martes, 27 de noviembre de 2012

LA ENCRUCIJADA DE MONTEVERDI: "LES ARTS FLORISSANTS" Y EL "QUARTO LIBRO DE MADRIGALI"



Concierto de Les Arts Florissants.— Ciclo Universo Barroco.— Auditorio Nacional de Música de Madrid. Sala de Cámara. — Martes, 13 de noviembre de 2012, 19:30 horas.


UNA nota rápida, somera y fugaz —tal que la belleza de una flor recién cortada— para dar noticia del segundo recital incluido en el apartado de cámara del ciclo Universo Barroco, desarrollado en el Auditorio Nacional.



Volvieron a Madrid los integrantes del prestigioso grupo Les Arts Florissants, dirigidos por el tenor Paul Agnew, para deleitarnos con un nuevo libro de madrigales de Monteverdi. El concierto, como se indicaba en el programilla de mano, forma parte de la gira que esta prestigiosa formación —creada por William Christie en 1979— está haciendo por toda Europa para presentar, entre los años 2011-2015, el ciclo completo de los madrigales del compositor de Cremona. El programa, no obstante, se completó con cuatro composiciones más, dos extraídas del VI libro de madrigali a cinque voci de Benedetto Pallavicino (publicado en 1600), y otras dos procedentes del XI libro de madrigali a cinque voci de Giaches de Wert (publicado en 1595).



Un tipo de composición para música profana —el madrigal polifónico a cinco voces— que despertó, como se ve por los títulos de las obras mencionadas, un enorme interés entre los compositores de la época, convirtiéndose en el predilecto de los maestros italianos y del público europeo en su conjunto. Esta circunstancia, unida a la abundancia de piezas y la frecuencia de su circulación, hicieron que no tardaran en desarrollarse toda una serie de rígidas normas que debían respetarse a la hora de su composición. Pero desde finales del siglo XVI empezaron a surgir ya tendencias más aperturistas y renovadoras —lo que terminó denominándose seconda pratica, nuove musiche o stile moderno—, que propugnaban una revisión de los cánones impuestos, con el objeto de dar un paso adelante desde el punto de vista estético-musical y abrir el camino a una nueva sensibilidad con mayor pathos y expresividad, que fue considerada de mal gusto por los más puristas. Como puede leerse en el programa de mano del concierto:
«a las anteriores expansiones líricas y descriptivas, empezaron a añadirse elementos patéticos y graves que, apoyados en un concepto mucho más audaz de la armonía, en el empleo heterodoxo de la interválica y, en ocasiones, en el recurso a la homorritmia y la declamación, condujeron a la música a una tensión expresiva cada vez mayor que iba a ser blanco de las críticas de los conservadores».
Conviene destacar que, dentro de este agitado contexto histórico-artístico, Claudio Monteverdi (1567-1643) se vio envuelto activamente en las disputas habidas por causa de la renovación del género y jugó, de hecho, un papel que iba a resultar decisivo, hasta el punto de que algunas de sus composiciones incluidas en el Quarto libro de madrigali a cinque voci —eje de este concierto— aparecieron mencionadas en un texto crítico dirigido contra la seconda pratica y escrito por el clérigo y teórico Giovanni Maria Artusi (1540-1613), siendo utilizadas como ejemplo de lo que, en su opinión, no debía hacerse a la hora de componer. En dicho tratado, aparecido con el título de L'Artusi, overo della imperfettioni della moderna musica (Venecia, 1600), su autor hablaba de las "groserías" y las "licencias" que el compositor —no mencionaba explícitamente a Monteverdi— se había tomado a la hora de pergeñar sus madrigales siguiendo los nuevos principos. En realidad, Monteverdi iba muy por delante de sus detractores y el citado Quarto libro de madrigali (así como el Quinto, que aparecería publicado en 1605) es un ejemplo de ello, pues en las veinte piezas que lo integran —interpretadas en su totalidad por Les Arts Florissants durante este concierto encontramos, además de la potenciación de la palabra, una serie de libertades armónicas y contrapuntísticas, de acentos en la declamación del canto, de búsqueda de disonancias expresivas que se alejan notoriamente de las rigurosas limitaciones impuestas por la prima pratica y denotan cómo el cremonense había empezado a explorar ya un camino de nuevas sonoridades que le llevaría a la composición de sus más grandes creaciones vocales, dentro de ese nuevo género —la ópera— aparecido sólo unos años antes (1), y al que tanto iba a aportar él mismo con sus tres conocidas obras de L'Orfeo (1607), Il ritorno d'Ulisse in patria (1640) y L'incoronazione di Poppea (1642).

Artusi
Todas estas circunstancias fueron expuestas al público de manera resumida por el bajo Lisandro Abadie, que actuó como improvisado (¿o no?) maestro de ceremonias, introduciéndonos en los vericuetos de lo que íbamos a escuchar. Luego, ya en el terreno de lo musical la velada transcurrió como estaba previsto: excepcionalmente bien. Y no podía ser de otro modo, puesto que Les Arts Florissants es un grupo con el suficiente bagaje y dominio de este repertorio como para dar sorpresas desagradables o decepcionar.

Una interpretación exquisita, delicada —hay que oír con qué suavidad atacan el sonido los componentes del grupo en aquellas composiciones que arrancan en piano—, llena de matices y dotada de un equilibrio y una homogeneidad admirables. Resulta sorprendente comprobar el íntimo grado de compenetración establecido entre Agnew y sus compañeros y cómo un conjunto de cantantes puede llegar a fundir sus voces hasta el extremo de hacernos creer que estamos escuchando un solo y único instrumento politonal de múltiples irisaciones y colores. Predominio casi absoluto de las voces agudas —con dos tenores ligeros y dos sopranos— para un repertorio que Monteverdi escribió pensando en el gusto que su época mostró por las fioriture y los melismas. Y unificándolo todo, desde la línea del bajo, la oscuridad del instrumento del citado Lisandro Abadie y la aterciopelada voz de la contralto Lucile Richardot.



En resumen: otra agradable velada la que esta nueva convocatoria del ciclo Universo Barroco proporcionó a los aficionados madrileños. Esperamos con impaciencia la siguiente (que está al caer en el mes de diciembre).


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(1) Con la Dafne (1597) y la Euridice (1600) de Jacopo Peri (1561-1633). La primera se ha perdido en parte, pero la segunda se conserva íntegra.

martes, 20 de noviembre de 2012

DE CELDAS Y PRISIONES (CON MORALINA INCLUIDA): "IL PRIGIONIERO Y SUOR ANGELICA" EN EL TEATRO REAL



Il prigioniero, ópera en un prólogo y un acto, con libreto y música de Luigi Dallapiccola, basado en La tortura de la esperanza de Auguste Villiers de L'Isle-Adam y La leyenda y aventuras heroicas, alegres y gloriosas de Ulenspiegel y de Lamme Goedzak, de Charles De Coster.— Intérpretes: Deborah Polaski (La madre), Vito Priante (El prisionero), Donald Kaasch (El carcelero/El gran Inquisidor), Gerardo López y David Rubiera (dos sacerdotes). Figurantes.

Suor Angelica, ópera en un acto, con libreto de Giovacchino Forzano y música de Giacomo Puccini.— Intérpretes: Veronika Dzhioeva (Suor Angelica), Deborah Polaski (La tía princesa), María Luisa Corbacho (La abadesa), Marina Rodríguez-Cusí (La hermana celadora), Itxaro Metxaka (La maestra de las novicias), Auxiliadora Toledano (Suor Genovieffa), Maira Rodríguez (Suor Osmina), Rossella Cerioni (Suor Dolcina), Anna Tobella (La hermana enfermera), Sandra Ferrández y Maite Maruri (Dos mendicantes), Lagipsy Álvarez (La novicia), Debora Abramowicz y Carolina Muñoz (dos conversas), Esther González (soprano sola). Figurantes.

Dirección musical: Ingo Metzmacher.— Dirección escénica: Lluís Pasqual.— Escenógrafo: Paco Azorín.— Figurinista: Isidre Prunés.— Iluminador: Pascal Mérat.— Director del coro: Andrés Máspero.— Directora del coro de niños: Ana González.— Pequeños Cantores de la JORCAM. Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real (Coro Intermezzo y Orquesta Sinfónica de Madrid).— Teatro Real de Madrid.— Miércoles, 7 y jueves 15 de noviembre de 2012, 20:00 horas.



TOMANDO como referencia unificadora y motivo temático central la idea de pérdida de libertad —uno más de los muchos temas posibles, todo sea dicho, pero que va en la línea de ese teatro reivindicativo tan del gusto de Gérard Mortier— acaba de representarse en el Teatro Real el tercer título de esta temporada. Bueno, en realidad no se trata de una sola ópera, sino de dos que han sido unificadas (un tanto forzadamente, en mi opinión) a partir del criterio señalado: Il prigioniero, de Luigi Dallapiccola, y Suor Angelica, de Giacomo Puccini.

El experimento no resultaría censurable si ambas óperas hubieran sido compuestas como obras autónomas —según ocurre, por ejemplo, con I pagliacci y Cavalleria rusticana (que, no obstante y merced a la tradición, siempre suelen representarse unidas en la misma función)—, o si las dos quisieran transmitir el mismo mensaje. Pero es el caso que no se da ninguna de estas circunstancias, como veremos inmediatamente.

La segunda de ellas —Suor Angelica— se pensó como complemento inseparable de otras dos piezas (Il tabarro y Gianni Schicchi) y como parte integrante de una obra mayor —Il trittico pucciniano—, que el compositor de Lucca concibió como pieza única e indisoluble. En efecto, era deseo expreso de Puccini que su "tríptico" musical se representara íntegro, sin rupturas ni escisiones, pues con él se había propuesto hacer una obra que homenajeaba a La Divina Commedia de Dante y tomaba como fuente de inspiración su estructura tripartita, estableciéndose una precisa relación entre las tres partes de ésta y las tres óperas de un acto puccinianas, según la siguiente correspondencia (en función de sus respectivos argumentos): "Infierno"/Il tabarro; "Purgatorio"/Suor Angelica y "Paraíso"/Gianni Schicchi. El hecho de que, ya en vida de Puccini, se violentara este deseo del compositor —pues desde el principio se dieron por separado las tres óperas (siendo Suor Angelica la más perjudicada)—, no es excusa para justificar lo que se ha hecho en estas funciones madrileñas, desnaturalizando la voluntad del creador (como, por otra parte, suele ser habitual en la mayoría de las actuales representaciones operísticas, donde los directores de escena suelen justificar sus jugosos honorarios haciendo todo tipo de patochadas y experimentos que desvirtúan la voluntad original de los compositores). Quedaría, por otro lado, el hecho de que el efecto teatral y dramático buscado por Puccini se ve absolutamente desvirtuado cuando las piezas se ofrecen por separado. En este sentido, y tal como señaló hace años de manera muy acertada Mosco Carner en su conocida biografía del músico de Lucca:
«Las pocas producciones completas que he visto demostraron que los contrastes entre las tres obras actúan en y por sí mismos como un poderoso agente dramático, reforzando de manera retrospectiva para el oyente el impacto de cada ópera individual. Además, el efecto acumulativo de todo el Trittico supera en mucho el efecto creado por producciones separadas, por ejemplo, de Il Tabarro o Gianni Schicchi; una observación obvia, es cierto, pero que solemos olvidar. Existe un beneficio estético apreciable en ofrecer las tres óperas en una sola velada, que se pierde totalmente cuando se las produce por separado» (1).



Tampoco existe convergencia temática y argumental entre ambas óperas, al margen de unas pocas coincidencias circunstanciales en personajes y situaciones. Y es que, al contrario que la composición de Dallapiccola, la pequeña ópera de Puccini no fue nunca una denuncia contra los regímenes totalitarios, ni contra nada parecido, sino un bello homenaje al amor materno y, sobre todo, un ejercicio preciosista más del músico de Lucca en torno a le piccole cose y los sentimientos (aunque no estuviera ausente en ella la crítica contra determinadas costumbres arraigadas y cierto anticlericalismo o descreimiento religioso, del que Puccini no estaba libre, como muchos de sus contemporáneos). Pero no olvidemos que el maestro tenía una hermana religiosa, Iginia, que llegó a ser priora del convento de Vicopelago, y no sentía especial animadversión hacia la religión (antes al contrario, pues está demostrada la fascinación del compositor hacia lo sagrado y lo litúrgico).

Puccini en su estudio de la casa de Torre del Lago


Ya puestos a buscar paralelismos, la obra de Dallapiccola se podía haber hermanado, por ejemplo, con Il trovatore verdiano, pues ambas tienen casi más puntos de contacto que las dos obras elegidas para estas veladas: las dos desarrollan su acción en tierras aragonesas (la de Verdi añade, además, Vizcaya); ambas transcurren en épocas muy parecidas (siglos XV y XVI); en los dos casos tenemos a una madre (La madre / Azucena) preocupada por un hijo (El prisionero / Manrico) que acaba con sus huesos en la cárcel y será ejecutado. En Il trovatore, encima, incluso la madre terminará encerrada también; en las dos se presenta un poder opresor (la Inquisición / El conde de Luna) que aplasta cualquier resistencia de los más débiles... En fin, no será por falta de paralelismos. Y encima no habría sido necesario forzar el sentido último de Suor Angelica, quebrantando la voluntad de su autor. Por último, al unir ambas obras se habría obtenido un programa más apañado de tres horas y poco más (en lugar de las dos del experimento mortieriano).

Luigi Dallapiccola (1904-1975)


En resumen: desaprobación generalizada, por mi parte, para un espectáculo que, ya desde su misma conceptualización, resulta fallido, pues consiste en manipular las obras de dos autores —cuyos significados primigenios se desvirtúan— para crear un pasticcio ad maiorem Gerardi Mortieris gloriam, dando como resultado un producto falto de homogeneidad y de sentido (si nos atenemos a la voluntad originaria de los únicos y verdaderos autores: Dallapiccola y Puccini). Bueno, en realidad se prima una obra (Il prigioniero) sobre la otra (Suor Angelica), forzando el significado de esta última para hacerlo converger con la primera, cuando no tienen tantos puntos de contacto como se ha señalado. Para profundizar en esta cuestión, lean el siguiente artículo del siempre brillante Luis Gago, porque es aleccionador y muy divertido. Claro, que nunca llueve a gusto de todos, como puede verse aquí.

Mortier, genio y figura...


El origen de todo el problema, a mi modesto entender, radica en la propia concepción ideológica de la producción —debida a Mortier, por supuesto—, que ha buscado primar un mensaje fundamentalmente político (el de Il prigioniero) sobre otro puramente estético y humanístico (el de Puccini en Suor Angelica), deformando así —como ya he señalado antes— el sentido de esta última obra y dando lugar a una síntesis desequilibrada, en la que se ofrece una imagen errónea y manipulada de la misma, para hacerle decir lo que no quería el compositor. Podemos apuntar, incluso, que el mensaje que Mortier y Pasqual desean transmitir va más allá del mero anticlericalismo que podría haber deseado introducir Puccini y pasa a la crítica directa de la religión —más concretamente del catolicismo—, en una "pirueta intelectual" que, como ha señalado con acierto José Catalán Deus en una larga reseña de estas funciones, «termina en morrón ante cualquier intelecto dialéctico. Resulta forzado —continúa este crítico— el planteamiento unificador de presentar a los dos protagonistas como dos prisioneros, uno de la dictadura política, otra de la dictadura religiosa, dos víctimas de un oscurantismo del que no podrán liberarse ni aún al precio de una transfiguración ilusoria, dos seres dolientes del mismo dolor, de idéntica vulneración del sentimiento y el derecho. El eje conductor termina señalando a donde siempre señalan los ricos y hábiles exponentes de la actual cultura dominante, al catolicismo como raíz de todos los males. Nunca estaremos de acuerdo con tal simplificación grosera. Y mucho menos con que errores pasados se presenten como culpas actuales».

 Pasqual y Metzmacher, directores escénico y musical respectivamente de estas funciones


Y es que, efectivamente, como queda atestiguado en la carta enviada al Teatro Real por Lluís Pasqual para explicar y justificar su propuesta escénica —documento que, bajo el título de Víctimas de la opresión, ha sido publicado en el libro con la programación del coliseo para esta temporada (p. 10)—, lo más importante de las dos óperas, en su opinión, sería el trasfondo religioso-represivo de las mismas (evidente en Il prigioniero, pero no tanto en Suor Angelica), al cual se supedita todo lo demás de la acción (y, lógicamente, en la lectura que de ellas hacen Mortier y el citado Pasqual). Lo más sorprendente de todo es que se haya tomado como base fundamental del experimento un libreto tan mediocre, lleno de tópicos y falto de consistencia dramática como el redactado por Dallapiccola, circunstancia que ha contribuido, en mi opinión, a que la ópera goce de una menor reputación de la que, quizá, merecería al ser uno de los primeros experimentos dodecafónicos italianos. Adaptación de un infumable texto de Villiers de l'Isle-Adam que se hace eco de todos los tópicos transmitidos por la "Leyenda Negra" tejida en torno a la personalidad de Felipe II y su España imperial, cuya elección por el compositor italiano no puede justificarse ni siquiera ante el difícil contexto histórico en que la ópera fue compuesta: durante la II Guerra Mundial, con la Italia fascista y la Alemania nazi dominando Europa y con un Dallapiccola cuya mujer era judía y corría el riesgo de ser deportada por las autoridades. De este modo, y como ha recordado el citado Catalán Deus, «por no enfrentar la contemporánea verdad mussoliniana y colaboracionista de su patria, recurrió a la socorrida y siempre falsa memoria histórica para montar un panfleto antiespañol, un refrito tardío de la leyenda negra, de lo malo que era Felipe II, de lo buenos que eran los rebeldes flamencos y valones y del grado de perversidad de nuestros inquisidores que se dedicaban a juzgar delitos políticos (¡!) y no se contentaban con las peores torturas sino que sembraban falsas esperanzas en el condenando antes de apiolarle». Aunque lo más reprobable es que Mortier, a estas alturas de la película, en una fecha como la actual y sin los condicionantes que pudo sufrir Dallapiccola, haya optado por seguir explotando todos esos tópicos (ya desmentidos por la historiografía) para sacudir una coz (a través de su pasado) al país que le ha acogido en adopción durante su mandato al frente del Teatro Real. En definitiva (y aquí cito de nuevo a Catalán Deus): «un estreno en España que nos podíamos haber ahorrado tranquilamente si no fuera por la agenda oculta y siempre afilada del señor Mortier que dice querer mucho a España pero que al final siempre nos ve quemando herejes. No sabe uno ya como (sic) explicar que a los judíos en España se los expulsó y no se los masacró sistemáticamente como en centroeuropa (sic)». Pero hora es ya de que pasemos a la crónica de esta función.

Auto de fe (por Francisco Ricci, 1683, Museo del Prado)


En el terreno escénico la cosa, como digo siempre, se movió por los derroteros habituales: minimalismo, simbolismo alegórico facilón, escenario casi vacío, parquedad atrezística... En fin, más de lo mismo. El planteamiento de nuestro compatriota Lluís Pasqual ha sido intentar establecer un vínculo escenográfico entre una ópera y otra, utilizando para ello una especie de jaula gigantesca que se mueve sobre una plataforma giratoria y quiere simbolizar una sala de tortura, transcurriendo a su alrededor (o, más concretamente en su interior) toda la acción, de principio a fin de la representación. Dicho entorno —que podría resultar más o menos creíble en el caso de Il prigioniero— funciona mucho peor cuando pasamos al convento de clausura de Suor Angelica. Y es que, por anticlericales que seamos, o por muy antipáticas que nos parezcan la institución monástica y la Iglesia resulta casi imposible compararlas con una sala de tortura (y menos si tiene forma de jaula para periquitos). Se hacía raro ver entrar y salir por las puertecitas de la jaula a las monjas y novicias de la ópera pucciniana. Aunque cosas peores hemos presenciado, desde luego.



Por ello, una vez más, lo mejor de la velada estuvo en la parte musical y, más concretamente, en la orquesta y el coro, pues en el terreno de lo vocal —y salvo alguna excepción— la cosa tampoco fue como para tirar cohetes. El maestro Ingo Metzmacher concertó de manera estupenda, siendo el verdadero protagonista en la primera función y obteniendo una prestación igualmente sobresaliente y muy homogénea en la segunda. Su dirección en Il prigioniero fue atenta, matizada, poderosa y de gran riqueza tímbrica en las dos veladas, lo que no es extraño, siendo como es un auténtico especialista del repertorio contemporáneo. En cuanto a Suor Angelica, si bien es cierto que el día 7 el resultado me pareció algo más irregular —dirigiendo una orquesta algo estruendosa que se las hizo pasar canutas a la sopano Dzhioeva en alguna ocasión—, en la función del día 15 consiguió unificar perfectamente, desde el punto de vista musical y dramático, ambas óperas, a pesar de la enorme distancia estética y sonora que las separa, ofreciendo una lectura bastante buena de ambas. Su prestación contribuyó de manera decisiva al éxito de la velada y al maravilloso fenómeno que, como luego les contaré, se produjo en la sala. Un sobresaliente para el experimentado y eficaz maestro de Hannover.



La actuación de la veterana soprano norteamericana Deborah Polaski —unica intérprete que repitió en ambas óperas— mostró altibajos en las dos funciones. Estuvo convincente en el papel de la Madre y mostró que aún lleva dentro a esa soprano dramática que la ha hecho célebre, aunque los medios ya no son los de antes. En Il prigioniero superó con credibilidad y esfuerzo la difícil tesitura de su personaje, lleno de ascensos a la zona aguda y de saltos interválicos —tan propios de las atormentadas y prosódicas vocalidades contemporáneas—, que ella resolvió a base de gritos, en lugar de con agudos debidamente impostados. También se mostró convincente desde el punto de vista actoral, si bien el rol no tiene demasiada significancia (si exceptuamos el monólogo con que se inicia la ópera). En Suor Angelica, sin embargo, las cosas discurrieron por otros derroteros menos satisfactorios, pues el personaje es trascendental para el desarrollo dramático de la acción (puede afirmarse, incluso, que ésta avanza merced a su breve pero contundente intervención). Pues bien, desde el punto de vista musical Polaski no pudo salvar las dificultades que la vocalidad de la Tía Princesa plantea. La parte fue escrita para contralto (o mezzo con buenos graves) —cosa que no es la soprano norteamericana, ni siquiera en este final de su carrera—, lo cual se echó de ver enseguida. Y pese a que la cantante sigue conservando un buen registro grave, no fue suficiente, en mi opinión. De este modo, la siniestra expresión necesaria para hacer creíble este oscuro, austero e intransigente personaje —ave de mal agüero en toda regla— sólo se consiguió a medias (y mucho más desde el punto de vista actoral que vocal). Y ello a pesar de que la experiencia de Polaski le ayudó a salir adelante con dignidad y verosimilitud (circunstancia a la que contribuyó su esbelta figura, toda vestida de negro por Isidro Prunés).

Polaski, como acongojada madre de Vito Priante y toda señorona en Suor Angelica


El bajo italiano Vito Priante (que, en verdad, más parece barítono, cuerda para la que fue escrito el rol) fue el solista más interesante de Il Prigioniero en la primera de las dos funciones, pero estuvo bastante peor en la segunda, donde fue superado claramente por Polaski. Dueño de una voz sorprendentemente clara para su cuerda, aunque bien timbrada y de centro sólido, se mostró muy creíble en lo actoral y absolutamente entregado, aunque monótono de expresión. Además tuvo dificultades para sobreponerse a la densa orquestación dodecafónica de Dallapiccola (sobre todo en la segunda función), alcanzando con cierta dificultad la zona alta, donde la voz se blanqueaba en exceso (lo cual es un verdadero problema en este papel, bastante dificultoso, pues exige a menudo el ascenso a notas muy agudas para una voz grave).



Los personajes del Inquisidor y el Carcelero —interpretados por el tenor norteamericano Donald Kaasch— fueron lo peor de ambas funciones, merced a la defectuosa lectura que hizo de ellos el intérprete. Se trata de dos roles de carácter (o, mejor dicho, de las dos caras de un mismo arquetipo: el sutil y cruel represor) encomendado a voces tenoriles de escaso peso dramático, con facilidad para ascender a la zona aguda y capaces de crear sonidos en cierto modo algo afeminados, acordes con las sinuosas personalidades que han de caracterizar musicalmente. Pienso en paralelos y me vienen a la cabeza los ejemplos de Mime en la Tetralogia wagneriana, Egisto en Elektra, Herodes en Salomé, etc. En todo caso, dos roles complicados (por su elevada tesitura) y de escaso lucimiento, a los que Kaasch no supo sacar partido alguno. Con una voz blanca, pobre de armónicos y llena de vibrato —no olvidemos que el personaje necesita las peculiaridades vocales ya señaladas, pero que fue creado por un tenor (Mario Binci) que hizo carrera de lírico cantando rodolfos, turiddus, ducas y cavaradossis— fue incapaz de recrear con verosimilitud y de manera cantabile el carácter escurridizo y un tanto andrógino que Dallapiccola quiso dar a estos representantes del poder represivo, solucionando algunos pasajes elevados de su particella (por ejemplo en el dúo del carcelero con el Prisionero de la escena segunda) a base de horribles, destemplados y probretones falsetes, carentes de apoyo y de armónicos. El peor de las funciones, en mi opinion, con diferencia.

Kaasch listo para darle el matarile al prisionero Priante


Correctos Gerardo López y David Rubiera en sus esporádicas intervenciones como sacerdotes, y muy bien el Coro (una vez más) en sus intervenciones fuera de escena, pues sonó en verdad imponente, como lo exige la música litúrgica que han de interpretar.



En el reparto de Suor Angelica destacó, obviamente, la soprano rusa Veronika Dzhioeva, dando vida al rol protagonista y titular de la ópera. Una cantante a la que ya pudimos oír en la Iolanta de la pasada temporada, dueña de un instrumento lírico de color oscuro y centro interesante, pero que no destaca por los graves y resulta algo corto en la zona alta. Esta última carencia fue decisiva a la hora de recrear con absoluta eficacia y credibilidad a la atormentada monja pucciniana, pues el compositor de Lucca le escribió algunos momentos verdaderamente exigentes y de considerable importancia dramática en esta franja de la tesitura. Momentos que, además, van acompañados por una gran densidad orquestal (así en las partes más tensas del dúo con la tía Princesa, cuando grita Mio figlio, mio figlio! o la impele a decirle qué ha sido de su hijito; en el cierre de la hermosa La grazia è discesa dal cielo, en el momento previo a la muerte, etc.). Todo ello no impidió, sin embargo, que la soprano superara con cierta facilidad, elegancia y expresividad el cierre de Senza mamma (con un bonito piano sostenido) y la nota sobreaguda en el Amen! que cierra la escena del encuentro con la tía Princesa, que sonó especialmente brillante y trimbrado en la segunda función. En términos generales Dzhioeva se mostró bastante fría y distante en la primera de las dos representaciones, pero en la del día 15, a partir del dúo con Polaski, se produjo ese milagro que sólo se da en algunas ocasiones —¡cosas del teatro!— y la interpretación se transformó en algo completamente distinto: la cantante dio muestras de una intensidad vocal y expresiva, de una delicadeza, de una ternura y de un dolor que resultaron estremecedores, haciendo que en la sala se respirara la emoción que Puccini había querido transmitir con su obra. Hasta tal punto fue así y la cantante estuvo conmovedora —a lo que contribuyó, desde luego, el estupendo acompañamiento de Metzmacher— que mi encantadora media naranja nibelúngica —persona que no gusta demasiado de la ópera, pero que me acompaña siempre que puede y a la que servidor no le había contado el argumento de la ópera (con toda intención, claro está)— se puso a llorar como una Magdalena. Me quedé ciertamente impresionado, pues es la primera vez que la veo reaccionar así en un espectáculo. Y lo mismo le ocurrió, al menos, a dos señoras que había más hacia la izquierda (según me dijo). He de reconocer que incluso yo, llevado quizá por lo que sabía estaba ocurriendo a mi vera, también me sentí muy "tocado". Hay que reconocer, en este sentido, que Puccini era un genio y consiguió, una vez más, su objetivo de transtornar al auditorio con la pura belleza. Disparaba directo y certero al corazoncito el de Lucca (cosa que, al parecer, no le perdona Mortier). Y aunque resulte en ocasiones blandengue (e incluso ñoño) es indudable que en cuestiones de teatro sabía muy bien lo que se hacía.



El resto del reparto conventual estuvo aseado, aunque me gustaría destacar especialmente a Auxiliadora Toledano, que hizo una simpática Sor Genovieffa e interpretó con gusto, estilo y musicalidad su cancioncilla del corderito (Soave Signor Mio).



Una sala llena de huecos por todas partes (en algunos lugares como la platea, el entresuelo o el patio de butacas era escandaloso) y gran número de entradas sin vender en todas las funciones fueron el testimonio de una realidad que empieza a ser preocupante en el Teatro Real. Los más optimistas achacan esta circunstancia solamente a la crisis, que golpea con fuerza a nuestro país y que se ha dejado sentir en la capacidad adquisitiva de la gente. Por el contrario, entre los más pesimistas (o entre quienes simplemente creemos que Mortier se equivoca con sus propuestas teatrales), pensamos que, al margen de la realidad económica, también ha pesado lo suyo el extraño y poco atractivo programa elegido. De hecho, en la función del día 7 hubo desbandada general (al menos en la zona donde yo estaba sentado). ¡¡Y eso que luego venía lo de Puccini!! Por cierto, ahora que digo esto me pregunto si el orden de presentación de las óperas incluidas en este pasticcio innecesario fue casual. ¿Por qué primero Il prigioniero y luego Suor Angelica, y no al revés, cuando la lógica didáctica y cronológica aconsejaba haberlo hecho al revés? Yo, desde luego, tengo respuesta...



Y para finalizar una queja y una denuncia (todo en uno): en la función del día 7 fue impresentable la actitud de algunos miembros del Coro, que mientras se colocaban en los puestos que les fueron asignados para cantar fuera de escena —concretamente en un área reservada de las tribunas, junto a la boca del escenario— no dejaron de cuchichear, reírse y hacer todo tipo de ruido, molestando con ello al público que se sentaba cerca de ellos. Debo precisar que, en general, los ocupantes de las localidades altas (paraíso, tribuna, etc.) sufren (sufrimos) todo tipo de inconvenientes: ruido, mayor cercanía de luces y focos, ahora también las fiestas particulares que se montan algunos integrantes del coro, etc. Por soportar, incluso, hasta tenemos que aguantar también las genialidades de los directores de escena actuales, que dando muestras de su falta de respeto hacia una parte del público —o dando muestras evidentes de que no tienen ni puta idea de cómo anda el percal (y perdonen ustedes la dureza y ordinariez de la expresión)—, acostumbran a pasarse por el arco de triunfo las normas mínimas de coherencia espacial y visibilidad, utilizando de manera muy incorrecta la caja escénica y olvidándose por completo de que hay vida más allá del patio de butacas y la platea. De ahí que monten sus cuadros minimalistas sin tener la menor consideración por el ángulo de visión —bastante deficiente, por cierto— que se tiene desde muchos puntos de las plantas altas del teatro. Por no hablar de las numerosísimas localidades que presentan visibilidad reducida o nula (una auténtica vergüenza, sobre todo porque estamos hablando de un teatro que se hizo prácticamente ex novo en 1997). De este modo no es ni mucho menos infrecuente que buena parte de los decorados y de los efectos escénicos queden ocultos a los espectadores que ocupan estas localidades altas, que no se vea bien a los intérpretes (a este respecto me acuerdo de la maravillosa aportación que hizo Álex Rigola en el acto I del Holandés de la temporada 2009/2010, donde la estructura que recreaba los barcos de Daland y el Holandés era tan elevada que las cabezas de los cantantes quedaban tapada por la parte superior de la boca del escenario para los espectadores de paraíso), que se acostumbre a situar buena parte de la acción en los laterales más extremos del teatro —cuando todos sabemos la falta de visibilidad que hay de esos espacios desde muchos puntos del aforo—, en lugar de ubicarla en el centro del mismo, que se haga entrar a los cantantes en el escenario desde las puertas de ingreso al patio de butacas (como ocurrió en aquellos Pagliaci/Cavalleria rusticana de la temporada 2006/2007, en los que Giancarlo del Monaco puso a cantar a Juan Pons en un lugar donde no podíamos verle quienes estábamos arriba), etc. En fin, toda una serie de despropósitos que muestran no sólo desconocimiento de las necesidades espacio-teatrales, sino absoluto desprecio por el público. Estos directores están encantados de conocerse y sacrifican todo lo demás —incluida claridad y buena visibilidad— a "sus" particulares propuestas escénicas (generalmente incoherentes y faltas de rigor). Pero claro, tienen que justificar sus más que generosas retribuciones...

Dos víctimas del gallinero


NOTA: Encabezando la entrada una de las Carceri d'invenzione de Giovanni Battista Piranesi (ca 1761)

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(1) Mosco CARNER, Puccini, Javier Vergara, Buenos Aires, 1987, pp. 504-505.

domingo, 4 de noviembre de 2012

DE ZARES Y REINAS: "BORIS GODUNOV" Y "RODELINDA" SE PASEAN POR MADRID



Boris Godunov, ópera en diez escenas, con libreto y música de Modest Musorgski, basado en el drama histórico homónimo de Aleksandr Pushkin.— Dirección musical: Hartmut Haenchen.— Dirección escénica: Johan Simons.— Intérpretes: Günther Groissböck (Boris Godunov), Alexandra Kadurina (Fiódor, hijo de Boris), Alina Yarovaya (Yenia, hija de Boris), Margarita Nekrasova (La nodriza de Yenia), Stefan Margita (El príncipe Chuiski), Yuri Nechaev (Andrei Chelkalov), Dmitry Ulyanov (Pimen), Michael König (Grigori, el falso Dimitri), Julia Gertseva (Marina Mnishek), Evgeny Nikitin (Rangoni), Anatoli Kotscherga (Varlaam), John Easterlin (Misaíl), Pilar Vázquez (La tabernera), Andrey Popov (El idiota), Károly Szemerédy (Nikitich), Fernando Radó (Mitiushka), Antonio Lozano (Un boyardo de la corte), Tomeu Bibiloni (El boyardo Kruschov), Ángel Rodríguez (Levitski), Rodrigo Álvarez (Chernikovski).— Pequeños Cantores de la JORCAM. Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real (Coro Intermezzo y Orquesta Sinfónica de Madrid).— Teatro Real de Madrid.— Martes, 16 de octubre de 2012, 19:00 horas.


Musorgski hacia el final de su vida
MAGNÍFICA oportunidad la que nos ha brindado Gérard Mortier esta temporada recién iniciada a los aficionados, al programar un Boris Godunov de los más completos que puedan verse encima de un escenario. Y es que, a la versión revisada de cuatro actos con nueve escenas que Modest Musorgski presentó en el Teatro Mariinski de San Petersburgo el 27 de enero de 1874 —que ha sido la elegida para esta ocasión, al contrario de lo que ocurrió en la temporada 2007/2008, donde se escenificó la de 1869 con alguna modificación—, se ha añadido la escena sexta de esta última versión en tres actos de 1869: concretamente la que transcurre ante la catedral de San Basilio de Moscú y en la que el personaje del Idiota hace su aparición por vez primera. Así pues, muchas gracias a Mortier. Y aunque un servidor es claramente contrario a sus planteamientos teatrales, sin embargo debo reconocer que "de bien nacidos es ser agradecidos", y que ha resultado ser un acierto total la elección señalada a la hora de programar. Principalmente, porque hasta los años setenta del pasado siglo no era habitual representar esta ópera en la versión mencionada, sino que se elegía, de modo habitual (incluso en la antigua Unión Soviética), la versión orquestada por Rimski-Korsakov (que desnaturalizó, en exceso quizá, el proyecto original de su amigo). En segundo lugar, porque nos permite apreciar en toda su dimensión y alcance el tipo de obra (y de música revolucionaria) que imaginó Musorgski. Un compositor al que muchos de sus colegas contemporáneos no llegaron a comprender del todo o despreciaron abiertamente (es el caso de Chaikovski), pero que rompió con los convencionalismos de la época y fue saludado por otros como estandarte de un nuevo arte musical. Tal como ha señalado Carl Dahlhaus: «Musorgski mostraba sin duda el mayor desprecio posible por las convenciones del siglo XIX. No sólo desdeñaba el estilo de ópera italiana que encajaba la melodía en movimientos rítmicos iguales, determinados por una limitada selección métrica, también le resultaba pedante y mecánica la música instrumental alemana con su repetición mecánica de motivos para construir temas» (1). El objetivo fundamental de Musorgski fue crear una obra aglutinadora, en la que música y palabra se fundieran de manera natural. En este caso, la atención a la prosodia, a reproducir musicalmente la palabra hablada, juega un papel de primer orden y es algo a lo que el compositor prestaría una gran atención. No hay en la partitura musorgskiana lugar para el adorno, los melismas, las agilidades: se pide sólo canto nítido, puro, natural, prosódico. Así pues, recitativos continuos y ariosos plenamente sometidos al idioma ruso, como base esencial de la composición.

Aleksandr Pushkin, autor de la obra de teatro original que inspiró el libreto


Sin embargo, no parece haber sido este deseo "completista" de los responsables del Teatro Real acicate suficiente para un crítico como Luis Gago, quien ha señalado en un documentado artículo algunos peros destacables de esta producción. En primer lugar, la inconveniencia de programar en este inicio de temporada e inmediatamente después de una ópera en versión de concierto —la ya mencionada Moses und Aron, cuya crítica publicamos aquí mismo días atrás— una obra que, como Boris Godunov, ha sufrido todo tipo de alteraciones y transformaciones desde el momento de su creación. En segundo término, la incongruencia de presentar como novedoso algo que, a la postre, no lo es —pues ya se ha hecho otras veces (me refiero a la inclusión de la escena de la catedral de San Basilio de la versión de 1869)— y de ofrecer en la misma ópera dos cuadros que tienen una música prácticamente idéntica —el mencionado de San Basilio y el que transcurre en el bosque de Kromi—, puesto que Musorgski compuso este último para su versión de 1872, y con el objeto de que sustituyera precisamente al primero de ambos (el de San Basilio).

Cuatro de los cinco compositores rusos miembros de El Gran Puñado (de izquierda a derecha
y de arriba abajo: Balákirev,Rimski-Kórsakov, Musorgski y Borodin. Falta César Cuí).
En el centro su gran opositor: Chaikovski


Generalmente no suelo ser partidario de que se introduzcan en las obras ningún tipo de alteración que trastoque o desnaturalice la voluntad original del compositor (de ahí mi inquina contra los actuales directores de escena). Pero como en este caso no sabemos realmente bien cuál pudo ser la de Musorgski (ya que nos dejó dos versiones de la ópera perfectamente válidas) y además estamos hablando de música compuesta por el propio autor creo que es lícito acogerse al dicho de "burro grande, ande o no ande", y a poder disfrutar de más compases por el mismo precio. De manera que, pese a las contradicciones dramáticas que puedan derivarse de haber puesto en la misma obra dos escenas cuyo contenido puede llegar a ser contradictorio —en la de la catedral de San Basilio el pueblo aparece como un ente pasivo, sojuzgado y suplicante, mientras que en la del bosque de Kromi se nos muestra activo y violento, siendo el motor que trae la revolución y sienta en el trono al usurpador Grigori—, no me parece mal esta iniciativa adoptada por los responsables de la producción. Sobre todo, porque como se ha señalado, con ello se pretendía «mostrar la ruptura ideológica entre ambas versiones» (2). Por todo ello, y aunque las observaciones de Gago son muy atinadas, no puede negarse el hecho de que ha sido la primera vez que vemos en Madrid esta ópera en tales condiciones, lo cual es de valorar y agradecer. Y ello a pesar de que no ha dejado de presentar numerosos desaciertos, tanto en la parte escénica como en la vocal. Y de eso, precisamente, hablaré a continuación.

Boris Godunov y la zarina Martha, según la visión del pintor Nikolai Nikolievitch Gay
en un cuadro fechado en 1874 (Museo de Arte de Samara, Rusia)


Les confieso que de la puesta en escena preferiría no hablar, pues tal y como se abordan hoy día es un aspecto teatral que me aburre y suele parecerme demasiado insensato y pretencioso. Pero en una crítica que pretende ser lo más objetiva y completa posible —por difícil que esto pueda llegar a resultar— parece ineludible decir algo sobre este aspecto de las representaciones; sobre todo en nuestro tiempo, donde han alcanzado tanto predominio que parecen ser el objeto último del espectáculo. Pues bien, tuvimos más de lo mismo: quiero decir, la típica puesta en escena minimalista, intemporal, alegórica y carente de imaginación de siempre. Lo cierto es que empieza a ser preocupante (y aburridísima) la falta de ideas de los actuales directores de escena y su tendencia a crear espectáculos que parecen cortados todos por el mismo patrón. Se diría que los producen en serie, pues no sólo coinciden en el hecho de no respetar prácticamente nunca el marco ambiental y cronológico original de los libretos, sino que la mayoría suele buscar soluciones muy parecidas y ya descritas.

De derecha a izquierda Mortier, Haenchen y Simons, presentando la "cosa" el pasado 28 de septiembre


En el caso concreto que nos atañe, un escenario presidido por una enorme estructura gris y salpicada de desconchones que simulaba un edificio desvencijado de viviendas, con el estilo característico de la arquitectura soviética de los años 50-60, es lo que nos propusieron el director de escena holandés Johan Simons y el escenógrafo-iluminador belga Jan Versweyveld como marco prácticamente inalterable en el que desarrollar las vicisitudes del famoso zar de todas las Rusias. Lo ideal, vamos, para una ópera con abundantes pasajes corales y rica en situaciones llenas de boato: palacios, los zares, la corte, el alto clero ortodoxo...



En el centro de dicha estructura subía y bajaba una especie de pasarela abalconada que fue la única en dar algo de movilidad al conjunto. Al parecer, y según puede leerse en uno de los artículos incluidos en el libreto que vende el teatro por 10,00 euros (donde se nos ha escatimado el texto original ruso, por cierto), Simons y Versweyveld se habrían inspirado en el edificio Gosprom, ubicado en la ciudad ucraniana de Járkov. Una estructura propia de la arquitectura soviética constructivista que aquí vendría a simbolizar la eternidad (sic) y sería una metáfora de la intemporalidad de Rusia y de su pueblo, opuesta a la perennidad de sus líderes políticos y religiosos (antiguos y actuales), que estarían representados por el balcón de sube y baja. En fin, Serafín. Una metáfora demasiado simplona y burda, que ni aportó belleza a la escena —más bien todo lo contrario, pues se trata de un montaje feísta y poco imaginativo—, ni facilitó el movimiento de los intérpretes sobre el escenario. El objetivo de Simons era sencillo y previsible: establecer una línea de unión, un continuum entre pasado y presente, para transmitir la idea de que poco ha cambiado la Historia cuando se trata del poder y de cómo obtenerlo. Los políticos apenas han variado desde los tiempos de Boris (el siglo XVI) y sólo hay una cosa cierta: el pueblo es siempre quien sufre y padece los actos de sus gobernantes.



No fueron las cosas mucho mejor desde el punto de vista del vestuario, el atrezzo o la dirección de actores. La supuesta intemporalidad de la propuesta hecha por Simons vino dada, en este caso, por un batiburrillo de ropa tan dispar como fea en la que se combinaban el sobrio conjunto de traje de chaqueta y corbata de Boris, con los diferentes ropajes (incluido un uniforme de camuflaje militar) que lució el falso Dimitri, pasando por el feísimo e incómodo modelito con corona de Marina en el acto polaco (que se las hizo pasar canutas a la intérprete durante un buen rato). Con la excepción del alto clero ruso, del monje Pimen y del propio Boris en la escena de la coronación, todos los intérpretes se vistieron con trajes actuales, en una pirueta de supuesta originalidad muy típica de los registas y los figurinistas actuales (que cuando renuncian a los manidos guardapolvos optan por usar trajes de chaqueta). Mención aparte merece la escena de la taberna, donde a la pobre Pilar Vázquez la vistieron de tal modo que parecía una Gracita Morales punk. Es cierto que el propio Mortier advirtió, antes del estreno y a través de los medios de comunicación, que el presupuesto del teatro ha sufrido un drástico recorte, y que ello se iba a dejar sentir de manera muy especial en este montaje del Boris. Dijo, también, que los responsables del vestuario se habían visto obligados a comprar en tiendas de la zona para abaratar costes. Pero ni siquiera tales motivos justifican el desaliño y, sobre todo, la falta de imaginación que se veía sobre el escenario. Vamos, que si hubieran ido a un chino de "todo a cien" seguro que habrían conseguido el mismo efecto y a un precio más barato aún. En fin, Serafín... Un cero patatero, pues, también para Wojciech Dziedzic, figurinista de esta "modesta" producción.

Boris y el alto clero fueron los únicos que escaparon a la escabechina organizada por el figurinista Dziedzic



Los intérpretes en la escena de la taberna durante un ensayo y con ropa de calle (me parece).
Tampoco hubo tanta diferencia con lo que pudimos ver, finalmente, en las funciones


Querría detenerme un instante para recordar otra "gran" aportación de Simons: la presencia constante sobre el escenario de personas y situaciones que nada tenían que ver con la acción principal. Así, por ejemplo, el caso de figurantes que, vestidos como si fueran técnicos y asistentes del teatro, aparecían interactuando con los intérpretes y retirando todo tipo de bártulos ante la mirada confundida del espectador. ¿A qué vino que la ambiciosa Marina entregara su incómoda corona a una muchacha que entró en el escenario sólo para recogerla? ¿Y qué pintaban otros dos técnicos enrollando la alfombra sobre la que caminan Pimen y Grigori, cuando el primero desvela al segundo la vinculación de Boris con el asesinato del zarevich Dimitri? Por no hablar del momento en que los integrantes del coro se cambian de ropa delante del público en el acto polaco. ¿Y qué decir de las cutres escenas del zar con sus hijos, metidos en uno de los ventanales de sube y baja, rodeados de cachivaches y con Boris toqueteando una bola del mundo (¿en una especie de guiño a Chaplin en El gran dictador, o bien como metáfora facilona del ansia por el poder?). Por no hablar de la escenita en que el zarevich Fiódor filma a su padre con un vídeo, mientras éste interpreta uno de los pasajes más conmovedores e importantes de la obra (el monólogo Dostig ya vyshev vlasti, sobre el poder y la culpa), rompiéndose así el hechizo que la bella música de Musorgski transmite y todo el dramatismo implícito en la misma. Se ha insinuado que todas estas absurdeces pudieran ser guiños actualizados al teatro de Bretch y a sus propuestas sobre el extrañamiento y la puesta en escena, pero francamente aunque fuera así, creo que funcionaron bastante mal en la producción y sólo sirvieron para distraer a los espectadores de la acción dramática que realmente importaba.

Boris, con sus retoños, en el chiringuito que se les preparó para estas funciones: ¡todo un lujo digno de los zares!


En el terreno musical las cosas discurrieron por derroteros algo mejores pero, en todo caso, bastante irregulares (sobre todo en lo que atañe a los cantantes). La dirección de Hartmut Haenchen —que concertó de manera excelente, en este mismo Teatro Real, la Lady Macbeth de Mtsensk de Shostakóvich la pasada temporada— fue enérgica y poco matizada, quizá buscando con ello desplegar sonoridades más crudas, sombrías, salvajes y directas, en un intento de acentuar ciertas peculiaridades de la música de Musorgski (rudeza, falta de brillantez y de sensualismo, folclorismo...) para alejarla, así, del refinamiento que proporcionaron a la obra los posteriores arreglos de su amigo Rimski-Korsakov. Sin embargo, el efecto buscado (si es que fue tal y no se debió a otras causas) perjudicó al conjunto, pues a pesar de las características señaladas la obra ofrece situaciones dramáticas y ambientes suficientes como para requerir una mayor matización de dinámicas y colores orquestales. En este sentido, no se puede emplear el mismo sonido para una escena de boato como es la de la coronación, que en la del acto polaco; ni comparar la intimidad de la cámara de Boris con la vulgar escena de la taberna, o la multitudinaria del bosque de Kromi. Hacen falta, pues, muchos matices que no se oyeron por ninguna parte. Aunque, en términos generales, la prestación orquestal fue aceptable.

Haenchen (a la izquierda) junto al "perpetrador" Simons


El papel de Boris es uno de los más hermosos y deseados que se han compuesto para la voz de bajo o bajo-barítono en toda la historia de la ópera. Tiene grandeza dramática, complejidad psicológica —no en balde, la fuente de inspiración de Pushkin fue Shakespeare, a cuyos grandes personajes relacionados con el poder (Macbeth, Hamlet, Rey Lear), se asemeja la figura del zar de manera evidente—, hermosos pasajes melódicos y se presta magníficamente al lucimiento escénico y vocal del cantante que lo asuma como rol. Grandes intérpretes históricos lo hicieron suyo en el pasado, obteniendo gracias a él noches de gloria y reconocimiento sin par, al tiempo que iban perfilando unos antecedentes canoros y dramáticos que el aficionado conoce bien y que han ido dejando muy alto el listón de las comparaciones. Desde el mítico Fiodor Chaliapin —de quien ya hemos hablado aquí en alguna ocasión— a Mark Reizen, pasando por Ezio Pinza, Alexander Kipnis, Alexander Pirogov, Boris Christoff, George London o Nicolai Ghiaurov, hasta llegar al estupendo bajo alemán René Pape —el único, quizá, que a día de hoy puede emular con justicia a sus gloriosos colegas de antaño—, todos los representantes de estas cuerdas han convertido al personaje de Boris en uno de sus principales caballos de batalla.

De izquierda a derecha una imagen de los cantantes enumerados en el texto


Lo tenía muy difícil, por tanto, el joven bajo austríaco Günther Groissböck para recrear con credibilidad y justicia al atormentado zar de todas las Rusias. Y pese a poner entrega y buena voluntad terminó naufragando, según mi modesta opinión. Aunque el papel fue creado por un barítono —el ruso Iván Mélnikov (que, imagino, tendría buenos graves)—, la voz de Boris necesita un cantante de oscuras sonoridades, buenos medios, gran apoyo para cantar frases amplias, importantes graves, línea noble y acento sufriente, de ahí que el rol haya sido confiado en más de una ocasión a bajos profundos con facilidad para ascender a la zona aguda. Sin embargo, Groissböck no posee estas características (al menos de momento, ya veremos en un futuro), por ello su lectura careció de empuje vocal y de enjundia dramática, no siendo capaz de recrear ante el público la compleja evolución psicológica que el personaje experimenta a lo largo de la obra. Su voz, pese a tener cierto empaque, resulta demasiado clara, corta de emisión, con graves débiles e incapaz de alcanzar los tonos oscuros, dramáticos, insondables que requiere el papel. Por otro lado, he de reconocer que tampoco ayudó demasiado a meterse en situación el insípido y funcional vestuario usado para la ocasión, pues no daban a Groissböck la prestancia y solemnidad que unas buenas ropas de zar otorgan al cantante que las vista. Vean, si no, el siguiente vídeo con Boris Christoff para darse cuenta de lo que quiero decirles (dejando al margen, claro está, las abismales diferencias musicales que separan al estupendo y un tanto histriónico bajo búlgaro de nuestro "pequeño" Boris madrileño). ¿Ya lo han visto? Pues bien, creo que la comparación no admite debate alguno...

 Groisböck-Godunov en una imagen promocional


El gran triunfador de la velada, con gran diferencia, fue Dmitry Ulyanov que se puso en la piel del adusto, tradicionalista y un tanto siniestro monje Pimen. La parte necesita un bajo de graves rotundos, tonos siniestros y expresión solemne, capaz de interpretar a un iluminado en el que convergen los rasgos del profeta carismático y el político reaccionario, conservador de la tradición. Un personaje bastante antipático que, sin embargo, juega un importante papel narrativo en la acción. Ulyanov estuvo perfecto en todo momento, especialmente en su escena de la celda (acto II), aunque también resultó muy convincente y amenazador en el enfrentamiento con Boris, al que se comió por los pies. Cumplió de sobra con las exigencias vocales de su parte: voz oscura, potente, anchurosa, con autoridad, buen fraseo y una estupenda línea de canto, siempre al servicio de lo que pide la partitura musorgskiana (adecuación a la prosodia, canto declamado y natural, muy idiomático). Teniendo todos estos elementos a favor, la construcción del personaje ya está hecha en su mayor parte. Y aunque la faceta actoral sea también importante, lo cierto es que basta con cuatro pinceladas —que Ulyanov dio— para salir triunfante: en este sentido, fue suficiente con andar despacito y un poco encorvado para que todos tuviéramos la sensación de que nos hallábamos en presencia de un venerable anciano, y no ante un cantante treintañero. Dada la buena prestación que hizo el joven bajo ruso —al que ya tuvimos la ocasión de ver la pasada temporada en Les Huguenots y en Iolanta—, muchos nos preguntamos (tal como ha hecho Luis Gago en la crítica referida) por qué demonios no le fue encargada a él la parte protagonista de la velada, con lo cual todos habríamos salido ganando. Una gran ovación —la mayor— al final de la representación fue la prueba evidente de su incuestionable éxito.


Arriba Ulyanov con Evgeny Nikitin, intérprete de Rangoni en estas funciones.
Abajo recogiendo los merecidos aplausos del público madrileño


Completamente distinto fue el caso del tenor germano-canadiense Michael König, quien construyó un Grigori Otrepiev/falso Dimitri desilusionante desde todos los puntos de vista. Como actor el cantante no transmitió demasiado sobre el escenario, aunque lo peor vino de la parte musical. La voz es fea de natura: suena entubada, con un tono atiplado que rompe cualquier rasgo de virilidad o lirismo, siempre tirante y destemplada en la zona alta... Pero es que, además, el cantante la maneja con poca gracia e imaginación. Demasiado forzado, estridente, con pocas matizaciones... En el acto polaco —el de mayor lucimiento para su escurridizo personaje, pues tiene el dúo con Marina— König se mostró plano, tosco y poco imaginativo, pasándolas canutas para alcanzar las cotas más elevadas de su particella. Ya habíamos oído anteriormente a este cantante en otras tres funciones del Real durante la temporada 2010/2011: como Jim MacIntyre en Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny (Aufstieg und Fall der Stadt Mahagonny), de Kurt Weill (febrero de 2011), como Leproso en el Saint-François d'Asisse (verano del 2011) y como Sergei en la Lady Macbeth de Mtsensk (diciembre de 2011). Pero en los tres casos el tenor tenía que abordar roles mucho menos cantabiles y con una línea vocal menos lírica y más desgarrada e irregular que la del pretendiente Grigori, más volcada en el canto declamado, de modo que los defectos de König quedaban así algo más disimulados. Por esta razón, sin ser como para tirar cohetes se mostró cumplidor en los tres papeles mencionados (sobre todo como Sergei en la Lady). El rol del falso Dimitri, por el contrario, requiere intérpretes con un instrumento mucho más rico que el de König y actores convincentes y efectivos, capaces no sólo de transmitir la ambigüedad que este sinuoso personaje despliega a lo largo de toda la obra, sino también de expresar esos acentos heroicos —sui generis, pero heroicos a la postre— de los que tampoco carece (por ejemplo en la conversación con Pimen, cuando declara su intención de hacerse pasar por el zarévich Dimitri; en su disputa con Marina; en el bosque de Kromin...), así como alcanzar momentos de clara efusión lírica y amorosa (dúo con Marina en el acto polaco), por lo que se hace imprescindible que el tenor encargado de interpretarlo tenga una voz más lírica y con mayor cuerpo. Pero nada de esto pudimos ver en la función que comentamos. Lástima, porque el personaje es muy importante.

König (con Gertseva) en el dúo de amor del acto polaco. ¿Quién lo diría, verdad?
¿Han visto algo menos poético que estas actitudes? Parece que le fuera a quitar las durezas de los pies


El tenor protagonista que sí estuvo bien, francamente bien, fue Stefan Margita, en la piel del sinuoso e hipócrita Príncipe Shuiski (o Chuiski). Y ahora que lo pienso: aquí se produjo, en mi opinión, otro error de cásting, porque creo que König habría interpretado mucho mejor este rol, dejando el del falso Dimitri para Margita, que lo habría cumplimentado con mayor solvencia. Pero bueno... En todo caso, el cantante eslovaco lució una buena voz de lírico, con proyección y un dominio absoluto del canto idiomático exigido por Musorgski. Su labor (vocal y escénica) pudo haberse visto mucho más realzada en el caso de haber tenido enfrente a un Boris más enjundioso y efectivo que el de Groisböck. Uno de los intérpretes triunfadores.

Margita, el primero por la izquierda, junto a Ulyanov y Nikitin. Tras ellos, a la derecha del todo, Andrés Máspero
(director del estupendo Coro Intermezzo) y algunos integrantes del mismo. He puesto esta foto Opera Cake),
 que le roba protagonismo a Margita, para que se hagan una mejor idea del nivel en el que se movió
el vestuario y el atrezzo. Para mandar a Siberia a sus responsables, no me digan...


La Marina de Julia Gertseva resultó también muy interesante, aunque más desde el punto de vista musical que del escénico. Claro, que en su descargo por este último hecho hay que decir que le fue prácticamente imposible moverse a causa del ridículo y feísimo vestido acampanado en que la enfundó el figurinista Dziedzic: una horrible estructura de color rosa con armadura y enormes plisados que cubría por completo con su vuelo una plataforma circular sobre la que estaba subida la cantante. Para colmo, además de ir embutida en este horror Gertseva iba tocada por una incomodísima y gigantesca corona que apenas se mantenía derecha y que hubo de sujetar todo el rato con su mano mientras cantaba. Cuando al fin pudo salir de esa trampa saducea la mezzo se mostró mucho más gestual y creíble, apareciendo sugerente en su dúo con el falso Dimitri. En cualquier caso, la voz sonó cálida, con agradable vibrato y se proyectó maravillosamente, llenando la sala sin dificultad y sobreponiéndose fácilmente a la orquesta. Se trata de un instrumento carnoso y con cuerpo que ofrece un registro muy homogéno, aunque pasó algunas dificultades en la zona aguda. De todas formas no es éste un detalle demasiado importante, puesto que la línea de canto del personaje se mueve, más bien, por la zona central y grave. Correcta como actriz y bien en lo vocal.

Gertseva pasándolas canutas en el feísimo "acto polaco" de este feísta Boris Godunov



El Varlaam de Anatoli Kotscherga —Pimen en las funciones del Godunov que pudimos oír en el Real durante la temporada 2007/2008 e ilustre Boris de otras épocas— me defraudó bastante. El vozarrón sigue ahí, de eso no cabe duda, pero el cantante apenas si lo utilizó para algo más que gritar. Completamente equivocado en la construcción del personaje, el veterano bajo ucraniano nos ofreció un Varlaam en exceso histriónico y payaso, como quedó atestiguado al interpretar su gran escena con la famosa canción de la taberna (Una vez, en la ciudad de Kazán - Kak vo gorode bilo vo Kazani). Y todo ello de manera equivocada, a mi modesto entender, pues a pesar de su toque picaresco y popular ese monje vagabundo y relajado que es Varlaam oculta una personalidad mucho más siniestra y manipuladora de lo que pudiera dar a entender su comportamiento despreocupado y alegre en la mencionada escena de la taberna. No hay más que ver cómo se comporta en el último cuadro (el del bosque de Kromi), junto a su compadre Misaíl, para percatarse de lo que digo. Por esta misma razón, la vocalidad de Varlaam no está tan alejada como pudiera parecer de la que posee el grave y trascendente Pimen. Nos hallamos ante otro bajo con sonoridades graves, pero que debe ser cantado marcando las diferencias de personalidad.

Kotscherga (primero por la derecha) saludando al final del espectáculo junto a Popov y Nikitin Opera Cake)


No estuvo nada mal el idiota de Andrey Popov. He de reconocer, no obstante, que se trata de un papel por el que siento debilidad, y aunque sus intervenciones son breves (en una versión normal sólo aparece una vez: bien en la escena de la catedral de San Basilio, bien cerrando la del bosque de Kromi), sin embargo siempre me resultan impresionantes y conmovedoras. Sin duda, por la melodía quejumbrosa y doliente que Musorgski compuso para él. Es una lástima que al pobre Popov le colocaran, junto a la preceptiva cacerola en la cabeza que viene señalada en el libreto, sólo una especie de camisón, quizá con la idea de hacerle parecer aún más idiota de lo que tiene que ser su personaje. Pero claro, resultaba poco creíble ver al personaje moverse por ahí en paños menores en una Rusia donde, se supone, las temperaturas son bastante bajas. Parecía más el tonto de un pueblo mediterráneo o el característico Napoleón de manicomio, antes que el carismático iudodivi o iluminado carismático en el que se basa el personaje y cuyo "inocente" consejo buscaban los poderosos. A pesar de todo, y abstrayéndose de estos pequeños detalles, su interpretación resultó creíble y conmovedora. Y como muestra un botón: aquí pueden ver el ensayo con la primera aparición del personaje. Se trata del encuentro con Boris ante la catedral de San Basilio; aquél en el que el idiota le pide ayuda al zar porque los muchachos le han quitado el único kópek que tenía y donde se establece el siguiente diálogo estremecedor (por cierto: no tengan en cuenta la pésima dirección de actores, por favor):
El idiota
Los niños me han quitado mi kópek. Mándales matar, como hiciste con el pequeño zarévich.

Chuiski
¡Cállate, imbécil! ¡Prendedle!

Boris
¡No le toquéis! Reza por mí, bienaventurado...

El idiota (saltando)
¡No Boris! ¡No puedo hacerlo, Boris! ¡No puedo rezar por el zar Herodes! La Santa Virgen no me deja hacerlo.

El resto de los intérpretes se movió dentro de la normalidad, sin destacar por arriba o por abajo. El Rangoni de Evgeny Nikitin dio buena réplica a Gertseva, pero tuvo la mala fortuna —como ella misma— de salir en el momento más feo y desigual de toda la ópera: el esperado acto polaco que transcurrió en el mismo feísimo escenario de toda la función, pero recubierto de un cursi color rosa (¿se supone que para reflejar la opulencia de una corte católica como la de Polonia?). De todas formas se mostró cumplidor en el papel y lució una voz de tonalidades "eslavas" muy apropiada para el desagradable e intrigante sacerdote católico al que dio vida. Correctas la guapísima mezzo Alexandra Kadurina —travestida como el joven zarévich Fiódor— y la soprano Alina Yarovaya en la piel de la desconsolada y delicada zariévna Yenia. Creo que fue un acierto encargar la parte de Fiódor a una mezzo, en lugar de a un muchacho joven (como se hace a veces), pues aunque la parte no es especialmente complicada, tiene algunos momentos de diálogo con Boris en que resulta más adecuado que lo interprete una cantante ya formada y capaz de aportar mayores matices. El policía Nikitich de Karóly Szemerédy sonó lo suficientemente autoritario como para resultar creíble mientras azuzaba al sufrido pueblo ruso o interrogaba a Varlaam y Misaíl en la taberna. Otro tanto podríamos decir del boyardo Andrei Chelkalov, interpretado por Yuri Nechaev, que se mostró sobrio y muy digno en sus breves intervenciones (como corresponde a un cortesano de su categoría). Pilar Velázquez cumplió como posadera, a pesar de lo que el figurinista hizo con ella (como ya hemos señalado arriba). Simpática, ordinaria y suficiente en un rol para mezzosoprano con cierta bis cómica y popular, pero que tampoco resulta especialmente exigente. Bien en la resultona y bailable "canción del ánade". El resto de comprimarios estuvo suficiente y cumplidor, en partes que no son especialmente destacables.

En la foto de la izquierda Opera Cake) Yarovaya, Kadurina y Nechaev. A la derecha Kadurina al naturale


He dejado para el final de este repaso a los intérpretes al coro Intermezzo, titular del Teatro Real, como si fuera un personaje más. Y tiene su lógica, porque frente a lo que pudiera parecer por el título de la ópera, el verdadero protagonista de Boris Godunov es el pueblo. Y con mayor razón aún tras la revisión a que sometió la obra un Musorgski cada vez más concienciado políticamente e imbuido de ese espíritu nacionalista, a cuyo desarrollo tanto contribuyó el grupo de Los Cinco (al que él mismo perteneció). Lo cierto es que en la función que comento los integrantes del coro no defraudaron las expectativas del público, pues estuvieron magníficos en todas sus intervenciones. Y ello, a pesar de todas las tonterías que Simons les obligó a hacer para ofrecernos "su" particular visión de esta ópera: cambiarse de ropa en medio del escenario y delante del público, dar saltitos en formación como si tuvieran el Baile de San Vito, o ponerse unas capuchas, en una especie de guiño al colectivo feminista y musical punk Pussy Riot, algunas de cuyas integrantes han sido detenidas, juzgadas y condenadas este mismo año por vandalismo, después de haber realizado una performance no autorizada en la catedral de Cristo Salvador de Moscú, como protesta contra la corrupción política en Rusia y la reelección de Putin como presidente de esa federación.

Los miembros del coro y algunos "Pequeños Cantores de la JORCAM" pidiendo pan al "padrecito" zar


No dejan de ser curiosos y pintorescos estos mensajes políticos reivindicadores e igualitarios lanzados desde el escenario del Real (que ya hemos tenido la ocasión de ver en otras ocasiones: por ejemplo, en el montaje bien explícito de Mahagonny, debido a La Fura dels Baus). Mensajes que, según sabemos, forman parte del concepto teatral que defiende Mortier: un tipo de espectáculo comprometido, con contenido y que haga pensar al público. Y digo que son curiosos porque el Teatro Real es una institución cuyos máximos colaboradores y responsables (escenógrafos, figurinistas, director artístico, gerente, directores musicales, intérpretes, etc.) se embolsan unos sueldos bastante suculentos —cuyo merecimiento no pongo en duda—, mientras que los simples trabajadores del coliseo ven recortados sus sueldos y puestos de trabajo, siendo incluso despedidos inmisericordemente, con el argumento de la necesidad impuesta por la crisis económica. Una falta de personal —no correspondida, por cierto, con una reducción proporcional en el precio de las localidades por la pérdida de calidad en el servicio— que se ha notado muchísimo en estas últimas funciones, de manera que se hizo visible tanto en los guardarropas, como en los pasillos, el foyer, en las puertas de entrada a la Sala Principal y entre los acomodadores de ésta. Y no hablo ya de lo que puede haber ocurrido entre los miembros del equipo técnico, porque lo desconozco. ¡No vean ustedes, por cierto, la que se lió en los guardarropas al final de la representación! ¡Unas colas como no las había visto nunca en ningún otro cine o teatro! Este hecho tuvo, además, sus consecuencias durante la representación, pues mucha gente que previó lo que podía ocurrir al finalizar la misma decidió acceder a su butaca con los abrigos y otros adminículos susceptibles de caerse o hacer ruido. Y así terminó ocurriendo, por supuesto...



Y una última cuestión: ¿qué razón hay —salvo la de dar gato por liebre al personal— para no incluir en los libretos el texto original de la ópera? ¿De qué vale la traducción sola si no se tiene con qué seguir la obra y compararla? Pero revista del Real y publicidad —mucha publicidad para intentar vender todas las entradas que se quedan en taquilla en cada función— toda la que haga falta.

Escena con la muerte de Boris en la première del Teatro Mariinski de San Petersburgo, el 27 de enero de 1874


En resumen: una producción feísima, racanosa, pobretona (más por falta de imaginación que de presupuesto) y perfectamente olvidable, que con otra propuesta escénica menos pretenciosa y algo más imaginativa habría ganado algunos enteros. Incluso mateniendo el mismo irregular y modesto reparto.

 Una imagen del auténtico Godunov, vestido para su coronación


Y un cotilleo para finalizar: se rumorea en los mentideros especializados que Gérard Mortier está barajando la posibilidad de salir por pies de la capital española si el presupuesto que tiene que gestionar en el teatro sigue menguando en el futuro. Nunca antes deseé con más fervor que un rumor se cumpliera. Y cuanto antes mejor, por favor.

Les dejo con un vídeo que les dará una idea de conjunto de toda la producción.

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(1) Carl DAHLHAUS, «El mayor desprecio por las convenciones», en el programa de mano vendido para estas representaciones, Madrid, 2012, p. 35.
(2) Jan VANDENHOUWE, «De la humillación a la sublevación», en loc. cit., p. 28.



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Rodelinda, Regina de'Longobardi, ópera serie en tres actos con libreto de Nicola Francesco Haym. Estrenada en el King's Theatre de Londres el 13 de febrero de 1725.— Dirección musical: Alan Curtis.— Intérpretes: Karina Gauvin (Rodelinda), Sonia Prina (Bertarido), Topi Lehtipuu (Grimoaldo), Matthew Brook (Garibaldo), Romina Basso (Eduige), Delphine Galou (Unulfo).— Il Complesso Barocco.— Auditorio Nacional de Música de Madrid.— Domingo, 28 de octubre de 2012, 18:00 horas.


BONITA función la que el domingo pasado ofreció Il Complesso Barroco, con Alan Curtis a la cabeza. Quedó inaugurada así la nueva temporada operística incluida en el ciclo Universo Barroco, que se desarrolla desde hace dos años en la Sala Sinfónica del Auditorio Nacional de Música (en paralelo con el ciclo de conciertos y recitales que tienen lugar en la Sala de Cámara, de cuyo primer espectáculo ya hemos hablado aquí). En el programa, la Rodelinda, Regina de'Longobardi, de Georg Friedrich Haendel, una obra muy poco representada actualmente —en las estadísticas de Operabase, y para un período comprendido entre 2007 y 2012, aparece situada en el puesto 276—, pero que es importante dentro del catálogo del compositor, pues sigue en orden inmediatamente a la más famosa Tamerlano y fue presentada con el mismo reparto de campanillas que había cantado esta última, contándose en el mismo al célebre castrato Francesco Bernardi —más conocido como Senesino— y a la soprano Francesca Cuzzoni, una de las cantantes más importantes del siglo XVIII. Recordar a este respecto, por cierto, que ambos intérpretes —favoritos de Haendel— estrenaron también los papeles de Giulio Cesare y de Cleopatra en la obra maestra del músico de Halle, así como otros importantes roles del mismo compositor.

Georg Friedrich Haendel
El libreto —basado en un texto anterior que, a su vez, había tomado como fuente la obra de teatro Pertharite, roi des Lombards, de Pierre Corneille— responde perfectamente al tipo de espectáculo serio y trascendente, al que Haendel siempre se mantuvo fiel: una ópera alla italiana (según el viejo modelo Barroco que ya empezaba a ser discutido en esa época), con argumentos más o menos solemnes, personajes dignos (dioses, héroes, reyes, nobles, etc.) y situaciones de indudable intensidad dramática y decoro (el amor conyugal, la amistad, el heroísmo, la fidelidad, el poder, etc.). En este caso concreto se abandona el marco tradicional de la Antigüedad clásica y el interés de la acción aparece concentrado en el pasado tardoantiguo y altomedieval de Italia, concretamente en la época en que dicha península estuvo gobernada por los duques y reyes lombardos (siglos VI-VIII), aunque la caracterización de los personajes apenas si cambia, y bien podríamos sustituirlos por esos seres tan estatuarios que aparecen en la ópera barroca. La trama principal de la obra original de teatro y del posterior libreto surgió a partir de un episodio narrado en la Historia Langobardorum del historiador Paulo Diácono y se desarrolla en el Mediolanum (Milán) del siglo VII de nuestra era, en plena era de dominio germánico en Europa occidental.

 Retrato del Senesino


No voy a resumirles el argumento de la ópera porque lo pueden conocer ustedes pinchando sobre la copia del programa de mano que he incluido entre las imágenes que ilustran esta reseña. Digamos, no obstante —tal y como escribe Donna León en el libretto bilingüe que el CNDM ha colgado en Internet para poder bajar— que se trata de una obra bastante original, por el modo en que aborda el tema principal: el amor conyugal. Dice León:
«El tema más frecuente en la ópera es el amor, que es cantado en todas sus formas: apasionado, romántico, filial, paternal, fraternal, amor a la patria, amor a la libertad. Pero lo sorpredente es que hay pocas óperas que traten del amor conyugal, cuya emoción parece no haber llegado a los compositores o libretistas con la misma fuerza con que lo hizo su equivalente ilícito. Cuando aquél está presente, parece que es sólo cuando el matrimonio va mal, véase Otello, Cavalleria rusticana y Jenûfa. Si se repasan los libretos en busca de algún ejemplo de un matrimonio feliz y fiel, éste se suele encontrar, con no poca frecuencia en las óperas de Händel. Por ejemplo, encontramos a Cornelia, fiel hasta la muerte, aunque su marido Pompeyo ha muerto antes de que la ópera comience. Y a Rodelinda, también fiel a un esposo que ella cree muerto».
Así pues, originalidad temática en una ópera que, por lo demás, se mueve dentro de los cánones más clásicos del género. Una rutina y una rigidez estructural —con sucesión inevitable de recitativo secco, ritornello, aria y su correspondiente da capo— que, no obstante, Haendel trascendió una y otra vez merced a su fuerza creadora, a su genio teatral y a su poderosa capacidad de invención melódica.

Caricatura en un grabado de época, donde se ve a la soprano Cuzzoni (que era muy bajita),
a lado de dos míticos castrati: Farinelli y Senesino


Il Complesso Barocco, a quien ya hemos tenido la ocasión de ver en este mismo Auditorio el pasado mes de marzo interpretando la Ariodante del propio Haendel, demostró que domina a la perfección este repertorio tan concreto como difícil, con sus particularidades estilísticas y su especial problemática interpretativa. La lectura efectuada por el grupo —formado por integrantes muy jóvenes, según pude ver desde mi localidad— fue brillante y equilibrada, como corresponde a una música que parece hecha con precisión matemática, pero que no deja de sorprendernos por su belleza melódica y su inspiración. La dirección de Curtis fue correcta, pero sin desplegar demasiada pasión, quizá entendiendo que podía dejar volar libremente al ensemble. Sobre todo teniendo en cuenta el maravilloso papel que cumplió el concertino Dmitry Sinkovsky, a quien deseo mencionar especialmente por la habilidad y belleza con que coordinó las cuerdas, obteniendo un sonido brillante y homogéneo. De hecho, al final del espectáculo fue muy felicitado por las intérpretes solistas y por el propio Curtis.



En el plano de lo vocal las grandes triunfadoras de la velada fueron la soprano canadiense Karina Gauvin, en la piel de la protagonista, y la contralto italiana Sonia Prina (auténtica especialista reconocida de este repertorio), como su amado esposo Bertarido. Gauvin desplegó una voz de lírica anchurosa, con importante volumen, buena proyección y color oscuro, aunque de sonoridades guturales, lo que contribuyó a que no se captara bien todo lo que iba diciendo. De hecho, yo en particular no fui capaz de entenderla con claridad en sus intervenciones (y eso que iba siguiendo la acción a través del libreto bilingüe). Una voz con emisión tan cerrada que podríamos hablar casi de voce cupa. Por otro lado, el esmalte y la brillantez se perdían un poco en la zona alta, al no estar bien apoyado el sonido. En general se desempeñó mejor en los pasajes líricos y elegíacos, antes que en los de bravura o agilità. Estilísticamente, sin embargo, estuvo muy correcta y tuvo sus momentos de mayor lucimiento en el bellísimo dúo con Bertarido que cierra el acto II (Io t'abbraccio) y en el aria del acto III, escena IV Se'l mio duol non è si forte, con la que se ganó por completo el favor del público, que aplaudió mucho.

Karina Gauvin


Sonia Prina fue, por medios, línea de canto y estilo, la intérprete más destacada de la velada, pese a algunos pequeños desajustes debidos a la exigencia de la partitura. Entre ellos podríamos destacar, por ejemplo, la emisión de ciertos graves demasiado forzados y abiertos, con excesivas resonancias de pecho, lo que se comprende teniendo en cuenta que estos papeles fueron escritos para unas voces tan especiales, dúctiles poderosas y extensas como las de los castrati, quienes aunaban en su instrumento la dulzura, agilidad, brillantez y ductilidad de las voces femeninas con la mayor fortaleza y resistencia de los varones, siendo capaces de alcanzar notas agudas como las mujeres y de realizar sorprendentes colorature, al tiempo que emitían graves bien apoyados y mantenían el aliento para sostener el sonido de manera indefinida. Un tipo de voz cuasi milagroso y que, ni por asomo, ha conseguido ser emulado en nuestros días por los contratenores. Por fortuna, y tal como se ha señalado en una crítica de esta misma función con la que coincido mayoritariamente, en este concierto se optó por dar los papeles travestidos (Bertarido y Unulfo), a voces femeninas de contralto, con lo cual nos ahorramos ese sonido tan falseado e incómodo que es el de los actuales sopranistas. A pesar de las limitaciones señaladas en el registro más grave, el dominio de las agilidades por parte de Prina fue absoluto a lo largo de la representación, como pudimos comprobar en la primera sección de Confusa si miri y en la ornamentada Se fiera belva ha cinto, situada casi al final de la ópera. Todas estas bondades quedan acentuadas, en mi opinión, por el hecho de que la cantante actuó indispuesta, cosa que supimos después del intermedio, cuando Antonio Moral subió al escenario para comunicarnos que Prina sufría una gastroenteritis y había vomitado. Dejó en el aire la posibilidad de que fuera sustituida en la segunda parte del concierto por una de las otras dos contraltos presentes, en función de cómo se encontrara, pero al final no hizo falta y la esforzada intérprete pudo concluir su trabajo, ofreciéndonos una magnífica lectura de su particella. Antes, no obstante, ya había recogido los primeros aplausos de la velada con su interpretación íntima, recogida y morosa del aria di sortita Dove sei, amato bene! (acto I, escena VI), que fue precedida por un recitativo expuesto de manera soberbia y muy dramática. Después de la citada Confusa si miri —una pieza de tesitura muy grave— llegaron otras brillantes interpretaciones, destacándose la hermosa Scacciata dal suo nido (acto II, escena IV), su dúo con Gauvin (de lo más aplaudido), la impresionante y ambiental Chi di voi fu più infedele (acto III, escena III) —aria típicamente haendeliana, plena de dramatismo teatral— y, sobre todo, la ya citada Se fiera belva ha cinto, una pieza llena de adornos, trinos y apoyaturas que Prina sorteó de manera excelente. Posiblemente la más aplaudida de toda la velada.

Prina, recogiendo los aplausos al final de la velada


La francesa Delphine Galou —a quien ya tuvimos la ocasión de escuchar el pasado año 2011 en el papel titular del Orlando furioso, de Vivaldi, dentro de este mismo ciclo de Universo Barroco— cumplió en el papel de Unulfo (amigo y confidente de Bertario), luciendo unos medios inferiores a los de sus dos compañeras de cuerda. La voz se halla demasiado atrás y el sonido sale con resonancias cavernosas y amortiguadas, dando como resultado un color en principio más oscuro pero velado y opaco. De todas formas esta peculiaridad tampoco fue un gran hándicap (al menos para un servidor), pues sirvio para ofrecer un marcado contraste tímbrico con las otras dos contraltos (si bien es cierto que se la oyó bastante peor que a ellas, circunstancia agravada por el hecho de no tener el Auditorio una buena acústica para las voces).

Delphine Galou, una irregular Unulfo


En el papel de Eduige, hermana de Bertarido y prometida del malvado Garibaldo, tuvimos a la también italiana Romina Basso, dueña de una voz menos oscura que las de sus dos compañeras de cuerda y más cercana al registro de mezzo, pero de gran belleza tímbrica y adecuado estilo. En cualquier caso esta circunstancia no supuso ningún hándicap, antes al contrario, pues su timbre de mayor claridad se adecuaba perfectamente al hecho de interpetar un papel femenino, al contrario que sus compañeras de cuerda. Muy correcta en su cometido para construir un rol que tampoco resulta especialmente significativo.

Romina Basso, una correctísima Eduige


El balance de las voces masculinas (dos papeles) resultó decepcionante desde todos los puntos de vista: por material y por interpretación. El Garibaldo del bajo-barítono británico Matthew Brook pasó sin pena ni gloria, pues el cantante lució un estilo vulgar y una voz estentórea, incapaz de traducir con acierto las agilidades y todas las exigencias de tesitura y dinámicas (fioriture, saltos interválicos, trinos, etc.) que pide su dificultosa particella. Las pasó canutas en el aria Di Cupido impiego i vanni y tampoco hizo gran cosa en la segunda de sus piezas solistas (Tirannia gli diede il regno, acto II, escena III), donde la voz lució descolocada en la zona alta hasta rozar casi el grito. Demostró, además, tener unos graves bastante débiles y poco apoyados.

Matthew Brook, un Garibaldo fallido


Y acabamos con el Grimoaldo del tenor fino-australiano Topi Lehtipuu, un cantante de medios muy limitados y voz pobretona (parva, escasa de armónicos, de extensión reducida) que se esforzó pero no pudo hacer demasiado. Un tenorino en la línea de muchos intérpretes actuales de su cuerda que han copado este repertorio —y, en general, el de toda la música antigua, incluido el pobre Mozart—, ofreciendo una imagen falsa y distorsionada de lo que fue la realidad canora en aquellas épocas históricas del bel canto. De hecho, el tenor que creó el papel en 1725 —Francesco Borosini (el mismo que había interpretado al primer Bajazet de Tamerlano)— era dueño de una voz con timbre y tesitura más bien baritonales, lo que no es extraño —tratándose de una época donde los tipos vocales todavía no estaban tan definidos como iba a ocurrir a partir del Romanticismo— y además tiene su lógica, pues el papel de Grimoaldo —por su carácter y personalidad— necesita de una voz con más peso y enjundia dramática. No obstante, Lehtipuu fraseó con gusto e intención en algunos recitativos (por ejemplo al comienzo de la escena VI del acto III: Fatto infernno è il mio petto...) y recibió agradecidos aplausos al concluir su aria Tuo drudo è mio rivale (acto II, escena VI), no sé si por la belleza de la interpretación, o por el hecho de haber sido el primero de los intérpretes que tuvo la deferencia de moverse por el escenario para mirar de frente a todo el aforo (incluyendo al público sentado en las localidades ubicadas en los laterales de anfiteatro, en la galería, la tribuna y en los bancos de coro).

Topi Lehtipuu, un insustancial Grimoaldo


Decir, como curiosidad y para concluir, que la sala presentaba muchísimos huecos (el segundo anfiteatro, por ejemplo, estaba prácticamente vacío). ¿Consecuencia de la crisis? ¿Desinterés del público madrileño por Haendel? ¿Por este título concreto? ¿Por la música barroca en general? En cualquier caso un dato que, esperemos, no sea síntoma de una situación continuada.