martes, 28 de mayo de 2013

NUEVA VELADA BARROCA EN EL AUDITORIO NACIONAL: "IMENEO", DE HAENDEL, EN VERSIÓN DE CONCIERTO



Imeneo, ópera seria en tres actos con libreto de Silvio Stampiglia y música de Georg Friedrich Haendel.— Dirección musical: Christopher Hogdwood.— Intérpretes: Renata Pokupić (Tirinto), Rebecca Bottone (Rosmene), Lucy Crowe (Clomiri), Vittorio Prato (Imeneo), Stephen Loges (Argenio).— The Academy of Ancient Music Orchestra and Choir.— Auditorio Nacional de Música de Madrid. Sala Sinfónica.— Domingo, 26 de mayo de 2013, 18:00 horas.

INTERESANTE oportunidad la que se ofreció a los aficionados en el que ha sido el último concierto operístico del ciclo "Universo Barroco", en esta temporada 2012-2013 que va concluyendo. Interesante digo, porque se presentó una obra muy poco programada —tan sólo 13 representaciones en todo el mundo durante el período comprendido entre el 1 de enero de 2011 y el 27 de mayo de 2013 (según datos de Operabase)— y no demasiado conocida de su prolífico autor, el célebre Georg Friedrich Haendel. Además se ha traído a Madrid servida por una de las agrupaciones más prestigiosas y especializadas dentro de este repertorio: la Academy of Ancient Music, del no menos reconocido Christopher Hogwood, uno de los mitos vivientes de este repertorio y auténtico artífice —junto al ya fallecido Leonhardt, Harnoncourt, Pinnock, Savall y algún nombre más— del revival "historicista" experimentado por esta parte del repertorio clásico. Gran oportunidad, por ende, para disfrutar de una velada que se presentaba como de gran interés por todas estas razones. Las expectativas, sin embargo, no quedaron cubiertas (para un servidor al menos), pues la representación —de gran nivel en lo orquestal— acabó convirtiéndose en un festival de vocecillas de jilguero, circunstancia que terminó influyendo de manera decisivamente negativa en el resultado final del espectáculo, pues comprenderán ustedes que una ópera con voces casi inexistentes se queda completamente coja, por muy buena que sea la prestación en el apartado instrumental. Pero enseguida hablamos de ello.



Imeneo fue compuesta por Haendel a partir de un libreto de autoría anónima que readaptaba un antiguo texto escrito por Silvio Stampiglia, quien fuera uno de los miembros fundadores de la Accademia dell'Arcadia. El argumento toma como base una variante tardía sobre el origen de Himeneo (dios grecorromano de las ceremonias matrimoniales), distinta a la leyenda mitológica habitual y según la cual se trataba de un joven de baja alcurnia que se enamoró de la hija del hombre más rico de la ciudad. Para poder estar a su lado siempre se disfrazó de mujer y la seguía por todas partes. Cuando ambos desfilaban con una comitiva de vírgenes organizada para celebrar los ritos de Eleusis fueron capturados por piratas. Himeneo se puso entonces de acuerdo con sus compañeras de cautiverio y organizó la fuga, matando a los piratas. Luego el muchacho se aseguró de que si lograba devolver a las mujeres sanas y salvas a Atenas desposaría a su amada. Cosa que consiguió sin ningún problema. Y el matrimonio fue tan dichoso que los atenienses instituyeron fiestas en su honor y asociaron el nombre de Himeneo a los desposorios.

Haendel en su madurez


La ópera, penúltima de las escritas por Haendel, fue compuesta entre 1738 y 1740, aunque no sería estrenada hasta finales de este último año (el 22 de noviembre), en el Lincoln's Inn Fields de Londres, donde gozó de otra representación el 13 de diciembre de ese mismo año. Posteriormente volvería a subir al escenario en Dublín dos veces más, el 24 y el 31 de marzo de 1742, con una partitura revisada para la ocasión. Se trata de una obra de circunstancias, correctamente realizada pero que carece del interés musical y dramático de otras composiciones del genial maestro de Halle. Además fue compuesta cuando el género de ópera seria italiana se hallaba ya en franco retroceso en Londres y el compositor había empezado a centrar su atención en el género del oratorio. Un argumento bastante simplón —que se reduce a la elección que una mujer debe hacer entre casarse con el hombre que ama (Tirinto), o con el que la ha rescatado de los piratas (Imeneo)— y una música no tan inspirada como en otras ocasiones —aunque no carezca de momentos llenos de la maestría que se espera de un genio en su madurez, así como de algún que otro experimento expresivo— hacen de Imeneo una obra que necesita obligatoriamente de buenas voces por parte de los solistas para conseguir un espectáculo completo y de verdadero interés. Por desgracia, y como ya dejé apuntado al comienzo de la reseña, no se dio el nivel vocal necesario para que la velada terminara siendo redonda. Y es una lástima, la verdad.

Christopher Hogwood


Christopher Hogwood y su Academy of Ancient Music volvieron a brillar otra vez con luz propia, demostrando el dominio absoluto que tienen sobre este repertorio y ofreciéndonos una lectura caracterizada por la limpidez absoluta del sonido, la homogeneidad y el equilibrio armónico y de texturas, muy típico de estas formaciones anglosajonas (y de las centroeuropeas), tan alejadas de otras interpretaciones con sonido más brillante, fantasioso y lleno de luminosa meridionalidad (como las que ofrece, por ejemplo, Il Giardino Armonico). Las cuerdas, concretamente los violines —imprescindibles en este repertorio—, estuvieron soberbias por empaste y homogeneidad, y otro tanto podría decirse de los claves para el bajo continuo, al frente de los cuales brillaron con luz propia Alastair Ross y Julian Perkins, en una labor que suele pasar desapercibida, pero que resulta fundamental en la música barroca.



En el terreno de lo vocal vamos a empezar por el Imeneo de Vittorio Prato, que aparecía en el programa de mano definido como bajo, aunque no entendemos por qué razón, pues su voz no tenía nada que ver con lo mínimo que se exige de esta tipología vocal: graves más o menos sonoros, centro rotundo y timbre en general oscuro. Pues bien, sólo muy tímidamente se dieron estas condiciones. Los graves eran inexistentes, el centro tenía color y sonoridades más propias de un barítono y el agudo apareció blanquecino y sin apoyo. Pasó prácticamente inadvertido (al menos para un servidor) incluso en piezas tan características para su tipo de voz como son "Di cieca notte allor", o "Esser mia dovrà", por no hablar del magnífico y largo terzetto que cierra el acto II, donde se oyó prácticamente sólo a la Rosmene de la Bottone (de quien hablaremos enseguida). En resumen: muy poca entidad vocal para apechugar con el protagonista (aunque bien es verdad que tampoco estamos ante un rol del otro mundo y que tampoco está pensado para un bajo profundo: de hecho, originalmente Haendel pensó el papel para tenor y escribió algunas partes del principio para este tipo de voz).



No mucho mejor fue el Argenio del bajo (o bajo-barítono) alemán Stephen Loges, dueño de una voz algo más oscura que la de Prato, pero que no aportó especialmente nada interesante en su lectura del viejo padre de Clomiri. De hecho, las pasó canutas en el aria "Su l'arena di barbara scena", desplegando una batería de graves muy, muy débiles y cerrando la pieza con un Fa1 (en la última sílaba de la frase "poi si ferMA") que sonó de todo menos rotundo y guarnecido: una nota estrangulada, abierta, sin empastar y totalmente salida de la gola.



En el campo femenino la cosa no anduvo tampoco demasiado sobrada, la verdad. El Tirinto de la mezzo croata Renata Pokupić —un papel escrito originalmente para alto castrato y que debería haber interpretado el contratenor David Daniels (que, según se podía leer en la página del CNDM suspendió por "problemas personales")— tuvo escaso empuje, aunque no careció de acentos y estilo adecuados. Pero aunque la voz era bonita, estaba timbrada y poseía sonoridades aterciopeladas, sin embargo carecía de proyección (especialmente en los graves), por lo que se hizo muy difícil escucharla en condiciones. Fue la intérprete más aplaudida, pues tenía a su cargo dos verdaderas golosinas como son "Sorge nell'alma mia" (un pezzo di bravura que estuvo entre lo más premiado por el respetable) y la reflexiva y grave "Pieno il core di timore", aria larguísima (y un poco aburrida) que cubrió, por duración, buena parte del breve acto III. En ambas estuvo Pokupić bastante convincente, pero es lástima que su voz no tuviera el suficiente volumen y la consistencia requerida para transmitir todo lo que ambas arias encierran y reclaman (especialmente la fiereza y la desazón descritas en la primera, y que aparecen perfectamente recreadas en esta lectura, debida a la excelente Ann Hallenberg, o en esta otra, de la no menos buena Joyce Di Donato).



El papel de Rosmene —objeto de todos los desvelos amoros por parte de los pretendientes Imeneo y Tirinto— fue asumido por la soprano Rebecca Bottone, cantante poseedora de un instrumento levísimo, de soprano muy ligera que, al menos, consiguió hacerse oír algo mejor que otros de sus compañeros. De todas formas la blancura de la voz, la falta de terciopelo y la ausencia de armónicos dieron como resultado una línea de canto poco atractiva, plana y sin brío. La ligereza del instrumento, no obstante, le permitió salvar sin ningún problema las agilidades incluidas en su aria de comienzos del acto III, "In mezzo a voi due".



Junto con el Tirinto de Pokupić podríamos decir que fue la Clomiri de la Lucy Crowe la parte vocal más interesante de toda la velada (y, desde luego, la solista a la que mejor se oyó de todos los que cantaron). La llamativa soprano británica lució un instrumento de lírico-ligera, con buena proyección, más volumen que su compañera de cuerda y una línea de canto aceptable, pero poco idiomática (se notaba su origen anglosajón). Lo peor estuvo en el timbre (no demasiado agradable y con un punto de fijeza o frialdad) y en una zona aguda donde la voz parecía abrirse y sonar desabrida. Tímidos aplausos en su aria "V'è un infelice" —que fueron rápidamente acallados por esos imbéciles a quienes les gusta chistar a los demás— y recompensa merecida en "E sì vaga del tuo bene" y "Se ricordar ten vuoi", que pusieron fin a sus intervenciones más destacadas.



En resumen: velada muy desigual y desilusionante desde el punto de vista vocal. Si algo se salvó fue gracias a la prestación de Hogwood y de sus huestes, que volvieron a demostrar su valía en este tipo de música. No obstante, el público aplaudió enfervorecido (y casi a rabiar) al finalizar el espectáculo, imagino que por los irrefrenables deseos contenidos antes —de ahí lo de no dejar aplaudir a quien sí lo deseaba durante la representación— y ante el hecho, sobre todo, de verse arrastrado por la fama del conjunto orquestal, de su director y por la buena prestacion que ambos ofrecieron. No sería por las voces, desde luego, que como ya digo estuvieron bastante lejos de lo ideal.

sábado, 25 de mayo de 2013

REIVINDICACIÓN DEL ALBÉNIZ OPERÍSTICO: "PEPITA JIMÉNEZ" EN LOS TEATROS DEL CANAL



Pepita Jiménez, ópera en dos actos con libreto del barón Francis Money-Coutts, basado en la novela homónima de Juan Valera, y música de Isaac Albéniz.— Dirección musical: José Ramón Encinar.— Director de escena: Calixto Bieito.— Escenografía: Rebecca Ringst.— Vestuario: Ingo Krügler.— Iluminación: Carlos Márquez y Miguel Ángel Camacho.— Director del coro: Pedro Teixeira.— Intérpretes: Nicola Beller Carbone (Pepita Jiménez), Gustavo Peña (Don Luis de Vargas), Marina Rodríguez Cusí (Antoñona), Federico Gallar (Don Pedro de Vargas), José Antonio López (El vicario), Axier Sánchez (El conde de Genazahar), Diego Blázquez (Primer oficial), Alfonso Martín (Segundo oficial).— Orquesta y Coro de la Comunidad de Madrid. Teatros del Canal, Madrid.— Martes, 21 de mayo de 2013, 20:00 horas.


DEMOSTRANDO que en el eclecticismo programador también puede haber excelencia —no sólo de homogeneidad y coherencia vive el hombre—, los responsables de los Teatros del Canal se han apuntando un buen tanto con la programación de la Pepita Jiménez de Isaac Albéniz, compositor cuya obra lírica —como la de muchos otros músicos españoles (Tomás Bretón, Conrado del Campo, etc.)— está subvalorada y es prácticamente desconocida, al haber sido arramblada por la primacía que los aficionados de nuestro país concedieron siempre al repertorio foráneo (con preferencia mayoritaria por el italiano). A pesar de todo, no ha sido esta obra del compositor de Camprodón la que ha corrido peor suerte pues, a diferencia de otros títulos suyos —Merlin, Henry Clifford, por ejemplo—, se ha mantenido en el repertorio con mayor o menor fortuna desde el momento de su composición (aunque haya sido a través de adaptaciones, arreglos y reorquestaciones que terminaron deformando la obra original de Albérniz). Ha sido, no obstante, gracias a profesionales argentinos que la partitura de Albéniz se ha recuperado en España, pues la producción que ha podido verse en Madrid procede del Teatro Argentino de La Plata de Buenos Aires, en donde se representó durante octubre-noviembre del pasado año.

 El padre (musical) de la criatura


Pepita Jiménez está basada en la obra homónima de Juan Valera (1824-1905) y fue compuesta en 1895, a partir de un libreto escrito originalmente en inglés por Francis Burdett Money-Coutts, el banquero y escritor aficionado londinense que se convirtió en mecenas y libretista exclusivo de Albéniz en los últimos años de su carrera. El interés del compositor por esta obra queda demostrado en el hecho de que revisó y rehizo la partitura varias veces, dando lugar a la existencia de hasta tres versiones distintas de la misma, realizadas entre 1895 y 1904. La primera de ellas, estrenada el 5 de enero de 1896, corresponde —y cito literalmente de un documentado artículo firmado por Borja Mariño (responsable de la edición crítica de la partitura de esta obra, publicada por Tritó Edicions)—, «al estreno en el Teatre del Liceu como ópera en un acto; por tanto, con una duración menor y música diferente de la que actualmente conocemos en la escena final incluyendo un número de conjunto que concluye la obra. Al año siguiente, aprovechando la oportunidad de estrenar la ópera en Praga y la publicación de la partitura por la editorial alemana Breitkopf, Albéniz separa el actual primer acto, compone nueva música para el segundo y reorquesta toda la pieza. Esta será ya la forma definitiva de la obra que el compositor mantendrá para la versión final de 1904, donde solo varió la orquestación con aportaciones de la escuela francesa cuya influencia absorbió después de cambiar su domicilio de Londres a París».

 Juan Valera, por la época en que escribió Pepita Jiménez (1874)


Como ya he recordado antes, la obra no ha sido nunca una desconocida en nuestro país —al contrario que otras composiciones líricas de Albéniz—, si bien es verdad que había venido circulando a través de la adaptación en español realizada por Pablo Sorazábal en los años 60 —quien cambió por completo su sentido original (convirtiendo en tragedia lo que, en origen, no era tal)— y de la actualización que en los años 90 llevó a cabo Josep Soler. Sin embargo, el espectáculo que hemos podido ver ahora, y vuelvo a citar de nuevo el imprescindible y suculento artículo de Borja Mariño: «recupera la versión intermedia y obedece a varias razones; la primera: mantener la estructura de la obra que se ha demostrado funciona dramáticamente y de forma más equilibrada, con los dos actos y sobre todo, que desarrolla ampliamente los caracteres de Don Luis y Pepita en sus arias y el largo dúo final del segundo acto de 1896. Además, se añade la novedad musicológica de poder escuchar esta primera orquestación que no desmerece para nada la segunda. La orquestación "francesa" (1904) añade una segunda arpa y disgrega mucho más las secciones, sobre todo la cuerda, con continuos divisi y muchos efectos; además, elimina el contrafagot y la tuba. La primera orquestación es más contundente, muestra un lenguaje más directo, con profusión de elementos contrapuntísticos e ilustra concretamente el momento compositivo de su autor: esto es, el corolario de su etapa inglesa. La reconstrucción de la partitura ha sido posible por medio de los manuscritos de las diferentes versiones y de los libros publicados por Breitkopf en su día, que se conservan en bibliotecas de España, Londres y Estados Unidos».

El joven Alfredo Kraus que, junto a Pilar Lorengar, protagonizó en Madrid (1964) el estreno de
Pepita Jiménez, en la versión retocada de Pablo Sorazábal (la foto está tomada
justamente el 5 de agosto de ese mismo año, © Villena cuéntame)


Lo cierto es que se descubre así una magnífica composición, llena de momentos maravillosos e inspiradísimos (escena del confesionario, intermezzo, aria de Pepita del acto II, dúos entre Pepita y Luis del mismo acto), muy rica desde el punto de vista armónico e instrumental, de gran densidad orquestal, mucha exigencia para los cantantes solistas y que se hace algo extraña (a la par que sugerente) ante el contraste que supone oír la lengua inglesa acompañada de una música repleta de innegables sonoridades españolísimas.

 Ilustración de la novela en la edición de Calpe de 1925


Con estos mimbres José Ramón Encinar consiguió poner en pie una interesantísima función que se hizo muy disfrutable. El director madrileño condujo a la Orquesta de la Comunidad de Madrid con autoridad, brío y mucho sentido teatral, extrayendo de la partitura toda su riqueza melódica e imponiendo un ritmo que no decayó en ningún momento de los 95 minutos (ininterrumpidos) que duró la función. No obstante, se inclinó por una lectura demasiado enérgica y con muchos decibelios, circunstancia que se hizo notar de manera muy especial en un recinto tan reducido como la Sala Roja de los Teatros del Canal —marco escénico en que se han desarrollado estas funciones—, y que debió de afectar necesariamente a los cantantes, obligados a luchar contra una masa orquestal algo desbocada.

Encinar en una imagen de archivo procedente de RTVE


La Pepita Jiménez de Nicola Beller Carbone —soprano alemana formada en nuestro país— fue estupenda desde todos los puntos de vista. La intérprete tiene fama de ser una gran actriz-cantante (o viceversa) y lo demostró de sobra. Con su estilizada figura vestida de luto riguroso y su atractivo físico otorgó verosimilitud a la atormentada joven viuda de la historia, certificando, así, su original formación como actriz (pues estudió arte dramático antes que canto). Y mejor aún habría estado —más creíble y contenida— si no hubiera caído en algunos excesos gestuales e interpretativos (por ejemplo, los continuos golpes dados al suelo y al confesionario, o sus movimientos reptando por el suelo en la escena con el vicario del acto I) que, sin duda, se debieron a exigencias del director de escena y afearon su buena actuación general. Dotada de un instrumento lírico spinto que le ha permitido asumir también algunos papeles de dramática (por ejemplo Salomé, o la Marie de Wozzeck), la soprano desplegó en la función una voz densa y oscura, con suficiente entidad y proyección como para sobreponerse a la orquesta. Bien en el registro grave y en el central, pero algo desguarnecida en el agudo, en cuya franja más alta el sonido aparecía destemplado y algo abierto. Muy bien en su dúo con el vicario del acto I —dramática, desgarrada— y lo mismo en el correspondiente con Luis de Vargas, en el cuadro primero del acto II, con una estupenda prestación en la interesantísima romanza "Who preaches love is wrong".

La atractiva Pepita de Beller Carbone arrastrada por el deseo y refrescándose
con el contenido de un cáliz... ¡por la gloria de Bieito!


También cumplió con creces la siempre competente Marina Rodríguez Cusí en la piel de la marimandona y fiel criada Antoñona. Bastante sobria y efectiva en lo actoral, la mezzo valenciana desplegó recursos suficientes para dar vida a un papel que tampoco se caracteriza por las dificultades vocales, aunque ha de ser cantado con indudable convicción, gracia y estilo, como corresponde a esos personajes tan característicos de la ópera que suelen utilizarse para representar a los criados. Espoleada también, imagino, por las indicaciones del director de escena, Rodríguez Cusí pecó asimismo de algunos momentos de sobreactuación (por ejemplo cuando se puso a repartirle "florazos" al vicario, en una escena que resultó absolutamente fallida por improbable e innecesaria) pero, en términos generales, se mostró algo más contenida que su compañera de reparto.



La parte masculina fue bastante más regular que la femenina. Aun siendo suficiente para cubrir su papel, el Don Luis de Vargas del canario Gustavo Peña resultó plano de expresión y bastote de línea, muy monocorde, poco matizado, siempre en forte y con sonidos muy fijos. Y eso que de voz no andaba mal y apenas si tuvo dificultades para sobresalir por encima de la masa orquestal. Otro tanto podríamos decir del Don Pedro de Federico Gallar, que en su intervención principal del acto I junto a Antoñona estuvo algo gritón. Bien, sin más, el vicario de José Antonio López, aunque algo estentóreo por momentos en su diálogo con Pepita. Al pobre le tocó hacer de pederasta, siguiendo las indicaciones de Bieito. Axier Sánchez, bajo la piel del Conde de Genazahar y su cuadrilla de borrachos (= oficiales) hicieron tanto ruido sobre el tablado durante su escena que apenas si pude oírlos. Correctos el resto de comprimarios y bien el coro normal y el de voces blancas.

Gustavo Peña al naturale y, a la derecha, intentando sacar a Pepita/Nicola del armario en que la metió Bieito


Y llegamos, de nuevo, a la puesta en escena, que ha sido uno de los aspectos más destacados por la prensa especializada y por los medios generalistas al hablar de estas representaciones. ¿Qué podemos decir al respecto? Pues que tuvimos Calixto Bieito en estado puro, aunque algo más controlado que otras veces. Primero: el regista, en una pirueta de originalidad, optó por trasladar la acción —¡oh sorpresa!— a la España franquista de los años 40-50. Hubo, por tanto, mucho cirio, mucha peineta, mucho oscurantismo, mucha madera de sacristía y, ¡cómo no!, la dichosa bandera con el aguilucho. Segundo: tuvimos también símbolismo religioso a tutiplén, empleado con el puro ánimo de provocar (cruces utilizadas como navajas, Pepita que escupe la sagrada forma después de comulgar porque no la aguanta en su boca, un cáliz utilizado como la copa de un bar, una aparición celestial de la Virgen en pelotas...). Tercero: hubo asimismo, y como no podía ser de otro modo tratándose de Bieito, el preceptivo y casposillo desnudo (ya citado), que no aportó nada, pero que es marca indefectible de la casa. En definitiva: una propuesta escénica repleta de simbolismo burdo, ramplón e infantiloide, de tópicos y de lugares comunes, de provocación gratuita y de una voluntad de épater la bourgeoisie con una serie de elementos que se han quedado ya más anticuados que el hacha de un neanderthal. ¿Vamos a asustarnos ahora por cuatro gestos sacrílegos después de estar viviendo la peor crisis económica que se recuerda y tras haber visto a la gente suicidarse por causa de ella? "Amos anda...". Y todo esto para intentar resaltar los elementos de una partitura y de un libreto (1) que no necesitaban, ni por asomo, ayuda tan insustancial. Pero las modas mandan y algunos se deben a ellas, así es que... A pesar de todo, y esto hay que destacarlo nuevamente, Bieito estuvo bastante moderado esta vez, y su juego de los armaritos móviles que entraban y salían no funcionó del todo mal, resultando estético al menos.




Cuatro imágenes con momentos del montaje (¡Bieito lo merece!)


En resumen: función muy, muy interesante (por la parte musical) y partitura llena de bellezas melódicas que debería incluirse, desde ya mismo, en el repertorio habitual con más asiduidad.

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(1) Dejando al margen la mayor o menor calidad poética del texto que utilizó Albéniz para su ópera, el tema que éste aborda es interesantísimo desde su mismo origen literario, pues como bien sabrá el lector la novela de Valera --encuadrada en el movimiento realista-- trataba la peliaguda cuestión de los amoríos de un seminarista con una joven viuda en un contexto de claro alegato contra la falsa vocación religiosa. No sorprende, por tanto, que el relato fuera tachado de irreverente y paganizante en su época. ¡Y eso que la cosa concluía felizmente (pese a las posteriores tentativas "reparadoras" de Pablo Sorozábal, que le quiso dar una vuelta de tuerca al argumento en su arreglo de la composición operística, convirtiendo el tema en algo más fatídico de lo que había sido originalmente)!

(*) Encabezando la entrada una imagen de la estatua de Pepita Jiménez en el monumento a Juan Valera ubicado en el nº 7 del Paseo de Recoletos de Madrid.

jueves, 23 de mayo de 2013

"DON PASQUALE" EN EL TEATRO REAL DE MADRID



Don Pasquale, dramma buffo en tres actos, con libreto de Giovanni Ruffini y Gaetano Donizetti y música de este último.— Dirección musical: Riccardo Muti.— Dirección de escena: Andrea De Rosa.— Escenografía: Italo Grassi.- Figurines: Gabriella Pescucci.— Iluminación: Pasquale Mari.— Director del coro: Andrés Máspero.- Intérpretes: Nicola Alaimo (Don Pasquale), Dmitry Korchak (Ernesto), Eleonora Buratto (Norina), Alessandro Luongo (Doctor Malatesta), Davide Luciano (un notario - Carlotto).— Coro Titular del Teatro Real y Orchestra Giovanile "Luigi Cherubini".— Nueva producción en el Teatro Real procedente del Festival de Ravenna.— Teatro Real de Madrid.— Miércoles, 15 de mayo de 2013, 20:00 horas.

ADEMÁS de por su belleza melódica y rica instrumentación —irrebatibles ambas, incluso, para aquellos aficionados que menos simpatizan con esta partitura de Donizetti—, tiene Don Pasquale una importancia histórica considerable, al constituirse como el canto de cisne del género bufo. Es cierto que aún estaba por llegar Falstaff, de Verdi, pero de esta última obra no puede decirse, con absoluta propiedad, que sea una opera buffa al uso, pues llevaba no sólo la impronta innovadora del genio de Les Roncole —cuyo genio dramático combinaba bastante mal con la creación de un producto al estilo de lo que habían hecho Rossini y el propio Donizetti (como se demostró en la fracasada Un giorno di regno)—, sino que además surgió en una época (1893) demasiado tardía ya para recuperar un género que se había extinguido hacía tiempo. No es extraño, por tanto, que Verdi optara por titular su postrera creación como commedia lirica, diferenciándola así de sus antecesoras puras en el género.



Don Pasquale se estrenó, con gran éxito, en el Teatro de los Italianos de París, el 3 de enero de 1843, siendo interpretada en aquella histórica ocasión por los integrantes del mítico segundo "Cuarteto Puritani" (1), que formaban el bajo Luigi Lablache (Don Pasquale), la soprano Giulia Grisi (Norina), el tenor Mario (Ernesto) y el barítono Antonio Tamburini (Dottore Malatesta). Desde ese instante inició una brillante carrera por todos los teatros del mundo que no ha conocido desmayo, pues se encuentra entre las tres óperas más representadas de su autor (sólo por detrás de Lucia di Lammermoor y L'elisire d'amore), ocupando el puesto trigésimo octavo de las cincuenta óperas más programadas durante la temporada 2012/2013, según puede verse en Operabase.

El Théâtre des Italiens hacia 1840 (dibujo de Eugène Lami, grabado por C. Mottram)

En el Teatro Real ya tuvimos ocasión de ver Don Pasquale en marzo del 2004, durante unas soporíferas representaciones que tuvieron como protagonista a José van Dam. Ahora se ha vuelto a programar, pero un poco por accidente, puesto que el título previsto inicialmente —La rappresaglia— se tuvo que cancelar, ya que el maestro Riccardo Muti —encargado de dirigir dichas funciones, dentro de un programa de recuperación de la obra que Mercadante compuso y estrenó en España— cayó enfermo y fue intervenido quirúrgicamente. De modo que se optó por sustituir dicho título por otro más conocido del maestro y que necesitara menos ensayos. Y nada mejor que una obra que el prestigioso director conoce (y domina) desde hace muchos, muchos años (no en balde, debutó con ella en el Festival de Salzburgo en el ya lejano 1971) para hacer la correspondiente sustitución y cumplir con el compromiso. Lo cierto es que el éxito de la maniobra ha sido completo, pues fue precisamente la dirección de Muti lo más valioso de la velada. ¿Me creerán si les digo que siempre que escucho al napolitano me da la sensación de que todo suena como tiene que ser? Los tempi precisos en cada momento (ni muy lentos, ni muy rápidos), la intensidad requerida según el pasaje, las dinámicas justas para crear variedad expresiva, la acentuación exacta de cada sección de la orquesta, el apoyo necesario a los cantantes (ni más ni menos) desde el foso... Y todo ello conducido con un sentido teatral innegable, con un brío dramático que contribuye, mejor que nada, a realzar la partitura y el trabajo de los solistas y sin necesidad de acudir a los aspavientos y gesticulaciones que acostumbran a desplegar otros concertadores sobre el podio. Parco, austero, seguro, preciso, dominante... Sensacional estuvo Muti en su labor directorial, coordinando la prestación de una joven orquesta que, en otras manos, habría sonado mucho más anodina e impersonal. Muy destacables la obertura y el preludio del acto segundo, que preparó el ambiente para la famosa intervención de Ernesto en el recitativo y aria "Povero Ernesto! Cercherò lontana terra".

 

En el terreno de los solistas cabría destacar, en primer lugar y por delante de sus compañeros de reparto, a la joven soprano Eleonora Buratto, que ya cantó en el Real durante las funciones del anterior Mercadante (I due Figaro), dirigido por Muti la pasada temporada. La italiana es dueña de un instrumento ligero con buena proyección y brillantes sonoridades en la zona alta, pero quien la conoce mejor porque la ha escuchado más veces asegura que la intérprete está empezando a ensanchar el centro y a buscar resonancias en el grave, seguramente con el objetivo de iniciarse en otro repertorio para el que su voz no está dotada naturalmente (al menos de momento). Ello dio como resultado la emisión de sonidos forzados y presididos por un entubamiento que afeaba la línea de canto. A pesar de tales usos espurios, Buratto construyó una buena Norina, tanto escénica como vocalmente, resultando muy simpática en sus duos con Malatesta/Don Pasquale y convincente en las escenas amorosas con Ernesto.

Norina (la falsa Sofronia) y Don Pasquale en un momento de la representación


El de Don Pasquale es un papel que necesita un bajo capaz de frasear y de cantar matizando, pues aunque el personaje tiene sus momentos cómicos y hasta ridículos, en el fondo no es sino un individuo entrañable del que todo el mundo se burla con crueldad. Además Donizetti le exige algunos momentos de verdadero compromiso vocal. El gran Luigi Lablache, que lo creó en 1843, era famoso por la capacidad que tenía para reducir su poderosa voz (con una extensión de dos octavas) y utilizarla suavemente para apianar y crear bellos efectos dinámicos. Es decir, que pese a su carácter bufo el rol ha de estar bien cantado y alejarse de astracanadas, exageraciones, bufidos o actitudes estentóreas, a las que tan acostumbrados nos tiene una parte de la tradición, por mor de cantantes que han confundido el estilo buffo con lo histriónico y pasado de rosca. Teniendo todo esto en cuenta, no podemos decir que la interpretación de Nicola Alaimo en el papel protagonista fuera, precisamente, ejemplar: desde el punto de vista escénico el intérprete italiano cumplió con bastante eficacia (estuvo simpático, sin excederse, y enternecedor por momentos), pero no así en lo vocal, donde se hicieron evidentes numerosas carencias —voz leñosa, canto ajeno al estilo, incapacidad para afrontar las agilidades, escasa imaginación para desarrollar un fraseo adecuado— que dieron como resultado una prestación monótona, pobretona y de muy escaso interés.



Algo mejor, pero no demasiado, fue el Dottore Malatesta del barítono pisano Alessandro Luongo. Buena presencia física y soltura en el escenario, pero con una voz no especialmente bella ni dotada, que se movió bastante mejor en los recitativos que en los cantabili. Eficaz en su dúo con Norina al final del acto I y muy compenetrado con Alaimo en sus escenas conjuntas.

Luongo y Alaimo decidiendo sobre el futuro del viejo Don Pasquale


Curioso y aseado fue el Ernesto del tenor ruso Dmitry Korchak, ya que no sólo funcionó escénicamente, sino que además desplegó estilo y maneras musicales. No obstante, y a pesar de la buena proyección, la voz presentó algunas carencias importantes: sonidos muy fijos y algo caprinos, emisión estentórea, tiranteces en el agudo, cierta incapacidad para solventar las agilidades y dificultades para regular intensidades en un papel muy exigente que se mueve constantemente en la zona del passaggio. Su mejor prestación la dio en la grácil y seductora canzonetta "Com'è gentil", que se canta fuera de escena y tampoco estuvo mal en el dúo con Norina "Tornami a dir". Pero pasó grandes dificultades para sacar adelante la parte del león de su particella: el aria (larghetto) y posterior cabaletta de comienzos del acto II "Cercherò lontana terra...E se fia che ad altro oggetto", llena de exigencias e indicaciones dinámicas y expresivas de todo tipo (acciaccature, staccati, acentuaciones de intensidad, etc.), que el tenor eslavo solventó como pudo.

 Buratto y Korchak en la escena del jardín, del acto III


¿Y la puesta en escena? Bueno, pues el montaje —que procede del Festival de Rávena, dirigido por el propio Muti— fue parco, provinciano e incluso, si me apuran, un pelín paleto. ¿Pero saben una cosa? Cumplió perfectamente su cometido —que es servir a la música— y no estorbó para nada el desarrollo de la acción, que es de lo que se trata. La escenografía de Italo Grassi resultó pobretona, poco imaginativa y algo desangelada, con una tarima central sobre la que se desarrollaba el grueso de la acción y puertas que subían y bajaban acoplándose a la primera con la idea de crear diferentes puntos de entrada y salida para los actores respecto del escenario principal. Este conjunto permitía, además, crear dos entidades espaciales diferenciadas —la tarima y sus alrededores—, por las que podían desarrollarse acciones paralelas a la vista del público. La dirección de escena de Andrea De Rosa pecó, quizá, de falta de originalidad y planteó algunas acciones un poco fuera de lugar (el exagerado lanzamiento de objetos que se intercambiaron Don Pasquale y Norina, por ejemplo, sobró a mi entender), pero fue eficaz en términos generales (y, sobre todo, lógica respecto de lo que pide el libreto). Asimismo, los figurines de Gabriella Pescucci cumplieron con eficacia su cometido, que era ambientarnos en la época en que se desarrolla la acción (que fue respetada en lo básico). Todo correcto, por tanto, aunque algo exiguo y provinciano. Pero ya saben que servidor, en estas cuestiones escénicas, es bastante conservador y va buscando, ante todo, coherencia, eficacia y privilegio de la música. A los amantes de las innovaciones, sin embargo, imagino que les habrán parecido unas funciones tristísimas. Y es que nunca llueve a gusto de todos...

La casa de Don Pasquale patas arriba tras el matrimonio


En definitiva: una velada belcantista muy disfrutable, que debió la mayor parte de su feliz desarrollo a la omnipresencia del maestro Riccargo Muti. Éste, actuando como verdadero deus ex machina, consiguió realzar con su talento y autoridad una función que, sin su presencia, habría terminado circulando por otros derroteros bien distintos. Por ello, aunque la Reina doña Sofía asistió a la función que comento, el verdadero monarca de la misma fue el director italiano. ¡Y pensar que de chiquitín uno se pregunta muchas veces para qué vale ese señor que se sube al podio con un palito en la mano...!



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(1) Llamado así por haberse constituido con ocasión del estreno de la ópera de Bellini de dicho título. En origen el cuarteto lo integraron Grisi, Lablache, Tamburini y el tenor Giovanni Battista Rubini. Cuando éste lo abandonó fue sustituido por el citado Mario.
(*) Abriendo la entrada una imagen del impresionante Don Pasquale de Luigi Lablache en el estreno de la obra.

miércoles, 22 de mayo de 2013

UNA DE ROMANOS: "AGRIPPINA", DE HAENDEL, EN EL AUDITORIO NACIONAL



Agrippina, ópera seria en tres actos con libreto del cardenal Vincenzo Grimani y música de Georg Friedrich Haendel.— Dirección musical: Eduardo López Banzo.— Intérpretes: Ann Hallenberg (Agrippina), Vivica Genaux (Nerone), María Espada (Poppea), Carlos Mena (Ottone), Luigi di Donato (Claudio), José Hernández Pastor (Narciso), Enrique Sánchez Ramos (Pallante), Josep Ramón Olivé i Soler (Lesbo).— Al Ayre Español.— Auditorio Nacional de Música de Madrid. Sala Sinfónica.— Domingo, 12 de mayo de 2013, 18:00 horas.


ASEGURAN los críticos y especialistas que Agrippina puede ser considerada el primer capolavoro de Haendel, aunque fuera la quinta ópera en la nómina de las que compuso. La obra, definida como dramma per musica y estructurada como ópera seria en tres actos, se estrenó el 26 de diciembre de 1709, en el Teatro San Giovanni Grisostomo de Venezia, pues Haendel se hallaba por aquel entonces en Italia, adonde había marchado en 1706 desde su Alemania natal para aprender la maniera de componer italiana y con la idea de alcanzar fama y prestigio como compositor de ópera, objetivo éste que, por aquella época, sólo se conseguía haciéndose un nombre en ese país mediterráneo. Agrippina cierra, pues, la etapa italiana del maestro anglo-sajón (y nunca mejor dicho), que al año siguiente de su estreno (es decir, en 1710) regresaría a Hannover antes de dar el salto a Inglaterra, donde se iba a consagrar para la posteridad, alcanzando gloria y uno de los primeros puestos en la nómina de los compositores más influyentes de todos los tiempos.

Haendel


El libreto de Agrippina fue escrito por el cardenal Vincenzo Grimani y desarrolla una temática muy habitual en la ópera seria alla italiana de la época: el de la dramatización de hechos históricos (o mitológicos) protagonizados por conocidos personajes del pasado grecorromano (a veces dioses o héroes), mezclados con tramas paralelas donde se habla de amores, desamores y traiciones. La materia ya había sido tratada con anterioridad en otras óperas (Annibale in Capua, de Tosí, Scipione Africano, de Cavalli, L'incoronazione di Poppea, de Monteverdi; Messalina, de Pallavichini) y volvería a serlo posteriormente por el mismo Haendel (Alessandro, Scipione, Serse, Rodelinda, etc.) y por otros autores bien conocidos (por ejemplo, Adriano in Siria, de Pergolesi; La clemenza di Tito, de Mozart, Catone in utica, de Paisiello, La morte di Cesare, de Zingarelli, Tito Manlio, de Tarchi, etc.), antes de llegar a la renovación total del género por obra y gracia del movimiento romántico, que volvió su mirada hacia otros temas, en muchos casos igual de solemnes pero mucho más acordes con la nueva sensibilidad y volcados con preferencia en el Medievo y los primeros siglos de la Edad Moderna (1).

En el caso que nos ocupa, el cardenal Grimani —que llegó a ser virrey de Nápoles en nombre del emperador Carlos VI desde 1708 hasta su muerte (acaecida en 1710)— utilizó como base para su libreto la historia de Julia Vipsania Agripina —también conocida como Agripinila, o Agripina la Menor, para diferenciarla de su madre de igual nombre—, esposa del emperador Claudio y madre de Nerón, y de las intrigas que puso en marcha contra su esposo para asegurarle la corona imperial a su hijo. Con dicho material Grimani construyó un sólido e interesante texto que está plagado de alusiones políticas, en las cuales los especialistas han visto una muestra de la rivalidad que mantenía con el papa Clemente XI.

El cardenal Grimani en un grabado de la época


El (re)conocido grupo Al Ayre Español, dirigido por Eduardo López Banzo (que también se sentó al clave durante la velada), dio muestras de su dominio y conocimiento de este repertorio, tan revalorizado desde hace ya unos cuantos años. La orquesta, que no era precisamente pequeña, sonó compacta y con igual eficacia durante toda la representación, si bien el interés fue creciendo desde un primer acto que sonó algo más anodino, a una segunda parte (que incluyó los actos II y III) de gran intensidad dramático-musical.



Entre los solistas destacó por encima de todos la mezzosoprano sueca Ann Hallenberg, que construyó una Agrippina sólida y muy creíble desde el punto de vista dramático y vocal (pese a tratarse de una versión en concierto se mostro bien activa). Hallenberg —que ya cantó este mismo papel en el Teatro Real en noviembre del 2009, bajo la dirección de Alan Curtis— es dueña de un instrumento denso, pastoso, mórbido, con gran proyección y oscuro color, por lo que no tuvo dificultad alguna para hacerse oír en toda la sala sinfónica del Auditorio (a pesar de la archiconocida mala acústica del recinto para las voces). Una auténtica voz operística y de verdadero fuste. Estuvo magnífica en todos los recitativos —que desgranó con verdadera intención e italianità— y levantó el ánimo del público ya desde su primera gran intervención solista ("L'alma mia fra le tempeste"), aunque antes de que la representación empezara a animarse de verdad, donde más brilló la sueca fue en la conocida aria "Ho un non so che nel cor", que bordó. Estupenda también en el efectista "Pensieri voi mi tormentate", cuyo dramático recitativo cinceló Hallenberg con gran estilo, magnífica expresión y un color de voz impresionante. Un sobresaliente para ella por su prestación.



La segunda intérprete más destacada de esta función fue, a mi entender, la soprano española María Espada, en la piel de una Poppea que recreó con verosimilitud y luciendo una hermosa voz de lírico-ligera (que, a pesar de ello, tampoco tuvo problemas para alcanzar los lugares más recónditos de la sala). Un instrumento con cuerpo, brillo y calidez, que sonó fresco y sin problemas durante toda la representación. Estupenda y adecuada al estilo en todas sus interpretaciones solistas, desde la primera "Vaghe perle, eletti fiori", hasta el "Bel piacere" con que coronó su papel (de gran peso en el conjunto de la obra).



El tercer lugar en el podio de honor lo ocupó un caballero, concretamente el contratenor Carlos Mena, que construyó un estupendo Ottone (papel compuesto originalmente para contralto). No se halla, precisamente, este tipo de voz masculina entre mis preferidas ya que, por regla general y salvo excepciones, sus sonoridades me producen dentera, pues recuerdan a las gallinas cluecas. Aunque el verdadero problema, muchas veces, no es sólo la mayor o menor calidad del timbre, sino la proyección y potencia de la voz, que suelen ser bastante limitadas. No obstante, en la velada que comento Mena sonó perfectamente audible, sin problemas de ningún tipo y con una proyección suficiente para hacerse oír en toda la sala. Además demostró gran estilo y perfecta adecuación al papel, dando como resultado una magnífica actuación. Estuvo sensacional en el recitativo accompagnato "Ottone, qual portentoso", que cinceló con limpieza y arrojo, y lo mismo en la sucesiva aria "Voi che udite il mio lamento", interpretada con gran aliento lírico y mucho recogimiento. Pero se echó al público en el bolsillo tras su lectura de "Tacerò, purché fedele", que fue, posiblemente, una de las mejores intervenciones de toda la velada. Muy bien por el contratenor vascongado.



Vivica Genaux se puso en la piel de Nerone, el hijo de Agrippina. Un papel creado para voz de castrato, pero que encontró perfecta adecuación en la mezzo norteamericana (personalmente, y para estas lides, casi siempre prefiero una mujer en lugar de un contratenor). Su instrumento no es grande, ni especialmente bello, pero tiene una facilidad pasmosa para el canto d'agilità. Y pudo verse en más de un pasaje de la particella. Especialmente destacables fueron sus intervenciones en la conocida "Col ardor del tuo bel core" y en la posterior "Come nube che fugge dal vento", mucho más complicada, pero de la que la mezzo salió airosa y premiada en forma de numerosos aplausos. La suya fue otra de las intervenciones más agradecidas por el público.



Del resto de los intérpretes cabría destacar al bajo Luigi di Donato, que nos ofreció un aceptable emperador Claudio. El italiano es dueño de una voz con un centro interesante, un grave algo escaso y una zona aguda en la que los sonidos blanqueaban. Correcto en la mayoría de sus intervenciones solistas y destacable en "Basta che sol tu chieda", donde recibió los aplausos del respetable.



Muy regulares los dos jóvenes barítonos que asumieron los roles de Pallante y Lesbo. Enrique Sánchez Ramos mostró una voz bastante natural y de bello timbre, pero algo corta y de escasa sonoridad. Su Pallante fue más bien tosco y poco destacable. Por su parte, el Lesbo de Josep Ramón Olivé i Soler me pareció también poco interesante, servido por un instrumento corto, pobre y bastante engolado. No obstante, la interpretación menos reseñable de la velada —o la que menos me satisfizo— fue la del contratenor José Hernández Pastor en la piel de Narciso. Su voz, de contralto, sonó opaca y gutural, dando la impresión de que estaba colocada demasiado atrás, por lo que carecía de proyección, de modo que apenas si se le oía (y menos aún entendía) cuando cantaba con la orquesta. Un instrumento excesivamente velado y oscuro.

El conjunto Al Ayre Español


A pesar de todo, en términos generales pudimos disfrutar de una velada muy agradable e interesante desde el punto de vista musical. Un nuevo éxito, a la postre, del ciclo Universo Barroco (que, esperamos, siga organizándose en los próximos años).

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(1) Puede verse una abundante nómina de títulos operísticos inspirados en la Antigüedad en LAPEÑA MARCHENA, Óscar, «La imagen del mundo antiguo en la ópera y en el cine. Continuidad y divergencia», Veleia, 21 (2004), pp. 201-215 (artículo que puede descargarse pinchando en el siguiente enlace).

jueves, 16 de mayo de 2013

ROMÁN GUBERN ACADÉMICO



EN la última semana de abril ha ocurrido un hecho que considero bastante importante y al que, sin embargo, apenas se le ha dado adecuada cobertura en los blogs y sitios especializados en historieta y cultura tebeística: el profesor Román Gubern, viejo conocido de todos los que nos iniciamos en esto de los tebeos hace ya unos cuantos años y autor de célebres libros dedicados a la materia y a la cultura popular en general —El lenguaje de los cómics, 1972; Mensajes icónicos en la cultura de masas, 1974; Literatura de la imagen, 1974; Comunicación y cultura de masas, 1977—, ingresó en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando el pasado 28 de abril. Lo hizo con un discurso titulado De los cómics a la cinematografía (que puede leerse íntegramente pinchando aquí) y fue respondido por el director de cine Manuel Gutiérrez Aragón. En el texto académico Gubern da un repaso cronológico a la historieta, mostrando su influencia sobre el cine y destacando aquellos elementos que la caracterizan como medio paradigmático de expresión figurativo y que, a la vez, la individualizan como género propio y diferenciado de otros.

Gubern, en el centro, durante su ceremonia de investidura como académico


Quizá no caigamos en la cuenta de la importancia que esta noticia tiene, pero todo lo que signifique una "institucionalización" de los estudios relacionados con la historieta y con quienes los llevan a cabo es un paso decisivo para que el medio sea considerado algo más que mero vehículo de entretenimiento para niños y adolescentes —que es lo que ha sido hasta fechas bastante recientes— y supone una equiparación del mismo con otras disciplinas artísticas (pintura, escultura, el propio cine), que hace años disfrutan de una valoración artística e intelectual que los tebeos aún no tienen.

Supermán en la Academia: proyección de imágenes durante la lectura del discurso


Así pues, una buena noticia referida al Noveno Arte que viene a sumarse a otra tan significativa como la aparición del Gran catálogo de la historieta, publicado por la impagable Asociación Cultural Tebeosfera (a la que me honro pertenecer y a la que invito que se inscriban todos ustedes).

domingo, 12 de mayo de 2013

"LOS HIJOS DE ODÍN". VOLUMEN OCTAVO DE LA EDICIÓN CALDIANA DE "PRÍNCIPE VALIENTE"


OTRO libro más (¡¡y van ocho!!) de la maravillosa edición caldiana de Prince Valiant y una nueva alegría que se lleva este servidor de ustedes en medio de tanta mala noticia económica y política. Las razones son evidentes y muchas de ellas ya las conocen: sigue adelante, pese a los obstáculos de todo tipo, la mejor edición de PV realizada nunca en blanco, negro y grises; continuamos disfrutando de una etapa única en el arte de Foster (los años 50 también fueron de rechupete); vamos a tener en nuestras vitrinas un nuevo volumen con la mejor restauración de línea y negro que se haya hecho nunca de esta joya del Noveno Arte; la calidad del producto no ha descendido un ápice a pesar del tiempo transcurrido entre números (bueno, si acaso la presencia de algún pequeño fallo que mencionaré inmediatamente, pero que no empaña el magnífico resultado global) y el precio de venta al público —algo tan importante en estos días de crisis— tampoco ha aumentado; el editor sigue con la ilusión y la fuerza suficientes para no cejar, de modo que piensa seguir adelante, pese a los obstáculos... ¿Pero será así por siempre...? Por tal motivo hay que apoyarle, siempre que se pueda. Hagan el favor de no olvidarlo.

Este nuevo volumen, que abarca la producción fosteriana correspondiente a los años 51 y 52, se subtitula Los hijos de Odín, en referencia a que la mayor parte de la acción se desarrolla en tierras nórdicas o tiene que ver con hombres procedentes de estas regiones. La elección queda justificada también porque la "cuestión religiosa" adquiere en esta parte de la saga una importancia considerable y un relieve característico, hasta el punto de plantearse en el guión —por primera vez y de una manera expresa— cierta dialéctica de enfrentamiento entre paganismo y cristianismo, que Foster acaba dilucidando a favor del segundo. Nos encontramos, como ya ocurrió en el libro anterior, con el material producido en uno de los momentos álgidos del arte de Foster. Su etapa más equilibrada y madura, dentro de una evolución generalizada y progresiva que siempre tuvo en ambas características y en la excelencia máxima su razón de ser y fue marca de fábrica. No olvidemos, en este sentido, que el artista llegó al medio historietístico cuando ya acumulaba tras de sí un amplio bagaje profesional. El dibujo, como en años precedentes, sigue siendo extraordinario y la serie continúa sumando enteros en madurez y verdad dramática, pues Foster ya la tenía por aquel tiempo suficientemente rodada y controlaba a la perfección el desarrollo de las situaciones y la construcción de los personajes que las protagonizan. Además, aún estaba bien lejos de esos primeros apuntes de "decadencia" —si se nos permite la expresión— que empezarían a detectarse en la década de los 60, por motivos lógicos derivados de la edad del autor.



A nivel narrativo el guión se serena un poco y, sobre todo en el año 1952, aparecen en el relato una serie de racconti que sirven no sólo para dar un respiro al lector sino, sobre todo, para aliviar un tanto la carga de trabajo que debía soportar Foster (quien, de este modo, se ahorraba tener que dibujar nuevas viñetas completas y crear novedosas líneas argumentales). Entre los seguidores actuales de Prince Valiant habrá quien, llevado por la sensación que produce leer de corrido y en poco tiempo unas páginas que aparecieron publicadas a lo largo de semanas, encuentre molesto e inadecuado este recurso narrativo que Foster empleó otras veces, por lo que tiene de repetir cosas que ya sabemos y que se leyeron unos pocos libros atrás. Pero tales detractores han de tener en cuenta —como bien recuerda Rafael Marín en el artículo de cierre de este nuevo volumen— que esta especie de flashbacks utilizados por Foster aparecen, en ocasiones, hasta quince años después de los acontecimientos que se narran en ellos, de modo que la sensación de repetición que experimentamos nosotros hoy día al poder leer Prince Valiant sin tener que esperar de una semana a otra, no fue la que percibieron los lectores de periódicos para los que Foster realizó su serie originalmente. Son, además, hermosos momentos llenos de épica los que Foster retoma —la reconquista de Thule y la expulsión del usurpador Sligon, el asalto de Andelkrag por los hunos...— utilizando, para ello, un recurso literario que han explotado otros muchos autores, desde Miguel de Cervantes a Umberto Eco: el del cronista cuyo texto original es encontrado y posteriormente utilizado por el autor como base de su historia. En este caso dicho cronista es el joven Geoffrey Arf quien, por una serie de terribles adversidades, deberá renunciar definitivamente a ser caballero, convirtiendose en historiador y biógrafo privado de Val. Gesto que el propio Foster le agradece explícitamente en la viñeta 5ª de la plancha nº 754, lanzando así un guiño al espectador y dando mayor verosimilitud "histórica" al personaje creado por él.



No voy a detenerme demasiado en loar, de nuevo, todas las excelencias de esta edición —que se repiten respecto de anteriores volúmenes—, pero sí me gustaría destacar dos o tres aspectos que siguen llamándome poderosamente la atención, y que permanecen invariables desde el primer número. El primero de ellos es la pasmosa nitidez (¡verdaderamente alucinante!) que Caldas consigue en sus restauraciones y la magnífica impresión de las planchas: se ve absolutamente hasta la última línea en cada una de las viñetas, lo cual tiene una trascendencia de primer orden en esta primorosa obra. Es cierto que la auténtica perfección sólo llegaría con la presencia del color, mas no cabe duda de que Caldas ha conseguido acercarse a ella lo más posible, ¡aunque haya sido en blanco, negro y grises! En segundo lugar, y aunque reconozco que se trata de una opinión polémica, también querría destacar el acierto de mantener las tramas de gris que, más allá de gustos personales, contribuyen decisivamente a dar mayor fuerza a los dibujos en esta edición en blanco y negro y a mejorar el aspecto general de los mismos. Por último me gustaría fijar la atención en el tamaño a que reproduce Caldas el trabajo de Foster —el mayor de todos—, que nos permite tener (en español) la edición más grande de cuantas pueden encontrarse ahora mismo en el mercado (si exceptuamos algunos lujosos experimentos como la parcial Camelot Edition de Bocola, por ejemplo).



Para facilitar el seguimiento de la historia y "refrescar" la memoria de los lectores, nuestro editor favorito incluye también en este volumen, como ya hizo en el precedente, una primera página introductoria compuesta con viñetas de las penúltimas planchas del año 50, así como la correspondiente al último día de ese mismo año, que se reproduce completa como página 2 de este nuevo libro. No hay excusas, por tanto, para poder retomar fácilmente el hilo de las aventuras principescas allí donde se quedó el pasado año y ponerse al día enseguida.


A diferencia de los anteriores números —donde parecía incuestionable la unanimidad del juicio positivo entre los seguidores de la edición—, da la sensación, a juzgar por algunas opiniones críticas vertidas en ciertos foros especializados, de que este nuevo volumen ha despertado mayor cantidad de opiniones críticas o adversas. La causa ha sido la impresión a color de la celebérrima plancha 828, en que un druida (sic) —y esta es otra licencia histórica más de las que se tomó Foster, pues los pueblos germánicos y nórdicos no conocieron esta figura religiosa, tan sólo propia de los celtas— le revela a Val, a través de una visión, los viejos mitos de la mitología germánica, después de haberle dado un bebedizo convenientemente preparado para este tipo de ocasiones. La mayoría de las quejas han consistido en señalar que la presencia de esta plancha coloreada rompe la homogeneidad del conjunto en una edición en blanco y negro. Yo, particularmente, creo que la decisión de Caldas es del todo acertada y que la inclusión de tal plancha en este volumen adquiere todo su sentido cuando recordamos que es una de las más paradigmáticas a la hora de hablar del color en PV, ya que éste juega aquí un papel fundamental para la inteligibilidad de la misma. Ese fondo con los elementos de la mitología germánico-escandinava introducidos por Foster en el que aparecen Wotan (otra licencia más de nuestro autor, ya que el padre de los dioses escandinavos se llamaba Odín), las valquirias en plena cabalgada, Thor/Donner golpeando a sus enemigos, etc.) no existiría si no hubiese color pues, tal como permite apreciar el original de la plancha que Caldas (acertadamente) ha incluido en la contracubierta, si no existiera ese color todos esos elementos simplemente no podrían reproducirse, salvo que se manipulara la copia añadiendo trama de diferentes tonalidades (lo que no sería ético, todo sea dicho). Sin embargo, al incluir la plancha en color se da una información vital. Yo entiendo perfectamente la decisión de Manuel y la aplaudo. En cuanto a quienes ven en ella una incoherencia que rompe la homogeneidad de la edición, recordarles que ya se avisó de su inclusión en el primer volumen (tal como se recuerda aquí) y que es algo parecido —salvando las distancias, claro— al caso de aquellos libros ilustrados que todos hemos visto, en los que junto a ilustraciones en blanco y negro aparecían algunas otras en color. Y no pasaba nada, hombre.

La polémica plancha 828 (en una edición que no es la de Caldas)
y su conocida viñeta en la que el color resulta imprescindible


Como únicos "peros" a la edición se podría señalar la presencia de numerosas erratas (he detectado, por ejemplo, una frecuente ausencia de la preposición "a"), el olvido de traducir el título de la plancha 766 (ignoro si la conservación de la grafía inglesa —Prince Valiant— se ha debido a alguna limitación técnica que desconozco) y algunas construcciones sintácticas algo extrañas o forzadas, que no sé si están en la traducción original de Marín. Por ejemplo: "Nosotros mismos hicimos Andelkrag desmoronarse en llamas" (p. 816, viñeta 1ª). O esta otra: "y cómo entró solo las puertas que miles de hunos feroces no lograban abatir" (p. 814, viñeta 1ª). Pero dejando aparte estos pequeños fallos, todo vuelve a ser de muchos quilates. No dejará de haber, entre mis lectores, quien se diga: "este tío es siempre la mar de comprensivo con los fallos que detecta en las ediciones de Caldas". Bueno, sí, es cierto, no lo puedo negar. Para empezar porque suelen ser pocos, pero es que, además, creo que hay razones objetivas para serlo. ¿No me comporté, asimismo, con bastante comprensión en el caso de la edición realizada por Planeta DeAgostini, y lo merecían menos que nuestro portugués? Y es que, en el fondo, fíjense ustedes en qué condiciones la está realizando: con ayuda de familiares y amigos, luchando contra las adversidades relacionadas con los derechos de explotación del personaje, sacando tiempo de donde puede y perdiendo, incluso, dinero en algunas ocasiones. ¿No vamos a ser comprensivos porque haya algunas erratas (aunque estemos obligados a mencionarlas)?

Valiente, como Caldas, luchando siempre contra los malvados y contra las adversidades


Al hacer el balance final caemos en la cuenta de que todo son ventajas cuando compramos algún volumen del Prince Valiant caldiano. Extraordinaria restauración de las planchas, magnífica impresión (nitidísima como ninguna hasta la fecha), buena traducción, estupenda rotulación, sensacional tamaño... Incluso lo que, en un principio, parecía ser un hándicap —el envío por correo— ha terminado siendo un mero trámite que apenas tiene importancia, pues el bueno de Manuel se ha convertido en todo un experto de estas lides y te hace unos paquetes impresionantes, casi perfectos, con los que difícilmente pueden sufrir daño los libros. Además, utiliza material de la mejor calidad. Y, si no, recordemos por ejemplo esa copia (a tamaño original) de la sensacional viñeta en que Val es armado caballero por el rey Arturo, que ha venido incluida en los paquetes de los primeros 100 peticionarios de este nuevo volumen titulado Los hijos de Odín. ¿Se puede pedir más?



En fin, Serafín. ¿Quieren que les haga una confesión? Cada vez que veo los libros de esta edición del Príncipe Valiente no puedo dejar de pensar en la suerte que tienen aquellos lectores que se acercan, por vez primera y a través de ella, a esta obra maestra del Noveno Arte. Descubrir, viñeta a viñeta, como algo novedoso todas las vicisitudes y aventuras por las que Foster hizo pasar a sus personajes, y hacerlo con esta bellísima edición debida a Manuel Cladas debe de ser, sin duda, una de las mejores experiencias lectoras (y visuales) que pueda tener un ser humano al que le gusten los buenos tebeos de toda la vida. ¡Qué envidia, novatillos...!