sábado, 25 de mayo de 2013

REIVINDICACIÓN DEL ALBÉNIZ OPERÍSTICO: "PEPITA JIMÉNEZ" EN LOS TEATROS DEL CANAL



Pepita Jiménez, ópera en dos actos con libreto del barón Francis Money-Coutts, basado en la novela homónima de Juan Valera, y música de Isaac Albéniz.— Dirección musical: José Ramón Encinar.— Director de escena: Calixto Bieito.— Escenografía: Rebecca Ringst.— Vestuario: Ingo Krügler.— Iluminación: Carlos Márquez y Miguel Ángel Camacho.— Director del coro: Pedro Teixeira.— Intérpretes: Nicola Beller Carbone (Pepita Jiménez), Gustavo Peña (Don Luis de Vargas), Marina Rodríguez Cusí (Antoñona), Federico Gallar (Don Pedro de Vargas), José Antonio López (El vicario), Axier Sánchez (El conde de Genazahar), Diego Blázquez (Primer oficial), Alfonso Martín (Segundo oficial).— Orquesta y Coro de la Comunidad de Madrid. Teatros del Canal, Madrid.— Martes, 21 de mayo de 2013, 20:00 horas.


DEMOSTRANDO que en el eclecticismo programador también puede haber excelencia —no sólo de homogeneidad y coherencia vive el hombre—, los responsables de los Teatros del Canal se han apuntando un buen tanto con la programación de la Pepita Jiménez de Isaac Albéniz, compositor cuya obra lírica —como la de muchos otros músicos españoles (Tomás Bretón, Conrado del Campo, etc.)— está subvalorada y es prácticamente desconocida, al haber sido arramblada por la primacía que los aficionados de nuestro país concedieron siempre al repertorio foráneo (con preferencia mayoritaria por el italiano). A pesar de todo, no ha sido esta obra del compositor de Camprodón la que ha corrido peor suerte pues, a diferencia de otros títulos suyos —Merlin, Henry Clifford, por ejemplo—, se ha mantenido en el repertorio con mayor o menor fortuna desde el momento de su composición (aunque haya sido a través de adaptaciones, arreglos y reorquestaciones que terminaron deformando la obra original de Albérniz). Ha sido, no obstante, gracias a profesionales argentinos que la partitura de Albéniz se ha recuperado en España, pues la producción que ha podido verse en Madrid procede del Teatro Argentino de La Plata de Buenos Aires, en donde se representó durante octubre-noviembre del pasado año.

 El padre (musical) de la criatura


Pepita Jiménez está basada en la obra homónima de Juan Valera (1824-1905) y fue compuesta en 1895, a partir de un libreto escrito originalmente en inglés por Francis Burdett Money-Coutts, el banquero y escritor aficionado londinense que se convirtió en mecenas y libretista exclusivo de Albéniz en los últimos años de su carrera. El interés del compositor por esta obra queda demostrado en el hecho de que revisó y rehizo la partitura varias veces, dando lugar a la existencia de hasta tres versiones distintas de la misma, realizadas entre 1895 y 1904. La primera de ellas, estrenada el 5 de enero de 1896, corresponde —y cito literalmente de un documentado artículo firmado por Borja Mariño (responsable de la edición crítica de la partitura de esta obra, publicada por Tritó Edicions)—, «al estreno en el Teatre del Liceu como ópera en un acto; por tanto, con una duración menor y música diferente de la que actualmente conocemos en la escena final incluyendo un número de conjunto que concluye la obra. Al año siguiente, aprovechando la oportunidad de estrenar la ópera en Praga y la publicación de la partitura por la editorial alemana Breitkopf, Albéniz separa el actual primer acto, compone nueva música para el segundo y reorquesta toda la pieza. Esta será ya la forma definitiva de la obra que el compositor mantendrá para la versión final de 1904, donde solo varió la orquestación con aportaciones de la escuela francesa cuya influencia absorbió después de cambiar su domicilio de Londres a París».

 Juan Valera, por la época en que escribió Pepita Jiménez (1874)


Como ya he recordado antes, la obra no ha sido nunca una desconocida en nuestro país —al contrario que otras composiciones líricas de Albéniz—, si bien es verdad que había venido circulando a través de la adaptación en español realizada por Pablo Sorazábal en los años 60 —quien cambió por completo su sentido original (convirtiendo en tragedia lo que, en origen, no era tal)— y de la actualización que en los años 90 llevó a cabo Josep Soler. Sin embargo, el espectáculo que hemos podido ver ahora, y vuelvo a citar de nuevo el imprescindible y suculento artículo de Borja Mariño: «recupera la versión intermedia y obedece a varias razones; la primera: mantener la estructura de la obra que se ha demostrado funciona dramáticamente y de forma más equilibrada, con los dos actos y sobre todo, que desarrolla ampliamente los caracteres de Don Luis y Pepita en sus arias y el largo dúo final del segundo acto de 1896. Además, se añade la novedad musicológica de poder escuchar esta primera orquestación que no desmerece para nada la segunda. La orquestación "francesa" (1904) añade una segunda arpa y disgrega mucho más las secciones, sobre todo la cuerda, con continuos divisi y muchos efectos; además, elimina el contrafagot y la tuba. La primera orquestación es más contundente, muestra un lenguaje más directo, con profusión de elementos contrapuntísticos e ilustra concretamente el momento compositivo de su autor: esto es, el corolario de su etapa inglesa. La reconstrucción de la partitura ha sido posible por medio de los manuscritos de las diferentes versiones y de los libros publicados por Breitkopf en su día, que se conservan en bibliotecas de España, Londres y Estados Unidos».

El joven Alfredo Kraus que, junto a Pilar Lorengar, protagonizó en Madrid (1964) el estreno de
Pepita Jiménez, en la versión retocada de Pablo Sorazábal (la foto está tomada
justamente el 5 de agosto de ese mismo año, © Villena cuéntame)


Lo cierto es que se descubre así una magnífica composición, llena de momentos maravillosos e inspiradísimos (escena del confesionario, intermezzo, aria de Pepita del acto II, dúos entre Pepita y Luis del mismo acto), muy rica desde el punto de vista armónico e instrumental, de gran densidad orquestal, mucha exigencia para los cantantes solistas y que se hace algo extraña (a la par que sugerente) ante el contraste que supone oír la lengua inglesa acompañada de una música repleta de innegables sonoridades españolísimas.

 Ilustración de la novela en la edición de Calpe de 1925


Con estos mimbres José Ramón Encinar consiguió poner en pie una interesantísima función que se hizo muy disfrutable. El director madrileño condujo a la Orquesta de la Comunidad de Madrid con autoridad, brío y mucho sentido teatral, extrayendo de la partitura toda su riqueza melódica e imponiendo un ritmo que no decayó en ningún momento de los 95 minutos (ininterrumpidos) que duró la función. No obstante, se inclinó por una lectura demasiado enérgica y con muchos decibelios, circunstancia que se hizo notar de manera muy especial en un recinto tan reducido como la Sala Roja de los Teatros del Canal —marco escénico en que se han desarrollado estas funciones—, y que debió de afectar necesariamente a los cantantes, obligados a luchar contra una masa orquestal algo desbocada.

Encinar en una imagen de archivo procedente de RTVE


La Pepita Jiménez de Nicola Beller Carbone —soprano alemana formada en nuestro país— fue estupenda desde todos los puntos de vista. La intérprete tiene fama de ser una gran actriz-cantante (o viceversa) y lo demostró de sobra. Con su estilizada figura vestida de luto riguroso y su atractivo físico otorgó verosimilitud a la atormentada joven viuda de la historia, certificando, así, su original formación como actriz (pues estudió arte dramático antes que canto). Y mejor aún habría estado —más creíble y contenida— si no hubiera caído en algunos excesos gestuales e interpretativos (por ejemplo, los continuos golpes dados al suelo y al confesionario, o sus movimientos reptando por el suelo en la escena con el vicario del acto I) que, sin duda, se debieron a exigencias del director de escena y afearon su buena actuación general. Dotada de un instrumento lírico spinto que le ha permitido asumir también algunos papeles de dramática (por ejemplo Salomé, o la Marie de Wozzeck), la soprano desplegó en la función una voz densa y oscura, con suficiente entidad y proyección como para sobreponerse a la orquesta. Bien en el registro grave y en el central, pero algo desguarnecida en el agudo, en cuya franja más alta el sonido aparecía destemplado y algo abierto. Muy bien en su dúo con el vicario del acto I —dramática, desgarrada— y lo mismo en el correspondiente con Luis de Vargas, en el cuadro primero del acto II, con una estupenda prestación en la interesantísima romanza "Who preaches love is wrong".

La atractiva Pepita de Beller Carbone arrastrada por el deseo y refrescándose
con el contenido de un cáliz... ¡por la gloria de Bieito!


También cumplió con creces la siempre competente Marina Rodríguez Cusí en la piel de la marimandona y fiel criada Antoñona. Bastante sobria y efectiva en lo actoral, la mezzo valenciana desplegó recursos suficientes para dar vida a un papel que tampoco se caracteriza por las dificultades vocales, aunque ha de ser cantado con indudable convicción, gracia y estilo, como corresponde a esos personajes tan característicos de la ópera que suelen utilizarse para representar a los criados. Espoleada también, imagino, por las indicaciones del director de escena, Rodríguez Cusí pecó asimismo de algunos momentos de sobreactuación (por ejemplo cuando se puso a repartirle "florazos" al vicario, en una escena que resultó absolutamente fallida por improbable e innecesaria) pero, en términos generales, se mostró algo más contenida que su compañera de reparto.



La parte masculina fue bastante más regular que la femenina. Aun siendo suficiente para cubrir su papel, el Don Luis de Vargas del canario Gustavo Peña resultó plano de expresión y bastote de línea, muy monocorde, poco matizado, siempre en forte y con sonidos muy fijos. Y eso que de voz no andaba mal y apenas si tuvo dificultades para sobresalir por encima de la masa orquestal. Otro tanto podríamos decir del Don Pedro de Federico Gallar, que en su intervención principal del acto I junto a Antoñona estuvo algo gritón. Bien, sin más, el vicario de José Antonio López, aunque algo estentóreo por momentos en su diálogo con Pepita. Al pobre le tocó hacer de pederasta, siguiendo las indicaciones de Bieito. Axier Sánchez, bajo la piel del Conde de Genazahar y su cuadrilla de borrachos (= oficiales) hicieron tanto ruido sobre el tablado durante su escena que apenas si pude oírlos. Correctos el resto de comprimarios y bien el coro normal y el de voces blancas.

Gustavo Peña al naturale y, a la derecha, intentando sacar a Pepita/Nicola del armario en que la metió Bieito


Y llegamos, de nuevo, a la puesta en escena, que ha sido uno de los aspectos más destacados por la prensa especializada y por los medios generalistas al hablar de estas representaciones. ¿Qué podemos decir al respecto? Pues que tuvimos Calixto Bieito en estado puro, aunque algo más controlado que otras veces. Primero: el regista, en una pirueta de originalidad, optó por trasladar la acción —¡oh sorpresa!— a la España franquista de los años 40-50. Hubo, por tanto, mucho cirio, mucha peineta, mucho oscurantismo, mucha madera de sacristía y, ¡cómo no!, la dichosa bandera con el aguilucho. Segundo: tuvimos también símbolismo religioso a tutiplén, empleado con el puro ánimo de provocar (cruces utilizadas como navajas, Pepita que escupe la sagrada forma después de comulgar porque no la aguanta en su boca, un cáliz utilizado como la copa de un bar, una aparición celestial de la Virgen en pelotas...). Tercero: hubo asimismo, y como no podía ser de otro modo tratándose de Bieito, el preceptivo y casposillo desnudo (ya citado), que no aportó nada, pero que es marca indefectible de la casa. En definitiva: una propuesta escénica repleta de simbolismo burdo, ramplón e infantiloide, de tópicos y de lugares comunes, de provocación gratuita y de una voluntad de épater la bourgeoisie con una serie de elementos que se han quedado ya más anticuados que el hacha de un neanderthal. ¿Vamos a asustarnos ahora por cuatro gestos sacrílegos después de estar viviendo la peor crisis económica que se recuerda y tras haber visto a la gente suicidarse por causa de ella? "Amos anda...". Y todo esto para intentar resaltar los elementos de una partitura y de un libreto (1) que no necesitaban, ni por asomo, ayuda tan insustancial. Pero las modas mandan y algunos se deben a ellas, así es que... A pesar de todo, y esto hay que destacarlo nuevamente, Bieito estuvo bastante moderado esta vez, y su juego de los armaritos móviles que entraban y salían no funcionó del todo mal, resultando estético al menos.




Cuatro imágenes con momentos del montaje (¡Bieito lo merece!)


En resumen: función muy, muy interesante (por la parte musical) y partitura llena de bellezas melódicas que debería incluirse, desde ya mismo, en el repertorio habitual con más asiduidad.

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(1) Dejando al margen la mayor o menor calidad poética del texto que utilizó Albéniz para su ópera, el tema que éste aborda es interesantísimo desde su mismo origen literario, pues como bien sabrá el lector la novela de Valera --encuadrada en el movimiento realista-- trataba la peliaguda cuestión de los amoríos de un seminarista con una joven viuda en un contexto de claro alegato contra la falsa vocación religiosa. No sorprende, por tanto, que el relato fuera tachado de irreverente y paganizante en su época. ¡Y eso que la cosa concluía felizmente (pese a las posteriores tentativas "reparadoras" de Pablo Sorozábal, que le quiso dar una vuelta de tuerca al argumento en su arreglo de la composición operística, convirtiendo el tema en algo más fatídico de lo que había sido originalmente)!

(*) Encabezando la entrada una imagen de la estatua de Pepita Jiménez en el monumento a Juan Valera ubicado en el nº 7 del Paseo de Recoletos de Madrid.

2 comentarios :

  1. Ay, Bieito, Bieito...
    Buen montaje, buenos recursos, buena música, buena figuración y algunas voces buenas. Pero a la postre una obra de la Transición. Como si entrando en la Sala Roja del Canal, hubiésemos vuelto a los 70-80. "Profanar" los símbolos religiosos ya no es transgresor, más bien aburre. Caprichoso llevar una historia del XIX a la posguerra del XX (¿Nostalgia boadellina de enemigos serios?). Y en cuanto a las pasiones humanas en escena, ausentes. Nada del candor decimonónico de la novela. Conflicto irrelevante. Valera, poco "meapilas", no hubiese quedado contento que este rosario de tópicos anticlericales que, hoy por hoy, no tienen sentido con una Iglesia en horas bajas. ¡Bieito!, ser moderno, o más bien posmoderno, no es sólo armar artefactos para chinchar a la Derecha y/o masturbar a la Izquierda. Hay que bucear en los verdaderos conflictos universales del alma y no quedarse en la quincalla, ya sea política o religiosa. Ah, y elegir una protagonista que de vida a una Pepita Jiménez real y no sólo se ajuste a los cánones actuales de la belleza de las revistas femeninas, por mucho que amague con subirse la falda.
    Salir de los Teatros y tener esa sensación de vacío después haber visto algo brillante a ratos en lo visual y grato a momentos para los oídos, una misma cosa. Pero cuando uno se plantea lo que le ha costado la entrada, mal asunto.

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  2. Hola, amigo Anónimo: ¿no te gusto la Beller Carbone? Hombre, si exceptuamos los excesos que menciono en la crónica pienso que fue una Pepita interesante. Físicamente, desde luego, no sintonizaba mucho con el canon estético femenino decimonónico, eso es cierto (a pesar de ser rubia y blanca de piel, como Pepita), pero es ésta una actualización que no me molesta del todo, mientras la acción no se vea perjudicada. Quizá el problema de fondo es que la adaptación del libretista británico (al tener que resumir) trivializa el argumento de la novela original y no acierta a darle ese aire costumbrista que le es tan propio, aparte de dar como resultado una caracterización más plana de los personajes. En todo caso, lo mejor y más interesante estaba, como ya digo, en la música de Albéniz.

    Un saludete y gracias por el interesante comentario.

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