jueves, 3 de noviembre de 2022

EN LAS ORILLAS DEL NILO: AIDA VUELVE AL TEATRO REAL DE MADRID (PRIMER REPARTO)

 
Aida, opera en cuatro actos, con música de Giuseppe Verdi y libreto de Antonio Ghislanzoni, basado en un guion (1869) de Auguste Mariette y Camille du Locle. Estrenada en la Opera de El Cairo el 24 de diciembre de 1871 y en el Teatro Real de Madrid el 12 de diciembre de 1874.— Director musical: Nicola Luisotti.— Director de escena, escenografía y vestuario: Hugo de Ana.— Iluminador: Vinicio Cheli.— Coreógrafa: Leda Lojodice.— Vídeo: Sergio Metalli.— Director del coro: Andrés Máspero.— Intérpretes: Krassimira Stoyanova (Aida), Piotr Beczala (Radamés), Jamie Barton (Amneris), Carlos Álvarez (Amonasro), Alexander Vinogradov (Ramfis), Deyan Vatchkov (El rey), Marta Bauzá (Gran sacerdotisa), Fabián Lara (Mensajero).— Coro y Orquesta titulares del Teatro Real (Coro Intermezzo / Orquesta Sinfónica de Madrid).— Teatro Real de Madrid.— Viernes, 28 de octubre de 2022, 19:30 horas.

Dados los desmanes y excesos que algunos directores de escena han terminado perpetrando en las óperas de repertorio tradicional viene siendo, cada vez más habitual, que en las reseñas críticas sobre sus representaciones empiecen a leerse tímidos reproches (en otros casos no tan tímidos) para denunciar tal sinrazón; todo ello en base, imagino, al castizo refrán que reza: "lo poco agrada, lo mucho enfada". La cosa ha llegado a tal extremo en nuestros días —aciagos para la lírica en el repertorio tradicional— que lo realmente original ahora ha llegado a ser presenciar alguna función ambientada en el período que pensaron sus autores, hecho que alcanza casi la categoría de revolucionario cuando, además, se usan decorados y trajes de dicha época, y no elementos que trasponen la acción a otra época o lugar, y presentan a los personajes con gabardinas y guardapolvos intemporales.

Pues bien, cuando supe que el Teatro Real recuperaba para este inicio de temporada la tradicional producción que el argentino Hugo de Ana presentó en 1998 (repuesta luego en 2018), pensé que las reseñas se mostrarían más benévolas con la parte escénica e irían dirigidas, sobre todo, hacia la prestación musical y vocal de los diferentes funciones y repartos que van a sucederse durante estos próximas días en el coliseo madrileño (¡hasta 20 representaciones!). Pero nada de eso; de hecho, una buena parte de los popes que hacen crítica musical en nuestro país, hinchados como pavos y mostrándose incluso insultantes, han puesto a parir esta producción recuperada de Aida, acusándola de rancia, anticuada, hortera, demodé y "cartonpiedrista". ¡Ya ven ustedes! Como si las que solemos ver habitualmente —ayunas de cualquier atrezo, pero infladas con la pretenciosidad del dramaturgo escénico de turno, con los personajes tirados por los suelos y actuando en el más absoluto vacio— fueran de cualquier otra cosa que no sea, precisamente, cartón piedra, poliestireno y una enorme fatuidad la mayoría de las veces. Críticos que hasta se han quejado por no reconocer a los cantantes bajo las pelucas y el suntuoso y elaborado vestuario diseñado por De Ana (como si fueran preferibles los uniformes de nazis, o los tradicionales guardapolvos del konzept centroeuropeo). En resumen, pamplineros que, como Rubén Amón, cierran su crónica recordando que este tipo de montajes ya no se utilizan «ni en los teatros más modestos de provincias», y graciosetes como cierto Jean Valjean, que hasta se permite bromear inadecuadamente con el apellido de alguno de los miembros del equipo técnico (caso de la coreógrafa Leda Lojodice, a la que llama "Losjodiste").

 La grandiosidad de la propuesta escénica de Hugo de Ana, al final de la "marcha triunfal"

 Aun reconociendo que la propuesta escénica de De Ana tiene algunos elementos ciertamente mejorables —hablaré de ello un poco más abajo—, debo decir que me satisfizo plenamente; primero porque, como ya he dicho, resulta casi una novedad presenciar hoy día un montaje tan tradicional y respetuoso como éste, y en segundo lugar porque me considero un aficionado esencialmente auditivo, que va a la ópera a disfrutar de la Aida de Verdi/Ghislanzoni, de la Tosca de Puccini/Illica/Giacosa, de la Elektra de Strauss/Hoffmannsthal, del Wozzeck de Berg, o de El anillo del nibelungo de Wagner, y no de las genialidades y ocurrencias actualizadoras de los Tcherniakov, Bieito, Loy, Wilson del momento. Pero es que, además, por muchos argumentos que quieran darme sobre la necesidad (casi obligación) que un director de escena tiene de "revis(it)ar" la creación de los autores originales —bien para resaltar un problema o cuestión que pueda interesarle a él, bien para intentar acercar la obra original al momento en el que ésta se representa—, lo cierto es que no encuentro nunca razón alguna por la que tengan que realizarse los cambios que suelen implicar esas relecturas actualizadoras (hasta el punto de no saber, a veces, si lo que estamos viendo tiene algo que ver con lo que quisieron sus creadores). En este sentido, el modo en que han afrontado su trabajo directores escénicos que podríamos denominar "tradicionales" —como Zeffirelli, Sagi, Del Monaco, o el mismo De Ana, por citar sólo cuatro nombres pocos dados a las dramaturgias paralelas, y que suelen echar mano del preciosismo y la ampulosidad, antes que de la dramaturgia paralela— no sólo me parece, por razones obvias, mucho más respetuoso con la obra original, sino que desde la humildad, el respeto y el amor que manifiestan hacia el trabajo de quienes crearon esas óperas las sirven mucho mejor y ayudan a que ellas mismas se definan a través de la palabra y la música que encierran. ¿Qué mejor manera de honrar y acentuar la grandeza de lo que otros crearon con mayor genio y acierto que sirviendo como mero transmisor visual de lo que está recogido en el libreto y la partitura? Y tal es el caso de la producción que podemos ver en esta Aida: pirámides, shetis, nemes, kalasiris, sandalias, pelucas rizadas, cabezas (femeninas y masculinas) rasuradas, trajes vaporosos, capas, espadas y telones de gasa translucida que sirven para recrear el hechizante, exótico y glamuroso Egipto —nada filológico— que el romanticismo idealizador de Verdi y Ghislanzoni imaginaron en el último tercio del siglo XIX. Y no se me diga que este tipo de montajes, si se repitieran de modo permanente, condenarían al género operístico a un anquilosamiento que terminaría llevándolo a la extinción, porque hay muchas formas de ser original respetando escrupulosamente lo que dice el libreto: ¿hace falta recordar aquí lo que hizo Wieland Wagner, por ejemplo, a la hora de montar las obras escénicas de su abuelo? Y es que el problema de la ópera, a día de hoy, no se encuentra precisamente en la escenografía —que podrá ir introduciendo todo tipo de dramaturgias paralelas actualizadoras—, sino en la pobreza generalizada de voces adecuadas para abordar en buenas condiciones el repertorio tradicional más exigente desde el punto de vista técnico (que es el perteneciente al siglo XIX). Es decir, se puede insistir en la idea de que resulta imprescindible reinterpretar las obras de siempre para ofrecer nuevas lecturas y evitar que el género muera, pero si la atención siempre sigue recayendo en el apartado escénica y cada vez se ofrecen en peores condiciones canoras el público entenderá cada vez menos y la ópera acabará siendo un tipo de teatro musical más, como la revista, o los musicales.

Templo de Vulcano y subterráneo, boceto de Girolamo Magnani, para la producción original milanesa de 1872

Hay quien ha criticado también a De Ana, porque la opulencia escénica de su montaje supondría, dicen, un lastre para lo que, en el fondo, más le interesaba a Verdi: contar una historia de amor intimista y mostrar el conflicto que se le plantea a unos cuantos seres humanos que se ven abocados a enfrentarse y sufrir por causa de una circunstancia política adversa y superior que los arrastra hacia la perdición y la muerte. El mismo problema, en el fondo, que encontramos en Nabucco, la otra gran ópera de Verdi desarrollada en la Antigüedad. Sin embargo, no creo que esta propuesta escénica sea un lastre; antes al contrario, pues al carecer de dramaturgias paralelas y de mensajes subliminales que necesiten ser aclarados por los exegetas de turno, el espectador no se ve distraído por nada y puede concentrar su atención en el disfrute de la belleza plástica de los cuadros escénicos que van sucediéndose ante sus ojos. Cuadros que sólo sirven para destacar, aún más, lo que nos dicen los personajes y nos transmite la maravillosa música de Verdi.

Otro momento del montaje propuesto por Hugo de Ana

Pese a la buena valoración que un pequeño, aburrido y convencional burgués como yo le da al montaje, debo destacar lo que, a mi entender, fue su punto negro principal: una coreografía de muy escaso gusto y nula plasticidad a lo largo de toda la función, que resultó especialmente desafortunada durante la música del ballabile intercalado en la escena del desfile de la victoria, cuando los bailarines masculinos se pusieron a dar algunos pasos realmente horrorosos que recordaban a ciertas escenas de El planeta de los simios. Por cierto: se ha criticado mucho el telón de gasa traslúcido que colgó de la boca del proscenio durante todo el espectáculo pero, dejando a un lado el gusto de cada cual —e incluso ciertas observaciones referidas al posible efecto adverso que pudo ejercer sobre la proyección de las voces (yo creo que inexistente)—, a mí no fue algo que me molestara. Es más, pienso, incluso, que dotó a lo que ocurría tras ella de un halo de misterio e indefinición muy apropiado para expresar el carácter onírico y de fantasía oriental que tiene esta ópera. Se podría haber prescindido del mismo, efectivamente, pero no fue algo tan molesto (al menos para un servidor).

El escenario con la polémica gasa translúcida donde se proyectan las imágenes de vídeo, en la escena de la preghiera de comienzo del acto III

Todo ello, en definitiva, convirtió esta función de Aida —y espero que ocurra igual con las próximas que me aguardan— en algo muy especial para quien les escribe, espectador que disfruta con las obras tal y como las pensaron sus creadores, y no los exegetas de turno que las utilizan para, bajo la excusa de la reactualización, construir sus carreras sobre la base de lo realizado por otros. Vamos, que salí encantado. Y mi acompañante también. La respuesta del público, por otro lado, parece que ha quitado la razón a los "exquisitos" y se la da al teatro, que al apostar por "lo de siempre" ha colgado el cartel de "no hay billetes" (si exceptuamos el robo a mano armada que son los precios de las butacas) en la totalidad de las 20 funciones programadas.

Ya en el apartado musical es necesario comenzar destacando la labor de Nicola Luisotti, cuyo nombre ha terminado siendo sinónimo de Verdi y lo verdiano cuando nos referimos al Teatro Real. El director de Viareggio se ha convertido en el auténtico especialista del coliseo madrileño para este repertorio concreto y ello se hace notar en cada una de sus prestaciones. En la del día que comento, su ejecución de la partitura resultó equilibrada, prestando idéntico interés tanto a los momentos espectaculares y más epicos de la partitura (escenas corales, la famosa marcha triunfal), como a las escenas de mayor intimismo y recogimiento —las más importantes desde el punto de vista de la progresión dramática y la caracterización de los personajes—, de modo que no detecté yo las diferencias de brío, fuerza y exceso de decibelios que algunos críticos han destacado entre la primera parte de la función —ciertamente más épica— y la segunda. Luisotti atendió también, en todo momento, a las necesidades o apuros de los solistas (así, por ejemplo, en el difícil pasaje de "Celeste Aida"), y consiguió conducir la acción dramática con acierto y expresividad, destacando especialmente su labor y el de la orquesta en el preludio de la obra y en la evocadora introduzione] "nilótica" que da paso al número coral de la preghiera "O tu che sei d'Osiride" y a la posterior y bellisima "O patria mia", durante la cual tanto él como el primer oboe consiguieron sacar puro oro en el diálogo que mantienen con la soprano. E igual de acertado volvió a mostrarse en la escena del juicio a Radamés —donde los silencios y el tempo elegido acentuaron el impactante dramatismo de la escena—, y en el hermosísimo dúo/terceto del final de la obra. Lo cierto es que la representación que comento se halló, a nivel orquestal, a años luz de lo que comentan algunas críticas refiriéndose a la función del estreno. Y posiblemente sea esta circunstancia la que hizo que, a diferencia de días posteriores, no aparecieran debidamente ajustados todos los componentes de una producción tan complicada como ésta. En cualquier yo no observé ningún desajuste realmente importante. Notable alto, pues, para Luisotti.

Luisotti (extremo derecho) posando con Carlos Álvarez, Hugo de Ana, Piotr Beczala y Krassimira Stoyanova

La soprano búlgara Krassimira Stoyanova —que debutaba en Madrid— fue, como casi todos los intérpretes de esta función, una voz demasiado ligera para dar vida, con total adecuación, al personaje de Aida, creado por dos interpretes (la italiana Antonietta Pozzoni, en El Cairo, y la bohemia Teresa Stolz, en Milán) que poseían instrumentos extensos, potentes y vigorosos (la Pozzoni, de hecho, acabó cantando como mezzo) y un gran talento dramático. De modo que, tal como ocurrió con Radamés/Beczala y Amneris/Barton —de los que enseguida hablaré—, Stoyanova acentuó el lado lírico del personaje, resultando una esclava etíope más elegiaca y amorosa, que sensual y ardiente, más belcantista que de raigambre y opulencia verdianas. Pese a sus carencias evidentes en la zona grave —detectables en los momentos más dramáticos de su particella (por ejemplo en "Ritorna vincitor!")— y su falta de squillo en la parte más aguda de la tesitura, demostró una gran musicalidad y cantó con mucho gusto y estilo, desplegando por lo general un legato de buena factura —aunque algo escaso de fiato en ocasiones (la soprano no está ya, precisamente, en sus mejores años)— y un fraseo elegante y señorial que le permitió brillar en los pasajes más líricos, ofreciendo un "O patria mia... O cieli azzurri" de bastantes quilates —pese a cierta limitación en los agudos— y una magnífica prestación en la escena de la tumba, donde su canto recogido y melismático combinó a la perfección con el de su [i]partenaire[/i] masculino, ofreciendo un momento de gran intensidad dramática y emotividad. Un notable para la Stoyanova.

La interesante (pero demasiado madura quizá) Aida de Stoyanova

El instrumento eminentemente lírico de Piotr Beczala tampoco es, precisamente, el más adecuado para interpretar con absoluta adecuación el personaje del general egipcio Radamès, aunque el tenor polaco lleve un tiempo incursionando en papeles de mayor enjundia dramática y su voz haya ido ensanchado con el tiempo (ya veremos si de manera natural y adecuada). Se trata, en efecto, de un rol que exige un tenor lírico spinto, incluso dramático —lo que en época de Verdi, se conocía como tenore di forza—, como lo fueron Pietro Mongini —creador del personaje en el estreno mundial de El Cairo, el 24 de diciembre de 1871, que inició su carrera como bajo y era un auténtico baritenor— y también Giuseppe Capponi, a quien Verdi había elegido para el que consideraba auténtico estreno de su ópera (acaecido en Milán el 8 de febrero de 1872), pero que hubo de ser sustituido, en el último momento, por Giuseppe Fancelli, un intérprete de extraordinaria y bellísima voz —como leemos en las críticas de la época—, pero que disgustó al maestro de Le Roncole por su escasa implicación dramática e incapacidad para profundizar en el personaje encomendado. En la función que nos ocupa esto supuso que escuchásemos a un Radamés más lírico que heroico, más amoroso que guerrero y más elegíaco que épico. Pero, a pesar de todo, un muy buen Radamés, pues Beczala —que demostró ser muy inteligente y supo dosificar sus fuerzas con acierto— fue el intérprete más destacable de este reparto, junto con Carlos Álvarez (como luego diré). Empezó la función nervioso y precavido, con un apreciable vibrato que se hizo más audible aún merced al tempo, demasiado lento y moroso que, quizá para ayudar al cantante, aplicó Luisotti en "Celeste Aida", famosísima y endiablada romanza, que debe afrontarse recién comenzada la función y con la voz aún fría. Pese a todo, el tenor polaco la interpretó correctamente, con buen legato, estupenda dicción y aceptable fraseo, pero sin especial pasión ni entrega, y rematándola con un falsete demasiado evidente y falto de color. No obstante, a partir de ahí, y a medida que fue avanzando la función, Beczala entró en el papel y nos ofreció momentos realmente espléndidos: vibrante su "Sacerdote, io resto a te", que resonó como una trompeta por toda la sala; lleno de ardor, duda y dolor su dúo/terceto con Aida y Amonasro en el acto III (el mejor, en mi opinión, de toda la función); amoroso, tierno, solícito y resignado en la última escena. Lo cierto es que la voz, pese a su lirismo, tiene una proyección excelente y corrió a la perfección por el teatro, haciéndose audible en todo momento. En resumen: el más destacable de todo el reparto (junto a Carlos Álvarez, como luego diré). Sobresaliente para Beczala.
 
Stoyanova y Beczala en el emotivo final de la ópera: juntos hasta la muerte y para la posteridad

Han destacado los críticos y algunos aficionados que la Amneris de la mezzo norteamericana Jamie Barton resultó imponente en su papel (que debutaba, por cierto). No me lo pareció a mí, pues si bien es verdad que la intérprete posee un bello instrumento con franja central y aguda bien guarnecidas, y lo utiliza con estilo, buen fraseo y estupenda línea de canto, sin embargo el registro grave es demasiado débil, y ello constituye un verdadero problema a la hora de redondear este personaje, que tiene una tesitura esencialmente oscura y central durante buena parte de la obra, como lo demuestra el que Verdi eligiera dos voces —las de la napolitana Eleonora Grossi y la austríaca Maria Waldmann— de mucho peso dramático (la Waldmann, de hecho, era realmente contralto, aunque no tenía problema para ascender a la zona aguda exigida por los papeles de mezzo)*. Con estos mimbres, podrá imaginar el lector que la propuesta de Barton resultó, en mi opinión, insuficiente, máxime cuando a la limitación vocal señalada hubo que añadir una escasa implicación actoral y caracterizadora del personaje. Pero es de justicia añadir también que la cantante ofreció un acto IV bastante destacable, con una "L'abborrita rivale" muy bien delineada y un espléndido dúo con Radamés, en el que Barton —empleándose a fondo y mostrando la calidad de su voz en el registro central y superior— emitió dos impresionantes la sostenidos en el "ciel", de la frase "or dal ciel si compirà", que se expandieron por toda la sala retumbándonos en los oídos. Añadamos a esto, además, que la línea de canto, el estilo y el fraseo, en general, de la intérprete norteamericana resultaron bastante convincentes, aunque no tanto su idiomatismo. Una buena actuación (aprobado alto), en todo caso, con las limitaciones señaladas.

La altiva (y enamorada) princesa Amneris consolando a la esclava etíope Aida, antes de enfadarse con ella

La única voz realmente verdiana y de verdad adecuada a uno de los cuatro personajes principales fue la de nuestro Carlos Álvarez, que construyó un estupendo Amonasro (debutado, precisamente, en estas funciones). El barítono malagueño, cuya instrumento ciertamente ya no tiene el brillo, el squilo y la contundencia dramática de otros tiempos, fue muy aplaudido (y con razón), a pesar de lo breve de su papel; y no creo que fuera sólo por "jugar en casa", sino porque ofreció un retrato completo, profundo y humano —muy verdiano a la postre— del personaje, alejado de manierismos y excesos veristas, a los que tan proclives son otros intérpretes, centrados en la fiereza del personaje (más fácil de recrear), antes que en la nobleza del mismo. Su rey etíope fue magníficamente escanciado, resultando siempre musical, siempre cantabile, de gran expresividad. A su señorial y doliente aria de presentación ("Suo padre. Anch'io pugnai") siguió un electrizante dúo con Aida que puede contarse entre lo mejor de la velada (de nuevo en el acto IV), resultando impresionante, demoledor, terrible, vendicatore en su difícil frase "Del faraone tu sei la schiava", que resonó por toda la sala sobreponiéndose a la orquesta. Estuvo magnífico también en el terceto con la hija y Radamés. Sobresaliente, pues, también para Carlos Álvarez.

El temible Amonasro exigiéndole un inmenso sacrificio a su hija Aida

Muy correcto el Ramfis del bajo ruso Alexander Vinogradov, al que ya hemos tenido la ocasión de disfrutar bastantes veces en el Teatro Real, si bien es cierto que la voz me pareció menos contundente, rotunda y oscura que en otras ocasiones. Con todo, consiguió recrear al sacerdote autoritario, ceremonioso, arrogante y grave que pide la partitura, y dio bastante juego en sus enfrentamientos con la Amneris de Barton.

Amonasro en una imagen perteneciente a la reposición de la temporada 2017/2018

Excelente el mensajero del tenor mexicano Fabián Lara —que en su breve pero vistoso rol desplegó unos buenos medios—, y correcta, asimismo, la Gran Sacerdotisa de la soprano Marta Bauzá. Decepcionante el faraón del bajo búlgaro Deyan Vatchkov, que con una voz trémula, inestable y engolada fue incapaz de ofrecer la dignidad y magnificencia regias que el papel requiere.

La plana mayor de Egipto (Radamés, el faraón, Amneris y Ramfis) en otra escena monumental de esta producción

He leído en otras críticas que el coro —especialmente las voces femeninas— presentó algunos desajustes y falta de homogeneidad y morbidezza en representaciones anteriores. En la que yo comento ahora no hubo, desde luego, ningún problema, y la formación dirigida por Máspero desplegó una coordinación y un sonido compactos, resultando especialmente brillante —cosa lógica— en los momentos corales de mayor impacto que tiene la partitura ("Il sacro brando... Nume, custode e vindice", "Gloria all'Egitto", "Vieni, o guerriero vindice!"), aunque también sonó perfectamente en momentos de mayor recogimiento e intimidad (como, por ejemplo, en el bello y espiritual fragmento "Possente Fthà", o en la escena de las estancias de Amneris). Un notable alto, por tanto, al Coro Intermezzo.

Monumentalidad, monumentalidad y más monumentalidad que ha sacado de quicio a los críticos exquisitos de turno...

En definitiva: una estupenda velada (ópera de toda la vida en vena), que permanecerá en la memoria de quien esto escribe durante mucho más tiempo que otras representaciones quizá menos horteras, demodés y convencionales (pero también más olvidables y carentes del fuoco propio del mejor melodramma italiano).



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* Para ilustrar, aún mejor, cuál era la voz que Verdi deseaba en este papel, quizá resulte ilustrativo leer el testimonio que la cantante y periodista norteamericana Blanche Roosevelt dejó por escrito tras oír a Waldmann en el primer "Requiem" de Verdi en París: «la señora Waldmann tiene, como contralto, una voz aún más imponente, si cabe, que la de la señora Stolz como soprano. Es ciertamente raro oír tal calidad de sonido en una voz femenina. En más de una ocasión se diría que se trataba de un tenor, y sólo cuando mirabas y veias un ligero temblor en su figura —por lo demás inmóvil— te dabas cuenta de que era una mujer cantando» (The Chicago Times, 12 de junio de 1874; también en B. Roosevelt, Verdi: Milan and “Othello”, Londres , 1887, p. 74).

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