martes, 29 de noviembre de 2022

EL ORFEO QUE PUDO SER... Y NO FUE


L'Orfeo, favola in musica en un prólogo y cinco actos, con música de Claudio Monteverdi y libreto de Alessandro Striggio, basado en Las metamorfosis de Ovidio y Las geórgicas de Virgilio. Estrenada en el Palacio Ducal de Mantua el 24 de febrero de 1607 y en el Teatro Real el 2 de octubre de 1999.— Director musical: Leonardo García Alarcón.— Dirección y coreografía: Sasha Waltz.— Escenografía: Alexander Schwarz.— Vestuario: Bernd Skodzig.— Iluminación: Martin Hauk.— Diseño de vídeo: Tapio Snellman.— Intérpretes: Julie Roset (La Música/Eurídice), Georg Nigl (Orfeo), Charlotte Hellekant (La Mensajero/La Esperanza), Alex Rosen (Caronte), Luciana Mancini (Proserpina), Konstantin Wolff (Plutón), Julián Millán (Apolo/Eco/Pastor 4), Cécile Kempenaers (Ninfa/Pastor 1), Leandro Marziotte (Pastor 2/Espíritu/Pastor 3), Hans Wijers (Pastor 5/Espiritu), Florian Feth (Espíritu).— Vocalconsort Berlin y Freiburger Barokorchester.— Teatro Real de Madrid.— Lunes, 21 de noviembre de 2022, 19:30 horas.

Recién salidos, como estábamos, de la épica y suntuosa versión historicista de Aida propuesta por Hugo de Ana —que tuve el placer de disfrutar en tres ocasiones—, se me antojaba que recalar en las playas del Orfeo monteverdiano —durante mucho tiempo considerada la primera ópera de la historia*— podría ser una experiencia harto agradable, un bálsamo o revulsivo sensorial que mi espíritu agradecería, por el contraste sonoro y estético que ambas obras ofrecen. Vamos, algo parecido —aunque sin tanta amargura— al proceso que Nietzsche decía experimentar escuchando la música de la Carmen de Bizet, después de haber roto su relación personal y emocional con Wagner, y cuando intentaba "curarse" de la borrachera narcotizante que, según propia confesión, le habían producido las brumosas notas de los dramas musicales wagnerianos. En definitiva: un salto de la maravillosa grand opéra verdiana decimonónica a la innovadora favola in musica camerística que Claudio Monteverdi compuso en los inicios del Barroco.

La propuesta estética del equipo artístico liderado por Sasha Waltz y Alexander Schwarz —aséptica, funcional, minimalista, casi espartana podríamos decir— parecía, en principio, atractiva, sugerente y muy prometedora, e invitaba a pensar que sobre el escenario del coliseo lírico madrileño se podría producir una evocación del espíritu cortesano e intimista que debió de presidir aquellas dos funciones mantuanas, ya míticas, de febrero de 1607, en que se dio a conocer al mundo la genial creación monteverdiana: la primera en una sala de la Accademia del'Invaghiti (en fecha indeterminada), y la segunda en el Palacio Ducal de Mantua, el 24 de dicho mes. Pero claro, ni el el espacio del Teatro Real es el de los dos locales renacentistas señalados, ni los responsables de esta puesta en escena son Monteverdi y su libretista Striggio el Joven.

Y ahí es, precisamente, donde radica la primera objeción que yo querría poner a esta nueva producción, pues el problema con el espacio escénico ha resultado insoslayable, por más que Alexander Schwarz haya intentado dotar de intimismo al espectáculo a través de su propuesta escénica, transformando el enorme foso del Real en un remedo de tarima acogedora como la que, supuestamente, debió de servir para representar la obra por vez primera en los lugares ya señalados. Para ello utiliza un pequeño escenario de madera superpuesto al propio del Teatro que, por medio de mecanismos, practicables y paneles verticales, se va moviendo para crear fondos y espacios en los que los cantantes pueden interactuar y moverse. Sin llegar nunca a subirse a él, los miembros del Vocalconsort de Berlin aparecían y desaparecían atravesando el escenario general para dirigirse al público, según las necesidades dramáticas del momento. Al fondo del todo, proyecciones de vídeo muestran los diferentes ambientes en que discurre la acción, mientras que a ambos lados de la tarima de madera se sitúa la Freiburger Barockorchester, con sus músicos repartidos en dos grupos para equilibrar el sonido y potenciar el efecto "cortesano" deseado. El problema de todo ello es que el conjunto resultó algo desangelado, pues la acción quedaba concentrada en una superficie muy reducida y sobraba demasiado espacio vacío (y en negro) por todos lados, dando la sensación de que asistíamos a un ensayo tras bambalinas, más que al espectáculo acabado propiamente dicho.

Esta imagen pertenece a otra representación, pero ilustra perfectamente el conjunto del espacio escénico

Además de lo señalado, me gustaría denunciar también —cosa que hago siempre que tengo ocasión— la falta de empatía de los directores de escena con aquella parte del público que no ocupamos las privilegiadas localidades de butaca, platea y delanteras de entresuelo y principal, a quienes se nos suele hurtar buena parte del montaje, bien sea porque no se tiene en cuenta la altura del proscenio y la profundidad del escenario —con lo que muchas de las cosas que suceden atrás y arriba no se ven—, bien porque sitúan a los intérpretes en la boca del proscenio, o incluso entre el público (como ha ocurrido en esta ocasión), con lo que ello supone para quienes nos sentamos en paraíso o laterales.
 
La obsesión por mantener ocupado el escenario con figurantes y bailarines una constante

A pesar de lo dicho —y aunque no llego a entender muy bien el porqué—, esta producción ha causado un auténtico revuelo en buena parte de la crítica especializada, algunos de cuyos ínclitos miembros han quedado realmente embelesados con ella: "Un Orfeo para el deleite", titulaba Gonzalo Alonso su reseña en el diario ABC, y Alberto González Lapuente habla, nada más y nada menos, que de «esencia de la ópera», «exquisita pureza» y otras expresiones y adjetivos igualmente laudatorios, volviendo a caer en una innecesaria referencia a la supuesta «polvorienta pomposidad» del montaje de Aida. Pero el caso más "epatado" quizá haya sido el de Rubén Amón, crítico que también se despachó a gusto contra la puesta en escena de la pasada Aida de modo un tanto faltón, y a quien todo lo que allí le pareció acartonado y demodé, le ha resultado aquí "deslumbrante", de modo que, refiriéndose a este montaje, habla de "estupefacción constante", "viaje iniciático", "jornadas de estremecimiento"... Valga como ejemplo de su asombro sin límites hacia esta producción el siguiente párrafo, en que habla de: «acontecimiento artístico que ha sacudido el Teatro Real en cuatro jornadas de estremecimiento (20, 21, 23 y 24 de noviembre). Orfeo parecía la primera ópera y la última. Rompía las coordenadas del espacio y del tiempo. No queríamos que terminara nunca. Se hacía intolerable marcharse del teatro. Regresar a la calle. Volver a las rutinas. No». Es decir, todo muy grandilocuente, muy rimbombante y muy altisonante. Por lo que a mí respecta, me adhiero sin dudarlo a las dos reseñas críticas que han firmado en Scherzo Eduardo Torrico (para música y canto) y Roger Salas (para la parte de la danza). Son, en mi opinión, las más ponderadas y, sobre todo, las que mejor reflejan la impresión que a mí me produjo este espectáculo que, al parecer, ha servido para transmutar epifánicamente a tantos críticos.


En el terreno musical, el director Leonardo García Alarcón y la Freiburger Barockorchester demostraron sobradamente el dominio y competencia que tienen en este repertorio, formando parte de lo mejor que hubo en la velada. Como ya he dicho, se dispuso la orquesta sobre el escenario (no en el foso), para acentuar aún más ese carácter intimista que se quiso dar desde la dirección de escena, pero lo cierto es que la división en dos partes restó algo de homogeneidad al sonido. Peccata minuta, si lo comparamos con otros aspectos musicales de la velada que enseguida comentaré. Excelente, asimismo, el Vocalconsort de Berlín, cuyos miembros aparecían y desaparecían del escenario en función de las exigencias de cada momento, y que contribuyó de modo muy especial a dar sentido a la partitura en sus brillantes intervenciones, así como a liberar algo un espacio escénico superpoblado durante la mayor parte de la función. Un sobresaliente alto para ambas formaciones y el director.

Al principio todos de blanco, en un mundo sobre el que aún no han caído las sombras del Averno

Georg Nigl fue un Orfeo que danzó, giró y reptó por el escenario exquisita y grácilmente —merced a su atlética figura—, aunque, por desgracia, carece de un instrumento vocal interesante: sonidos blanquecinos, escasa proyección, timbre anodino, con una línea de canto fuera de estilo y escasamente idiomática. Resultó muy decepcionante, de modo que no entiendo los abundantes parabienes que ha cosechado de parte de la crítica. Es cierto que la obra de Monteverdi pertenece a una época del canto en que las distintas categorías vocales aún no se habían perfilado tanto como iba a ocurrir con posterioridad (especialmente a partir del siglo XIX), pero lo cierto es que habría sido preferible presentar un protagonista con cualidades tímbricas baritonales más acentuadas, y no de instrumento tan indefinido, mate, ralo y de escasa entidad como el de Nigl. Aprobado.

Rigl, de luto, cuando ya se había quedado sin su Eurídice
 
Mucho más decepcionante aún resultó la soprano sueca Charlotte Hellekant, en los papeles de La Mensajera y La Esperanza, pues su prestación se vio marcada por un molesto y permanente vibrato incontrolable, así como por continuas dificultades en el agudo, que sonó tenso y forzado. Si a ello le añadimos la sobreactuación escénica y la fealdad tímbrica del instrumento podemos decir que estamos ante la peor solista de la velada. Suspenso sin paliativos para ella.

Hellekant y Rigl en un momento de la función

Lo mejor, por el contrario, estuvo en manos de la joven soprano francesa Julie Roset (como La Música y Eurídice), de la mezzo sueco-chilena Luciana Sierra (como Proserpina), y del bajo californiano Alex Rosen (que dio vida al temible barquero Caronte). Dentro de las limitaciones implícitas en un instrumento pequeño, de escasa proyección (algo bastante habitual en estas voces dedicadas al repertorio antiguo) y con timbre algo falto de personalidad y encarnadura, la lectura que Roset hizo de los dos papeles a su cargo fue muy correcta, estuvo llena de idiomatismo y ofreció una línea de canto que, tanto por timbre como por dicción, resultaba muy acorde con la prosodia del texto italiano y la monofonía monteverdiana, de manera que instrumentos y voz se acoplaron perfectamente. Muy adecuada y grácil como Música al principio de la obra —cuando todo prometía tanto—, y excelente como Eurídice en el resto de la función. Mucho más notable aún me pareció el Caronte de Rosen, aunque dada la brevedad del rol hubo poco tiempo para disfrutar de sus virtudes: sonó autoritario y señorial —gracias a un registro grave de muchos quilates— y fue del todo creíble en lo escénico. Muy interesante, asimismo, la sensual Proserpina de Mancini, con gran presencia física y un hermoso timbre oscuro que dotó de absoluta verosimilitud al personaje. Desplegó una adecuada línea vocal y cantó muy en estilo. Un notable para los tres.

Caronte ¿y su barca?

Habría que ver hasta qué punto influyeron en el bajo-barítono alemán Konstantin Wolff las exigencias escénicas y actorales que la dirección del espectáculo y la coreógrafa impusieron al mismo a la hora de recrear el rol de Plutón (incluido el tener que cantar sosteniendo a su compañera Perséfone a hombros), pero lo cierto es que su voz resultó forzada en exceso y con sonidos poco gratos, monstrándose además poco sutil en cuanto a línea de canto, matices y recreación dramática del personaje. Aprobado.

El pobre de Plutón cargando a cuestas con Eurídice (y con las ocurrencias de Waltz)

Entre buenos y simplemente aceptables el resto de intérpretes, destacando entre todos ellos el Apolo/Eco/Pastor 4º del barítono español Julián Millán, dueño de un instrumento muy interesante y bastante superior al de Nigl, con el que tuvo que medirse en las escenas entre Orfeo y Eco del acto V.

Contorsionismos varios (que, por desgracia, no sólo tuvieron que hacer los bailarines)

Y ya, para terminar, la siguiente reflexión: una de las cosas que más han elogiado los críticos de esta producción ha sido la supuesta habilidad con que, al parecer, se fusionaron música y danza, para dar lugar a un «espectáculo —y cito de nuevo al transmutado Amón— cuya belleza y plasticidad resultaba tan elocuente como su dolor stehdheliano. El síndrome de la estética conmueve y perfora. Hasta se hacían insoportables los pasajes de mayor hondura y voluptuosidad, como si el arte nos estuviera percutiendo y desollando». En fin... De danza poco puedo hablar, la verdad, pues ni me gusta, ni entiendo del tema. Pero sí sé que la deseada fusión difícilmente podía alcanzarse inundando el escenario de personas que moviéndose a todas horas (con o sin motivo), y que resulta prácticamente imposible cantar en buenas condiciones si uno tiene que estar —como les ocurrió a los solistas— sirviendo de modo continuo a los malabarismos, acrobacias y ocurrencias exigidos por una coreógrafa que parece no comprender las enormes dificultades técnico-anatómicas del canto.

El despiporre final, con todo el mundo (incluidos los integrantes de la orquesta y el director) sobre el escenario


He dicho.

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* Un honor que, sin embargo, desde hace un tiempo ha recaído en dos obras de Jacopo Peri: La Danae (compuesta en 1597, pero perdida) y Euridice (1600).

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