradecería, por el contraste sonoro y estético que ambas obras ofrecen. Vamos, algo parecido —aunque sin tanta amargura— al proceso que Nietzsche decía experimentar escuchando la música de la Carmen de Bizet, después de haber roto su relación personal y emocional con Wagner, y cuando intentaba "curarse" de la borrachera narcotizante que, según propia confesión, le habían producido las brumosas notas de los dramas musicales wagnerianos. En definitiva: un salto de la maravillosa grand opéra verdiana decimonónica a la innovadora favola in musica camerística que Claudio Monteverdi compuso en los inicios del Barroco.

La propuesta estética del equipo artístico liderado por Sasha Waltz y Alexander Schwarz —aséptica, funcional, minimalista, casi espartana podríamos decir— parecía, en principio, atractiva, sugerente y muy prometedora, e invitaba a pensar que sobre el escenario del coliseo lírico madrileño se podría producir una evocación del espíritu cortesano e intimista que debió de presidir aquellas dos funciones mantuanas, ya míticas, de febrero de 1607, en que se dio a conocer al mundo la genial creación monteverdiana: la primera en una sala de la Accademia del'Invaghiti (en fecha indeterminada), y la segunda en el Palacio Ducal de Mantua, el 24 de dicho mes. Pero claro, ni el el espacio del Teatro Real es el de los dos locales renacentistas señalados, ni los responsables de esta puesta en escena son Monteverdi y su libretista Striggio el Joven.

Y ahí es, precisamente, donde radica la primera objeción que yo querría poner a esta nueva producción, pues el problema con el espacio escénico ha resultado insoslayable, por más que Alexander Schwarz haya intentado dotar de intimismo al espectáculo a través de su propuesta escénica, transformando el enorme foso del Real en un remedo de tarima acogedora como la que, supuestamente, debió de servir para representar la obra por vez primera en los lugares ya señalados. Para ello utiliza un pequeño escenario de madera superpuesto al propio del Teatro que, por medio de mecanismos, practicables y paneles verticales, se va moviendo para crear fondos y espacios en los que los cantantes pueden interactuar y moverse. Sin llegar nunca a subirse a él, los miembros del Vocalconsort de Berlin aparecían y desaparecían atravesando el escenario general para dirigirse al público, según las necesidades dramáticas del momento. Al fondo del todo, proyecciones de vídeo muestran los diferentes ambientes en que discurre la acción, mientras que a ambos lados de la tarima de madera se sitúa la Freiburger Barockorchester, con sus músicos repartidos en dos grupos para equilibrar el sonido y potenciar el efecto "cortesano" deseado. El problema de todo ello es que el conjunto resultó algo desangelado, pues la acción quedaba concentrada en una superficie muy reducida y sobraba demasiado espacio vacío (y en negro) por todos lados, dando la sensación de que asistíamos a un ensayo tras bambalinas, más que al espectáculo acabado propiamente dicho.

Esta imagen pertenece a otra representación, pero ilustra perfectamente el conjunto del espacio escénico

Además de lo señalado, me gustaría denunciar también —cosa que hago siempre que tengo ocasión— la falta de empatía de los directores de escena con aquella parte del público que no ocupamos las privilegiadas localidades de butaca, platea y delanteras de entresuelo y principal, a quienes se nos suele hurtar buena parte del montaje, bien sea porque no se tiene en cuenta la altura del proscenio y la profundidad del escenario —con lo que muchas de las cosas que suceden atrás y arriba no se ven—, bien porque sitúan a los intérpretes en la boca del proscenio, o incluso entre el público (como ha ocurrido en esta ocasión), con lo que ello supone para quienes nos sentamos en paraíso o laterales.
 
La obsesión por mantener ocupado el escenario con figurantes y bailarines una constante

A pesar de lo dicho —y aunque no llego a entender muy bien el porqué—, esta producción ha causado un auténtico revuelo en buena parte de la crítica especializada, algunos de cuyos ínclitos miembros han quedado realmente embelesados con ella: "Un Orfeo para el deleite", titulaba Gonzalo Alonso su reseña en el diario ABC, y Alberto González Lapuente habla, nada más y nada menos, que de «esencia de la ópera», «exquisita pureza» y otras expresiones y adjetivos igualmente laudatorios, volviendo a caer en una innecesaria referencia a la supuesta «polvorienta pomposidad» del montaje de Aida. Pero el caso más "epatado" quizá haya sido el de Rubén Amón, crítico que también se despachó a gusto contra la puesta en escena de la pasada Aida de modo un tanto faltón, y a quien todo lo que allí le pareció acartonado y demodé, le ha resultado aquí "deslumbrante", de modo que, refiriéndose a este montaje, habla de "estupefacción constante", "viaje iniciático", "jornadas de estremecimiento"... Valga como ejemplo de su asombro sin límites hacia esta producción el siguiente párrafo, en que habla de: «acontecimiento artístico que ha sacudido el Teatro Real en cuatro jornadas de estremecimiento (20, 21, 23 y 24 de noviembre). Orfeo parecía la primera ópera y la última. Rompía las coordenadas del espacio y del tiempo. No queríamos que terminara nunca. Se hacía intolerable marcharse del teatro. Regresar a la calle. Volver a las rutinas. No». Es decir, todo muy grandilocuente, muy rimbombante y muy altisonante. Por lo que a mí respecta, me adhiero sin dudarlo a las dos reseñas críticas que han firmado en Scherzo Eduardo Torrico (para música y canto) y Roger Salas (para la parte de la danza). Son, en mi opinión, las más ponderadas y, sobre todo, las que mejor reflejan la impresión que a mí me produjo este espectáculo que, al parecer, ha servido para transmutar epifánicamente a tantos críticos.


En el terreno musical, el director Leonardo García Alarcón y la Freiburger Barockorchester demostraron sobradamente el dominio y competencia que tienen en este repertorio, formando parte de lo mejor que hubo en la velada. Como ya he dicho, se dispuso la orquesta sobre el escenario (no en el foso), para acentuar aún más ese carácter intimista que se quiso dar desde la dirección de escena, pero lo cierto es que la división en dos partes restó algo de homogeneidad al sonido. Peccata minuta, si lo comparamos con otros aspectos musicales de la velada que enseguida comentaré. Excelente, asimismo, el Vocalconsort de Berlín, cuyos miembros aparecían y desaparecían del escenario en función de las exigencias de cada momento, y que contribuyó de modo muy especial a dar sentido a la partitura en sus brillantes intervenciones, así como a liberar algo un espacio escénico superpoblado durante la mayor parte de la función. Un sobresaliente alto para ambas formaciones y el director.

Al principio todos de blanco, en un mundo sobre el que aún no han caído las sombras del Averno

Georg Nigl fue un Orfeo que danzó, giró y reptó por el escenario exquisita y grácilmente —merced a su atlética figura—, aunque, por desgracia, carece de un instrumento vocal interesante: sonidos blanquecinos, escasa proyección, timbre anodino, con una línea de canto fuera de estilo y escasamente idiomática. Resultó muy decepcionante, de modo que no entiendo los abundantes parabienes que ha cosechado de parte de la crítica. Es cierto que la obra de Monteverdi pertenece a una época del canto en que las distintas categorías vocales aún no se habían perfilado tanto como iba a ocurrir con posterioridad (especialmente a partir del siglo XIX), pero lo cierto es que habría sido preferible presentar un protagonista con cualidades tímbricas baritonales más acentuadas, y no de instrumento tan indefinido, mate, ralo y de escasa entidad como el de Nigl. Aprobado.

Rigl, de luto, cuando ya se había quedado sin su Eurídice
 
Mucho más decepcionante aún resultó la soprano sueca Charlotte Hellekant, en los papeles de La Mensajera y La Esperanza, pues su prestación se vio marcada por un molesto y permanente vibrato incontrolable, así como por continuas dificultades en el agudo, que sonó tenso y forzado. Si a ello le añadimos la sobreactuación escénica y la fealdad tímbrica del instrumento podemos decir que estamos ante la peor solista de la velada. Suspenso sin paliativos para ella.

Hellekant y Rigl en un momento de la función

Lo mejor, por el contrario, estuvo en manos de la joven soprano francesa Julie Roset (como La Música y Eurídice), de la mezzo sueco-chilena Luciana Sierra (como Proserpina), y del bajo californiano Alex Rosen (que dio vida al temible barquero Caronte). Dentro de las limitaciones implícitas en un instrumento pequeño, de escasa proyección (algo bastante habitual en estas voces dedicadas al repertorio antiguo) y con timbre algo falto de personalidad y encarnadura, la lectura que Roset hizo de los dos papeles a su cargo fue muy correcta, estuvo llena de idiomatismo y ofreció una línea de canto que, tanto por timbre como por dicción, resultaba muy acorde con la prosodia del texto italiano y la monofonía monteverdiana, de manera que instrumentos y voz se acoplaron perfectamente. Muy adecuada y grácil como Música al principio de la obra —cuando todo prometía tanto—, y excelente como Eurídice en el resto de la función. Mucho más notable aún me pareció el Caronte de Rosen, aunque dada la brevedad del rol hubo poco tiempo para disfrutar de sus virtudes: sonó autoritario y señorial —gracias a un registro grave de muchos quilates— y fue del todo creíble en lo escénico. Muy interesante, asimismo, la sensual Proserpina de Mancini, con gran presencia física y un hermoso timbre oscuro que dotó de absoluta verosimilitud al personaje. Desplegó una adecuada línea vocal y cantó muy en estilo. Un notable para los tres.

Caronte ¿y su barca?

Habría que ver hasta qué punto influyeron en el bajo-barítono alemán Konstantin Wolff las exigencias escénicas y actorales que la dirección del espectáculo y la coreógrafa impusieron al mismo a la hora de recrear el rol de Plutón (incluido el tener que cantar sosteniendo a su compañera Perséfone a hombros), pero lo cierto es que su voz resultó forzada en exceso y con sonidos poco gratos, monstrándose además poco sutil en cuanto a línea de canto, matices y recreación dramática del personaje. Aprobado.

El pobre de Plutón cargando a cuestas con Eurídice (y con las ocurrencias de Waltz)

Entre buenos y simplemente aceptables el resto de intérpretes, destacando entre todos ellos el Apolo/Eco/Pastor 4º del barítono español Julián Millán, dueño de un instrumento muy interesante y bastante superior al de Nigl, con el que tuvo que medirse en las escenas entre Orfeo y Eco del acto V.

Contorsionismos varios (que, por desgracia, no sólo tuvieron que hacer los bailarines)

Y ya, para terminar, la siguiente reflexión: una de las cosas que más han elogiado los críticos de esta producción ha sido la supuesta habilidad con que, al parecer, se fusionaron música y danza, para dar lugar a un «espectáculo —y cito de nuevo al transmutado Amón— cuya belleza y plasticidad resultaba tan elocuente como su dolor stehdheliano. El síndrome de la estética conmueve y perfora. Hasta se hacían insoportables los pasajes de mayor hondura y voluptuosidad, como si el arte nos estuviera percutiendo y desollando». En fin... De danza poco puedo hablar, la verdad, pues ni me gusta, ni entiendo del tema. Pero sí sé que la deseada fusión difícilmente podía alcanzarse inundando el escenario de personas que moviéndose a todas horas (con o sin motivo), y que resulta prácticamente imposible cantar en buenas condiciones si uno tiene que estar —como les ocurrió a los solistas— sirviendo de modo continuo a los malabarismos, acrobacias y ocurrencias exigidos por una coreógrafa que parece no comprender las enormes dificultades técnico-anatómicas del canto.

El despiporre final, con todo el mundo (incluidos los integrantes de la orquesta y el director) sobre el escenario


He dicho.

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* Un honor que, sin embargo, desde hace un tiempo ha recaído en dos obras de Jacopo Peri: La Danae (compuesta en 1597, pero perdida) y Euridice (1600).

miércoles, 9 de noviembre de 2022

EN LAS ORILLAS DEL NILO: AIDA VUELVE AL TEATRO REAL DE MADRID (TERCER REPARTO)

Aida, opera en cuatro actos, con música de Giuseppe Verdi y libreto de Antonio Ghislanzoni, basado en un guion (1869) de Auguste Mariette y Camille du Locle. Estrenada en la Opera de El Cairo el 24 de diciembre de 1871 y en el Teatro Real de Madrid el 12 de diciembre de 1874.— Director musical: Nicola Luisotti.— Director de escena, escenografía y vestuario: Hugo de Ana.— Iluminador: Vinicio Cheli.— Coreógrafa: Leda Lojodice.— Vídeo: Sergio Metalli.— Director del coro: Andrés Máspero.— Intérpretes: Roberta Mantegna (Aida), Jorge de León (Radamés), Sonia Ganassi (Amneris), Gevorg Hakobyan (Amonasro), Simón Orfila (Ramfis), Deyan Vatchkov (El rey), Jacquelina Livieri (Gran sacerdotisa), Fabián Lara (Mensajero).— Coro y Orquesta titulares del Teatro Real (Coro Intermezzo / Orquesta Sinfónica de Madrid).— Teatro Real de Madrid.— Viernes, 4 de noviembre de 2022, 19:30 horas.

Abordo aquí la crítica de la función con el tercer reparto —de las cuatro alternativas propuestas— que he tenido la ocasión de escuchar estos días. Como en el caso anterior, las observaciones van sólo a aquella parte musical que no ha sido analizada ya en las otras dos reseñas publicadas previamente.

Desde el podio, Diego García Rodríguez concertó equilibrando todas las secciones de la orquesta (que tras varios días de función ya iba rodada), ofreciendo tempi muy adecuados en cada escena y destacando, quizá, las partes más líricas de la partitura (que, a la postre, son las más importantes desde el punto de vista dramático), aunque sin crear un excesivo contraste con las más claramente monumentales. Es decir, todo bastante equilibrado. Hubo, no obstante, algún desajuste en momentos puntuales (de la "marcha triunfal", creo recordar), pero sin importancia. A destacar, de nuevo, la sección de las maderas, que tan importante papel juega en esta ópera de riquísima orquestación y sutil creación de atmósferas evocadoras.

Tenía curiosidad por escuchar a la soprano palermitana Roberta Mantegna, que sustituyó en varias funciones —como la propia Netrebko— a la inicialmente prevista Maria Agresta, y a la que no había tenido oportunidad de oír en el Don Carlo que el Teatro Real programó en la temporada 2019/2020. Las críticas de esas representaciones y otras que he leído después sobre esta cantante, eran buenas, así es que mis expectativas estaban muy altas. No obstante, debo decir que salí bastante decepcionado, pues si bien es verdad que algunas de las bases para construir el personaje de Aida con acierto estaban ahí —idiomatismo, italianità del instrumento por colorido vocal, juventud, preocupación por el uso de las dinámicas—, sin embargo, faltaron otras mucho más importantes, a mi entender, para hacerlo con total solvencia y credibilidad. La primera a destacar sería la clara limitación del instrumento que resulta demasiado lírico y carece de una zona grave lo suficientemente sólida —lo cual me pareció más llamativo después de haber disfrutado de Netrebko—, a lo que habría que añadir una escasa proyección, que sólo puedo explicar porque la intérprete no tuviera su mejor tarde; en segundo lugar me pareció que, a pesar de hacer un despliegue interesante de dinámicas (por ejemplo, el modo en que expuso el "Ritorna vincitor!"), sin embargo el fraseo resultó rutinario, poco imaginativo y carente de incisividad e intención, resultando más instrumental que puramente dramático, más preocupado por la belleza sonora que por la parola; pero, por encima de todo, destacaría una actitud en escena que parecía transmitir falta de implicación o de compromiso dramáticos —no me atrevería a decir yo que por desinterés de la propia artista, sino más bien de temperamento o personalidad—, de modo que llegamos al cénit de la particella de su rol —me refiero, claro está, al "O, patria mia"— y se vio (al menos yo lo percibí así) una Mantegna que parecía estar allí porque no tenía otra cosa que hacer: rígida, sin un solo movimiento, ni una expresión que transmitiera el estado interior, las distintas emociones por las que atraviesa el personaje. En fin, todo muy reflexivo, muy interiorizado y, a la postre, muy estático y aburrido. Un aprobado, pues.

Jorge de León fue, para mí, un Radamés absolutamente decepcionante. Aunque el tenor canario nunca se ha caracterizado por las sutilezas, la capacidad para matizar y el cuidado del fraseo, lo cierto es que servidor tenía un muy buen recuerdo de él, pero también es verdad que, al no haber seguido su evolución vocal y trayectoria artística después de las dos o tres veces que lo he visto en directo, quizá tenía idealizado esos recuerdos. Lo cierto, es que quedé muy desconcertado cuando empezó a cantar: la voz, que parece haber perdido volumen, terciopelo y homogenidad, resulta demasiado oscilante y presenta un vibrato que, afortunadamente, fue atemperándose un poco a medida que avanzaba la función. La ausencia de homogeneidad me pareció evidente, con un registro grave suficiente, un centro bien proyectado y unos agudos de emisión complentamente trasera y entubados, que parecían salir forzadísimos y perder brillo y color. El cantante mostró una incapacidad (o desgana) absoluta por frasear, matizar, cambiar dinámicas, optando por un canto emitido siempre en forte, sin apianar ni una sola vez en toda la función (ni siquiera en el acto final, que pide intimidad y dulzura). Muy decepcionante. Otro aprobado para el tenor canario.

Si desilusionante fue el general egipcio del tenor español, otro tanto debo decir de la Amneris de Sonia Ganassi. La voz de la mezzo italiana apareció desguarnecida por completo de graves, resultando inaudible durante todo el dúo con Aida al final del acto I —en la que estuvo prácticamente desaparecida— y lo mismo ocurrió en los dos últimos (dúo con Radamés y escena del giudicio), que son mucho más dramáticos y exigentes en la franja baja del registro. El centro y la zona aguda tampoco están ya como para tirar cohetes, aunque la base belcantista de Ganassi y su oficio le hicieron sobrellevar una función y un papel para el que, sin duda, no está dotada vocalmente. Aprobado, como mucho.


El Amonasro del barítono armenio Gevorg Hakobyan, de voz engolada y canto poco refinado, fue más rudo, plano y rutinario que los de Carlos Álvarez y Artur Rucinski: menos contundente e intencionado vocal y dramáticamente que el polaco y mucho menos señorial, áulico (y verdiano, a la postre) que el excelente del malagueño. Algo mejor en su intervención del acto I ("Suo padre. Anch'io pugnai") que en el dúo/terceto con Aida y Radamés. Un aprobado también.
 

El Ramfis del bajo-barítono menorquín Simón Orfila sonó, lógicamente, menos autoritario y marmóreo que el oscurísimo de Park (en el segundo reparto) y fue de menor empaque dramático y temperamental que el de Vinogradov (primer reparto), pero estuvo bien cantando y resultó igualmente adecuado y creíble. Mostró, además, una gran presencia escénica. Estupendo (de nuevo) el mensajero de Fabián Lara y muy correcta la Gran Sacerdotista de Jacquelina Livieri. Perfecto el coro, que parece haber ido ganando puntos a medida que las funciones rodaban.
 

En mi opinión, el reparto más flojo de los tres que he tenido la ocasión de escuchar.

lunes, 7 de noviembre de 2022

EN LAS ORILLAS DEL NILO: AIDA VUELVE AL TEATRO REAL DE MADRID (SEGUNDO REPARTO)

 
Aida, opera en cuatro actos, con música de Giuseppe Verdi y libreto de Antonio Ghislanzoni, basado en un guion (1869) de Auguste Mariette y Camille du Locle. Estrenada en la Opera de El Cairo el 24 de diciembre de 1871 y en el Teatro Real de Madrid el 12 de diciembre de 1874.— Director musical: Nicola Luisotti.— Director de escena, escenografía y vestuario: Hugo de Ana.— Iluminador: Vinicio Cheli.— Coreógrafa: Leda Lojodice.— Vídeo: Sergio Metalli.— Director del coro: Andrés Máspero.— Intérpretes: Anna Netrebko (Aida), Yusif Eyvazov (Radamés), Ketevan Kemoklidze (Amneris), Artur Ruciński (Amonasro), Jongmin Park (Ramfis), Deyan Vatchkov (El rey), Marta Bauzá (Gran sacerdotisa), Fabián Lara (Mensajero).— Coro y Orquesta titulares del Teatro Real (Coro Intermezzo / Orquesta Sinfónica de Madrid).— Teatro Real de Madrid.— Miércoles, 2 de noviembre de 2022, 19:30 horas.

Había una enorme expectación en el público por ver a la gran diva operística de nuestro tiempo en uno de los grandes roles que lleva paseando con enorme éxito por todo el mundo, desde que lo debutara en Salzburgo, allá por 2017, de la mano de Riccardo Muti. Y no es que Netrebko —pues a la soprano rusa me refiero, claro está— haya estado ausente del coliseo lírico madrileño, pero sí es cierto que hemos tenido pocas ocasiones de escucharla aquí cantando un primerísimo rol en escena, pues las dos ocasiones previas en que estuvo con nosotros fue en el ya lejanísimo 2001 —cantando la parte de Natasha en la monumental Guerra y paz de Prokofiev— y la Tosca del postpandémico año 2021 (en la que no tuve la ocasión de verla). De modo que la ocasión la pintaban calva, como suele decirse popularmente, para disfrutar de la diva en un papel que le va como anillo al dedo, según sus actuales condiciones vocales.
 
Y, en efecto, no defraudó Anna Netrebko en la piel de la esclava etíope desde el mismo instante en que abrió la boca y emitió las primeras notas. Tras unos primeros minutos en los que se apreció un vibrato que afeó algo las primeras frases, el instrumento enseguida se fue templando y surgió todo lo que la soprano rusa podía ofrecer: voz caudalosa, empastada, de timbre muy personal, con un registro inferior de graves sonoros y bien apoyados (impresionante "Io tremo! Io tremo!"), y unos agudos rotundos, carnosos, timbrados, impactantes y perfectamente proyectados (de hecho, fue la única solista a la que se escuchó siempre sobreponiéndosea a la orquesta y el coro en los diferentes números de conjunto). Lo mejor, con todo, fue su caracterización del personaje, la expresividad en el acento, la emotividad en el canto, el uso inteligente del rubato y de todo tipo de dinámicas (piani, messe di voci, filati) en numerosos pasajes, así como la facilidad para ligar frases, creando bellísimos arcos sonoros que dieron lugar a momentos realmente electrizantes. Por no hablar del temperamento dramático y del fraseo que, sin ser de manual, resultó excelente para caracterizar a una Aida llena de matices y complejidad psicológica, por momentos tierna, elegíaca y dulce —como la que ya disfruté con la más ortodoxa Stoyanova—, pero también sufriente y lastimera (con Amneris o Amonasro), o altiva, sensual y arrolladora cuando hizo falta. En todo caso, una Aida de mayor enjundia dramática y acentos mas ricos que las de sus dos compañeras de personaje que he tenido la ocasión de escuchar en estas funciones. Y todo ello con una facilidad pasmosa, sin aparente esfuerzo, y con una implicación dramática y actoral de primera. Si tuviera que destacar algunos momentos de esta actuación de Netrebko yo elegiría el "Ritorna vincitor!" —que estuvo repleto de momentos felices y una sensibilidad a flor de piel—, el poderoso e impresionante dúo con Amonasro —donde se marcó una frase ("A costoro schiava non sono!") que me puso los pelos de punta, por la expresividad y la fuerza, y un "Oh, patria, quanto mi costi!", perfectamente dicho y de rotundos graves—, el dúo con Amneris —donde Netrebko se comió a su rival, incluso en los graves (por ejemplo en "Tu sei felice, tu sei potente"), y el dúo del último acto con Radamés, durante el cual volvió a dar una nueva lección de canto legato, variedad de dinámicas y expresividad (que fue aún más evidente al contrastar con lo plano del canto de su partenaire masculino). Aunque, lógicamente, donde la rusa echó el resto fue en su número principal ("O patria mia") que, por razones obvias, fue el más aplaudido de toda la velada. Comenzó con un recitativo lleno de matices expresivos y cambio de dinámicas —que ni siquiera ensombreció un marcado vibrato—, e inició el cantabile con un filado creciente que se expandió sin problemas por toda la sala. El canto, ligado y rubato, lleno de variedad y matices discurrió soprendente hasta llegar al remate del aria, con un penúltimo "O patria mia" que la soprano emitió rotundo, en piano y mantenido en el tiempo, y otro final que resolvió con una hermosa messa di voce y un sobreagudo de cierre al que se encaramó de un solo aliento y en piano. Hubo presión del público, con sus aplausos, para que se produjera un bis —algo que parece haberse convertido en una especie de formalismo folclórico en muchos teatros, y especialmente en el Real—, pero tanto la soprano como el director decidieron (con buen criterio a mi entender) ignorar la tácita petición y seguir adelante. Espectacular. Merecida matrícula de honor.


Frente a lo muchísimo que ofreció su compañera (de reparto y de vida), lo que pudo hacer el tenor argelino-azerí Yusif Eyvazov fue comparativamente poco: todas las notas estuvieron ahí, es cierto, y el cantante mostró entrega, arrojo e intención, pero la voz no es la que necesita Radamès —un lírico spinto o dramático—, pues nos hallamos ante un instrumento modesto, carente de homogeneidad, de timbre poco agraciado, escasos armónicos y agudos algo apretados, además de sonar como si no estuviera bien impostada, bien coperta. Pese a todo, la proyección fue suficiente (por ejemplo en su vibrante y enérgico "Sacerdote, io resto a te!") y se pudo escuchar perfectamente al tenor durante toda la velada. En cuanto al estilo, si bien no se le puede negar la entrega, resultó bastante ayuno de imaginación, con una línea de canto casi siempre en forte, un legato inexistente y escasa adecuación estilística, lo que hizo que su prestación contrastara vívidamente (y para peor, claro) con la de su partenaire femenina protagonista. Si acaso destacar, como lo más significativo el valiente conato de rematar su aria de lucimento intentando el piano y morendo prescrito por Verdi en la partitura, pero que se quedó en un tímido smorzando (que, no obstante, ha de agradecerse, pues Eyvazov fue el único tenor, de los tres contratados para estas funciones, que lo hizo). Aprobado alto.
 
Netrebko y Eyvazov en un momento de la escena final
 
La Amneris prevista para esta función del día 2 iba a ser, en principio, la italiana Sonia Ganassi. Pero cayó del cartel en el último momento —lo que se anunció en las pantallas que el propio teatro tiene repartidas por el foyer, los salones de planta y la sala general—, siendo sustituida por la mezzo georgiana Ketevan Kemoklidze. Su Amneris tuvo gran presencia escénica —la cantante es muy atractiva y sabe moverse en el escenario—, pero resultó limitada en lo vocal, pues si bien se mostró muy desahogada por arriba y sensual en el centro, carece de registro inferior sólido con el que hacer frente a la exigente particella que Verdi pide, en esa franja de la tesitura, a las intérpretes de la altiva y señorial principessa egizia. De hecho, en todos los dúos con Netrebko sonaron mucho más contundentes, sólidos y apoyados los graves de la soprano que los de la mezzo. Pese a ello, cinceló momentos de gran interés en escenas de especial intensidad dramática —más por la garra escénica y por su entrega en la interpretación que por adecuación vocal y fraseo—, como el duetto con Aida del acto II ("Fu la sorte dell'armi"), el que tiene con Radamés en el acto IV("Già i Sacerdoti adunansi"), y la efectista escena del juicio en este mismo acto. Un notable, en cualquier caso, por su entrega y prestación.
 
Aida y Amneris enfrentadas por el mismo hombre: ¡quién fuera Radamés!
 
Pese a no disponer de unos medios especialmente oscuros y dramáticos, el barítono polaco Artur Ruciński fue un Amonasro más que interesante. Se mostró, en todo momento, muy musical, estupendo fraseador y desplegó un canto lleno de intención dramática, recreando un rey etíope al que faltó nobleza, pero sobró estilo, ardor y cierta fogosidad juvenil. Aun con las limitaciones de timbre y caudal seañaldas, me gustó mucho en los dos momentos de mayor lucimiento que tiene el personaje: su aria de presentación ("Suo padre! Anch'io pugnai") —donde lució un canto legato de muy buena factura e hizo un adecuado despliegue de matices y dinámicas— y el duetto con Aida, en el que cantó con arrojo y fiereza, pero sin perder nunca la compostura, ni caer en excesos veristas o de sobreactuación, rematando con un muy buen "Non sei mia figlia". Actuación que podemos calificar de notable.

Ruciński y Netrebko en su electrizante dúo del acto III

El Ramfis de Jongmin Park sonó rotundo, autoritario, poderoso y solemne. La voz, densa, homogénea, rocosa, contundente, de agudos timbrados y graves sonoros y profundos, en principio resultaba muy adecuada para caracterizar al personaje, pero me pareció que la emisión era demasiado cupa y cavernosa. Cantó con estilo, fraseó bien y me llamó la atención especialmente el hermoso piano con que inició su parte en "Nume, custode e vindice"). Notable prestación la suya.

El bajo surcoreano Jongmin Park, rocoso Ramfis de esta función

Sorprendentemente, el rey de Deyan Vatchkov me pareció muy distinto al que tuve la ocasión de escuchar en la función del día 28 (y al que, según otras cosas, cantó también el 26): la voz sonó menos destemplada e irregular, e incluso tuvo una primera intervención realtivamente interesante. Un instrumento que sin ser para tirar cohetes, sonó timbrado y a bajo (lo que no había ocurrido durante la velada en que le pude escuchar antes). Digamos que, en esta función, pasó con aprobado.

El bajo búlgaro Deyan Vatchkov, que ha sorprendido en estas funciones por su mejorable Rey egipcio

Fabián Lara volvió a brillar como mensajero en su breve pero lucida intervención, y también cumplió de nuevo Marta Bauzá, en la piel de la Gran Sacerdotisa. Magnífico el coro, mucho más empastado y homogéneo que en las funciones anteriores, y de nuevo acertado Luisotti en la concertación de la orquesta y la atención a los solitas. Las maderas volvieron a brillar en algunos pasajes, especialmente el oboe en el evocador diálogo que mantiene con la soprano en la escena del templo de Isis a orillas del Nilo ("O patria mia").


Si hubiera que elegir un reparto "ideal" con los tres que he tenido ocasión de ver, no cabe duda de que Netrebko entraría en él de cabeza. Los demás intérpretes principales serían: Piotr Beczala, Jamie Barton y Carlos Álvarez, seguidos de Alexander Vinogradov. Fabián Lara siempre (no sólo porque estuvo magnífico en las tres ocasiones que le he visto, sino porque era el único tenor para interpretar el mensajero) y Marta Bauzá como Gran Sacerdotisa.
 

jueves, 3 de noviembre de 2022

EN LAS ORILLAS DEL NILO: AIDA VUELVE AL TEATRO REAL DE MADRID (PRIMER REPARTO)

 
Aida, opera en cuatro actos, con música de Giuseppe Verdi y libreto de Antonio Ghislanzoni, basado en un guion (1869) de Auguste Mariette y Camille du Locle. Estrenada en la Opera de El Cairo el 24 de diciembre de 1871 y en el Teatro Real de Madrid el 12 de diciembre de 1874.— Director musical: Nicola Luisotti.— Director de escena, escenografía y vestuario: Hugo de Ana.— Iluminador: Vinicio Cheli.— Coreógrafa: Leda Lojodice.— Vídeo: Sergio Metalli.— Director del coro: Andrés Máspero.— Intérpretes: Krassimira Stoyanova (Aida), Piotr Beczala (Radamés), Jamie Barton (Amneris), Carlos Álvarez (Amonasro), Alexander Vinogradov (Ramfis), Deyan Vatchkov (El rey), Marta Bauzá (Gran sacerdotisa), Fabián Lara (Mensajero).— Coro y Orquesta titulares del Teatro Real (Coro Intermezzo / Orquesta Sinfónica de Madrid).— Teatro Real de Madrid.— Viernes, 28 de octubre de 2022, 19:30 horas.

Dados los desmanes y excesos que algunos directores de escena han terminado perpetrando en las óperas de repertorio tradicional viene siendo, cada vez más habitual, que en las reseñas críticas sobre sus representaciones empiecen a leerse tímidos reproches (en otros casos no tan tímidos) para denunciar tal sinrazón; todo ello en base, imagino, al castizo refrán que reza: "lo poco agrada, lo mucho enfada". La cosa ha llegado a tal extremo en nuestros días —aciagos para la lírica en el repertorio tradicional— que lo realmente original ahora ha llegado a ser presenciar alguna función ambientada en el período que pensaron sus autores, hecho que alcanza casi la categoría de revolucionario cuando, además, se usan decorados y trajes de dicha época, y no elementos que trasponen la acción a otra época o lugar, y presentan a los personajes con gabardinas y guardapolvos intemporales.

Pues bien, cuando supe que el Teatro Real recuperaba para este inicio de temporada la tradicional producción que el argentino Hugo de Ana presentó en 1998 (repuesta luego en 2018), pensé que las reseñas se mostrarían más benévolas con la parte escénica e irían dirigidas, sobre todo, hacia la prestación musical y vocal de los diferentes funciones y repartos que van a sucederse durante estos próximas días en el coliseo madrileño (¡hasta 20 representaciones!). Pero nada de eso; de hecho, una buena parte de los popes que hacen crítica musical en nuestro país, hinchados como pavos y mostrándose incluso insultantes, han puesto a parir esta producción recuperada de Aida, acusándola de rancia, anticuada, hortera, demodé y "cartonpiedrista". ¡Ya ven ustedes! Como si las que solemos ver habitualmente —ayunas de cualquier atrezo, pero infladas con la pretenciosidad del dramaturgo escénico de turno, con los personajes tirados por los suelos y actuando en el más absoluto vacio— fueran de cualquier otra cosa que no sea, precisamente, cartón piedra, poliestireno y una enorme fatuidad la mayoría de las veces. Críticos que hasta se han quejado por no reconocer a los cantantes bajo las pelucas y el suntuoso y elaborado vestuario diseñado por De Ana (como si fueran preferibles los uniformes de nazis, o los tradicionales guardapolvos del konzept centroeuropeo). En resumen, pamplineros que, como Rubén Amón, cierran su crónica recordando que este tipo de montajes ya no se utilizan «ni en los teatros más modestos de provincias», y graciosetes como cierto Jean Valjean, que hasta se permite bromear inadecuadamente con el apellido de alguno de los miembros del equipo técnico (caso de la coreógrafa Leda Lojodice, a la que llama "Losjodiste").

 La grandiosidad de la propuesta escénica de Hugo de Ana, al final de la "marcha triunfal"

 Aun reconociendo que la propuesta escénica de De Ana tiene algunos elementos ciertamente mejorables —hablaré de ello un poco más abajo—, debo decir que me satisfizo plenamente; primero porque, como ya he dicho, resulta casi una novedad presenciar hoy día un montaje tan tradicional y respetuoso como éste, y en segundo lugar porque me considero un aficionado esencialmente auditivo, que va a la ópera a disfrutar de la Aida de Verdi/Ghislanzoni, de la Tosca de Puccini/Illica/Giacosa, de la Elektra de Strauss/Hoffmannsthal, del Wozzeck de Berg, o de El anillo del nibelungo de Wagner, y no de las genialidades y ocurrencias actualizadoras de los Tcherniakov, Bieito, Loy, Wilson del momento. Pero es que, además, por muchos argumentos que quieran darme sobre la necesidad (casi obligación) que un director de escena tiene de "revis(it)ar" la creación de los autores originales —bien para resaltar un problema o cuestión que pueda interesarle a él, bien para intentar acercar la obra original al momento en el que ésta se representa—, lo cierto es que no encuentro nunca razón alguna por la que tengan que realizarse los cambios que suelen implicar esas relecturas actualizadoras (hasta el punto de no saber, a veces, si lo que estamos viendo tiene algo que ver con lo que quisieron sus creadores). En este sentido, el modo en que han afrontado su trabajo directores escénicos que podríamos denominar "tradicionales" —como Zeffirelli, Sagi, Del Monaco, o el mismo De Ana, por citar sólo cuatro nombres pocos dados a las dramaturgias paralelas, y que suelen echar mano del preciosismo y la ampulosidad, antes que de la dramaturgia paralela— no sólo me parece, por razones obvias, mucho más respetuoso con la obra original, sino que desde la humildad, el respeto y el amor que manifiestan hacia el trabajo de quienes crearon esas óperas las sirven mucho mejor y ayudan a que ellas mismas se definan a través de la palabra y la música que encierran. ¿Qué mejor manera de honrar y acentuar la grandeza de lo que otros crearon con mayor genio y acierto que sirviendo como mero transmisor visual de lo que está recogido en el libreto y la partitura? Y tal es el caso de la producción que podemos ver en esta Aida: pirámides, shetis, nemes, kalasiris, sandalias, pelucas rizadas, cabezas (femeninas y masculinas) rasuradas, trajes vaporosos, capas, espadas y telones de gasa translucida que sirven para recrear el hechizante, exótico y glamuroso Egipto —nada filológico— que el romanticismo idealizador de Verdi y Ghislanzoni imaginaron en el último tercio del siglo XIX. Y no se me diga que este tipo de montajes, si se repitieran de modo permanente, condenarían al género operístico a un anquilosamiento que terminaría llevándolo a la extinción, porque hay muchas formas de ser original respetando escrupulosamente lo que dice el libreto: ¿hace falta recordar aquí lo que hizo Wieland Wagner, por ejemplo, a la hora de montar las obras escénicas de su abuelo? Y es que el problema de la ópera, a día de hoy, no se encuentra precisamente en la escenografía —que podrá ir introduciendo todo tipo de dramaturgias paralelas actualizadoras—, sino en la pobreza generalizada de voces adecuadas para abordar en buenas condiciones el repertorio tradicional más exigente desde el punto de vista técnico (que es el perteneciente al siglo XIX). Es decir, se puede insistir en la idea de que resulta imprescindible reinterpretar las obras de siempre para ofrecer nuevas lecturas y evitar que el género muera, pero si la atención siempre sigue recayendo en el apartado escénica y cada vez se ofrecen en peores condiciones canoras el público entenderá cada vez menos y la ópera acabará siendo un tipo de teatro musical más, como la revista, o los musicales.

Templo de Vulcano y subterráneo, boceto de Girolamo Magnani, para la producción original milanesa de 1872

Hay quien ha criticado también a De Ana, porque la opulencia escénica de su montaje supondría, dicen, un lastre para lo que, en el fondo, más le interesaba a Verdi: contar una historia de amor intimista y mostrar el conflicto que se le plantea a unos cuantos seres humanos que se ven abocados a enfrentarse y sufrir por causa de una circunstancia política adversa y superior que los arrastra hacia la perdición y la muerte. El mismo problema, en el fondo, que encontramos en Nabucco, la otra gran ópera de Verdi desarrollada en la Antigüedad. Sin embargo, no creo que esta propuesta escénica sea un lastre; antes al contrario, pues al carecer de dramaturgias paralelas y de mensajes subliminales que necesiten ser aclarados por los exegetas de turno, el espectador no se ve distraído por nada y puede concentrar su atención en el disfrute de la belleza plástica de los cuadros escénicos que van sucediéndose ante sus ojos. Cuadros que sólo sirven para destacar, aún más, lo que nos dicen los personajes y nos transmite la maravillosa música de Verdi.

Otro momento del montaje propuesto por Hugo de Ana

Pese a la buena valoración que un pequeño, aburrido y convencional burgués como yo le da al montaje, debo destacar lo que, a mi entender, fue su punto negro principal: una coreografía de muy escaso gusto y nula plasticidad a lo largo de toda la función, que resultó especialmente desafortunada durante la música del ballabile intercalado en la escena del desfile de la victoria, cuando los bailarines masculinos se pusieron a dar algunos pasos realmente horrorosos que recordaban a ciertas escenas de El planeta de los simios. Por cierto: se ha criticado mucho el telón de gasa traslúcido que colgó de la boca del proscenio durante todo el espectáculo pero, dejando a un lado el gusto de cada cual —e incluso ciertas observaciones referidas al posible efecto adverso que pudo ejercer sobre la proyección de las voces (yo creo que inexistente)—, a mí no fue algo que me molestara. Es más, pienso, incluso, que dotó a lo que ocurría tras ella de un halo de misterio e indefinición muy apropiado para expresar el carácter onírico y de fantasía oriental que tiene esta ópera. Se podría haber prescindido del mismo, efectivamente, pero no fue algo tan molesto (al menos para un servidor).

El escenario con la polémica gasa translúcida donde se proyectan las imágenes de vídeo, en la escena de la preghiera de comienzo del acto III

Todo ello, en definitiva, convirtió esta función de Aida —y espero que ocurra igual con las próximas que me aguardan— en algo muy especial para quien les escribe, espectador que disfruta con las obras tal y como las pensaron sus creadores, y no los exegetas de turno que las utilizan para, bajo la excusa de la reactualización, construir sus carreras sobre la base de lo realizado por otros. Vamos, que salí encantado. Y mi acompañante también. La respuesta del público, por otro lado, parece que ha quitado la razón a los "exquisitos" y se la da al teatro, que al apostar por "lo de siempre" ha colgado el cartel de "no hay billetes" (si exceptuamos el robo a mano armada que son los precios de las butacas) en la totalidad de las 20 funciones programadas.

Ya en el apartado musical es necesario comenzar destacando la labor de Nicola Luisotti, cuyo nombre ha terminado siendo sinónimo de Verdi y lo verdiano cuando nos referimos al Teatro Real. El director de Viareggio se ha convertido en el auténtico especialista del coliseo madrileño para este repertorio concreto y ello se hace notar en cada una de sus prestaciones. En la del día que comento, su ejecución de la partitura resultó equilibrada, prestando idéntico interés tanto a los momentos espectaculares y más epicos de la partitura (escenas corales, la famosa marcha triunfal), como a las escenas de mayor intimismo y recogimiento —las más importantes desde el punto de vista de la progresión dramática y la caracterización de los personajes—, de modo que no detecté yo las diferencias de brío, fuerza y exceso de decibelios que algunos críticos han destacado entre la primera parte de la función —ciertamente más épica— y la segunda. Luisotti atendió también, en todo momento, a las necesidades o apuros de los solistas (así, por ejemplo, en el difícil pasaje de "Celeste Aida"), y consiguió conducir la acción dramática con acierto y expresividad, destacando especialmente su labor y el de la orquesta en el preludio de la obra y en la evocadora introduzione] "nilótica" que da paso al número coral de la preghiera "O tu che sei d'Osiride" y a la posterior y bellisima "O patria mia", durante la cual tanto él como el primer oboe consiguieron sacar puro oro en el diálogo que mantienen con la soprano. E igual de acertado volvió a mostrarse en la escena del juicio a Radamés —donde los silencios y el tempo elegido acentuaron el impactante dramatismo de la escena—, y en el hermosísimo dúo/terceto del final de la obra. Lo cierto es que la representación que comento se halló, a nivel orquestal, a años luz de lo que comentan algunas críticas refiriéndose a la función del estreno. Y posiblemente sea esta circunstancia la que hizo que, a diferencia de días posteriores, no aparecieran debidamente ajustados todos los componentes de una producción tan complicada como ésta. En cualquier yo no observé ningún desajuste realmente importante. Notable alto, pues, para Luisotti.

Luisotti (extremo derecho) posando con Carlos Álvarez, Hugo de Ana, Piotr Beczala y Krassimira Stoyanova

La soprano búlgara Krassimira Stoyanova —que debutaba en Madrid— fue, como casi todos los intérpretes de esta función, una voz demasiado ligera para dar vida, con total adecuación, al personaje de Aida, creado por dos interpretes (la italiana Antonietta Pozzoni, en El Cairo, y la bohemia Teresa Stolz, en Milán) que poseían instrumentos extensos, potentes y vigorosos (la Pozzoni, de hecho, acabó cantando como mezzo) y un gran talento dramático. De modo que, tal como ocurrió con Radamés/Beczala y Amneris/Barton —de los que enseguida hablaré—, Stoyanova acentuó el lado lírico del personaje, resultando una esclava etíope más elegiaca y amorosa, que sensual y ardiente, más belcantista que de raigambre y opulencia verdianas. Pese a sus carencias evidentes en la zona grave —detectables en los momentos más dramáticos de su particella (por ejemplo en "Ritorna vincitor!")— y su falta de squillo en la parte más aguda de la tesitura, demostró una gran musicalidad y cantó con mucho gusto y estilo, desplegando por lo general un legato de buena factura —aunque algo escaso de fiato en ocasiones (la soprano no está ya, precisamente, en sus mejores años)— y un fraseo elegante y señorial que le permitió brillar en los pasajes más líricos, ofreciendo un "O patria mia... O cieli azzurri" de bastantes quilates —pese a cierta limitación en los agudos— y una magnífica prestación en la escena de la tumba, donde su canto recogido y melismático combinó a la perfección con el de su [i]partenaire[/i] masculino, ofreciendo un momento de gran intensidad dramática y emotividad. Un notable para la Stoyanova.

La interesante (pero demasiado madura quizá) Aida de Stoyanova

El instrumento eminentemente lírico de Piotr Beczala tampoco es, precisamente, el más adecuado para interpretar con absoluta adecuación el personaje del general egipcio Radamès, aunque el tenor polaco lleve un tiempo incursionando en papeles de mayor enjundia dramática y su voz haya ido ensanchado con el tiempo (ya veremos si de manera natural y adecuada). Se trata, en efecto, de un rol que exige un tenor lírico spinto, incluso dramático —lo que en época de Verdi, se conocía como tenore di forza—, como lo fueron Pietro Mongini —creador del personaje en el estreno mundial de El Cairo, el 24 de diciembre de 1871, que inició su carrera como bajo y era un auténtico baritenor— y también Giuseppe Capponi, a quien Verdi había elegido para el que consideraba auténtico estreno de su ópera (acaecido en Milán el 8 de febrero de 1872), pero que hubo de ser sustituido, en el último momento, por Giuseppe Fancelli, un intérprete de extraordinaria y bellísima voz —como leemos en las críticas de la época—, pero que disgustó al maestro de Le Roncole por su escasa implicación dramática e incapacidad para profundizar en el personaje encomendado. En la función que nos ocupa esto supuso que escuchásemos a un Radamés más lírico que heroico, más amoroso que guerrero y más elegíaco que épico. Pero, a pesar de todo, un muy buen Radamés, pues Beczala —que demostró ser muy inteligente y supo dosificar sus fuerzas con acierto— fue el intérprete más destacable de este reparto, junto con Carlos Álvarez (como luego diré). Empezó la función nervioso y precavido, con un apreciable vibrato que se hizo más audible aún merced al tempo, demasiado lento y moroso que, quizá para ayudar al cantante, aplicó Luisotti en "Celeste Aida", famosísima y endiablada romanza, que debe afrontarse recién comenzada la función y con la voz aún fría. Pese a todo, el tenor polaco la interpretó correctamente, con buen legato, estupenda dicción y aceptable fraseo, pero sin especial pasión ni entrega, y rematándola con un falsete demasiado evidente y falto de color. No obstante, a partir de ahí, y a medida que fue avanzando la función, Beczala entró en el papel y nos ofreció momentos realmente espléndidos: vibrante su "Sacerdote, io resto a te", que resonó como una trompeta por toda la sala; lleno de ardor, duda y dolor su dúo/terceto con Aida y Amonasro en el acto III (el mejor, en mi opinión, de toda la función); amoroso, tierno, solícito y resignado en la última escena. Lo cierto es que la voz, pese a su lirismo, tiene una proyección excelente y corrió a la perfección por el teatro, haciéndose audible en todo momento. En resumen: el más destacable de todo el reparto (junto a Carlos Álvarez, como luego diré). Sobresaliente para Beczala.
 
Stoyanova y Beczala en el emotivo final de la ópera: juntos hasta la muerte y para la posteridad

Han destacado los críticos y algunos aficionados que la Amneris de la mezzo norteamericana Jamie Barton resultó imponente en su papel (que debutaba, por cierto). No me lo pareció a mí, pues si bien es verdad que la intérprete posee un bello instrumento con franja central y aguda bien guarnecidas, y lo utiliza con estilo, buen fraseo y estupenda línea de canto, sin embargo el registro grave es demasiado débil, y ello constituye un verdadero problema a la hora de redondear este personaje, que tiene una tesitura esencialmente oscura y central durante buena parte de la obra, como lo demuestra el que Verdi eligiera dos voces —las de la napolitana Eleonora Grossi y la austríaca Maria Waldmann— de mucho peso dramático (la Waldmann, de hecho, era realmente contralto, aunque no tenía problema para ascender a la zona aguda exigida por los papeles de mezzo)*. Con estos mimbres, podrá imaginar el lector que la propuesta de Barton resultó, en mi opinión, insuficiente, máxime cuando a la limitación vocal señalada hubo que añadir una escasa implicación actoral y caracterizadora del personaje. Pero es de justicia añadir también que la cantante ofreció un acto IV bastante destacable, con una "L'abborrita rivale" muy bien delineada y un espléndido dúo con Radamés, en el que Barton —empleándose a fondo y mostrando la calidad de su voz en el registro central y superior— emitió dos impresionantes la sostenidos en el "ciel", de la frase "or dal ciel si compirà", que se expandieron por toda la sala retumbándonos en los oídos. Añadamos a esto, además, que la línea de canto, el estilo y el fraseo, en general, de la intérprete norteamericana resultaron bastante convincentes, aunque no tanto su idiomatismo. Una buena actuación (aprobado alto), en todo caso, con las limitaciones señaladas.

La altiva (y enamorada) princesa Amneris consolando a la esclava etíope Aida, antes de enfadarse con ella

La única voz realmente verdiana y de verdad adecuada a uno de los cuatro personajes principales fue la de nuestro Carlos Álvarez, que construyó un estupendo Amonasro (debutado, precisamente, en estas funciones). El barítono malagueño, cuya instrumento ciertamente ya no tiene el brillo, el squilo y la contundencia dramática de otros tiempos, fue muy aplaudido (y con razón), a pesar de lo breve de su papel; y no creo que fuera sólo por "jugar en casa", sino porque ofreció un retrato completo, profundo y humano —muy verdiano a la postre— del personaje, alejado de manierismos y excesos veristas, a los que tan proclives son otros intérpretes, centrados en la fiereza del personaje (más fácil de recrear), antes que en la nobleza del mismo. Su rey etíope fue magníficamente escanciado, resultando siempre musical, siempre cantabile, de gran expresividad. A su señorial y doliente aria de presentación ("Suo padre. Anch'io pugnai") siguió un electrizante dúo con Aida que puede contarse entre lo mejor de la velada (de nuevo en el acto IV), resultando impresionante, demoledor, terrible, vendicatore en su difícil frase "Del faraone tu sei la schiava", que resonó por toda la sala sobreponiéndose a la orquesta. Estuvo magnífico también en el terceto con la hija y Radamés. Sobresaliente, pues, también para Carlos Álvarez.

El temible Amonasro exigiéndole un inmenso sacrificio a su hija Aida

Muy correcto el Ramfis del bajo ruso Alexander Vinogradov, al que ya hemos tenido la ocasión de disfrutar bastantes veces en el Teatro Real, si bien es cierto que la voz me pareció menos contundente, rotunda y oscura que en otras ocasiones. Con todo, consiguió recrear al sacerdote autoritario, ceremonioso, arrogante y grave que pide la partitura, y dio bastante juego en sus enfrentamientos con la Amneris de Barton.

Amonasro en una imagen perteneciente a la reposición de la temporada 2017/2018

Excelente el mensajero del tenor mexicano Fabián Lara —que en su breve pero vistoso rol desplegó unos buenos medios—, y correcta, asimismo, la Gran Sacerdotisa de la soprano Marta Bauzá. Decepcionante el faraón del bajo búlgaro Deyan Vatchkov, que con una voz trémula, inestable y engolada fue incapaz de ofrecer la dignidad y magnificencia regias que el papel requiere.

La plana mayor de Egipto (Radamés, el faraón, Amneris y Ramfis) en otra escena monumental de esta producción

He leído en otras críticas que el coro —especialmente las voces femeninas— presentó algunos desajustes y falta de homogeneidad y morbidezza en representaciones anteriores. En la que yo comento ahora no hubo, desde luego, ningún problema, y la formación dirigida por Máspero desplegó una coordinación y un sonido compactos, resultando especialmente brillante —cosa lógica— en los momentos corales de mayor impacto que tiene la partitura ("Il sacro brando... Nume, custode e vindice", "Gloria all'Egitto", "Vieni, o guerriero vindice!"), aunque también sonó perfectamente en momentos de mayor recogimiento e intimidad (como, por ejemplo, en el bello y espiritual fragmento "Possente Fthà", o en la escena de las estancias de Amneris). Un notable alto, por tanto, al Coro Intermezzo.

Monumentalidad, monumentalidad y más monumentalidad que ha sacado de quicio a los críticos exquisitos de turno...

En definitiva: una estupenda velada (ópera de toda la vida en vena), que permanecerá en la memoria de quien esto escribe durante mucho más tiempo que otras representaciones quizá menos horteras, demodés y convencionales (pero también más olvidables y carentes del fuoco propio del mejor melodramma italiano).



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* Para ilustrar, aún mejor, cuál era la voz que Verdi deseaba en este papel, quizá resulte ilustrativo leer el testimonio que la cantante y periodista norteamericana Blanche Roosevelt dejó por escrito tras oír a Waldmann en el primer "Requiem" de Verdi en París: «la señora Waldmann tiene, como contralto, una voz aún más imponente, si cabe, que la de la señora Stolz como soprano. Es ciertamente raro oír tal calidad de sonido en una voz femenina. En más de una ocasión se diría que se trataba de un tenor, y sólo cuando mirabas y veias un ligero temblor en su figura —por lo demás inmóvil— te dabas cuenta de que era una mujer cantando» (The Chicago Times, 12 de junio de 1874; también en B. Roosevelt, Verdi: Milan and “Othello”, Londres , 1887, p. 74).