lunes, 8 de mayo de 2023

MADRID MUERE DE AMOR... CON SEMYON BICHKOV (O "TRISTAN UND ISOLDE" EN EL TEATRO REAL)

Tristan und Isolde, acción en tres actos, con texto y música de Richard Wagner. Estrenada en Múnich, el 10 de junio de 1865 y en el Teatro Real el 5 de febrero de 1911.— Director musical: Semyon Bichkov.— Dirección del coro: Andrés Máspero.— Coordinación escénica: Justin Way.— Iluminacion: Pedro Chamizo.— Asistente de la dirección musical: Paul Wigold. Pianista repetidora: Alexandra Golubitskaya.Supervisión de la dicción alemana: Rochsane Taghikhani.Intérpretes: Andreas Schager (Tristan), Franz-Josef Selig (el rey Marke), Catherine Foster (Isolde), Brian Mulligan (Kurwenal), Melot (Melot), Brangäne (Ekaterina Gubanova), Jorge Rodríguez-Norton (un pastor).— Alejandro del Cerro (un marinero). David Lagares (un timonel). Coro y Orquesta titulares del Teatro Real (Coro Intermezzo / Orquesta Sinfónica de Madrid).— Teatro Real de Madrid.— Versión en concierto semiescenificada. Miércoles, 3 de mayo de 2023, 18:30 horas.

Con todas las entradas agotadas en taquilla, pero numerosos huecos en diferentes zonas de la sala principal —quizá porque los ausentes habían acudido el día de antes (como un servidor) a la función de Nixon en China, y decidieron que dos seguidas ya era demasiado (yo mismo lo pensé)—, asistí a esta tercera representación de las cuatro que el coliseo madrileño ha programado en versión de concierto para ofrecernos una de las obras cumbres del género lírico: Tristan und Isolde, la "Acción en tres actos" —Handlung in drei Aufzügen, como la denominó Wagner—, que el genio de Leipzig compuso para tomarse un respiro en la titánica labor que se traía entre manos con la composición de El anillo del nibelungo, y que acabó siendo la ópera con la música más influyente, hermosa y embriagadora que, quizá, se haya compuesto nunca. Y que esto pudiera ser así no lo digo yo, sino que llegó a afirmarlo el propio Giuseppe Verdi —gran antagonista artístico de Wagner— en una entrevista concedida dos años antes de su muerte, al señalar lo siguiente: «le debo innumerables horas de maravillosa exaltación. El acto II de Tristán e Isolda está plagado de invenciones musicales, siendo una de las creaciones más sublimes del espíritu humano».

Pese a tratarse de una versión semiescenificada —fórmula que los teatros emplean ahora con cierta asiduidad para denominar a la tradicional versión en concierto de toda la vida (solo que con los cantantes moviéndose más por el escenario) y, por qué no, para abaratar costes de producción— la obra tiene tal poder de seducción y su música es tan hermosa y absorbente que las casi cuatro horas de duración acaban discurriendo como en un suspiro, circunstancia a la que contribuye también el hecho de ser una obra en la que lo melódico prima claramente sobre la poesía y el drama, y donde lo más significativo de la acción se genera, precisamente, desde el interior de los propios personajes, por lo que la acción escénica suele ser muy reducida incluso en las funciones tradicionales con puesta en escena. Y todo sería mucho más llevadero aún si no fuera por esas incomodísimas butacas del Teatro Real, pensadas para personas con talla del siglo XIX. Digamos, en cualquier caso, que la dramaturgia de esta versión semiescenificada, a cargo de Justin Way, consistió en colocar una pequeña tarima de color negro —que hizo las veces de cubierta de barco, banco de jardín y lecho donde yace Tristán—, indicar a los solistas que interactuaran medianamente a lo largo de la función —aunque la pobre Foster no supiera dónde colocarse—, y utilizar las gran lámpara de la sala para potenciar sensaciones emocionales en el público, al inundarla de un precioso color azul celeste durante el dúo de amor —creando así un ambiente muy potente visualmente— y de un blanco radiante, que fue haciéndose cada vez más intenso e inundando toda la sala principal, justo al concluir el Liebestod, al tiempo que la iluminación del escenario se iba apagando poco a poco hasta quedar a oscuras. De ese modo, Tristán e Isolda desaparecieron ante nuestros ojos, fundiéndose para convertirse en luz, mientras que el mundo material que tanto les había hecho sufrir se veía sumido en la negrura más absoluta.
 
Al frente de la orquesta (en todas las funciones) estuvo el petersburgués, y acreditado director wagneriano, Semyon Bichkov, que condujo a la orquesta con firme decisión, inspirado aliento y enorme sensibilidad, ofreciendo una lectura de muchísimos quilates, llena de sentido teatral, progresión dramática y gran variedad de dinámicas, desplegando una asombrosa habilidad (e inteligencia) para extraer del conjunto orquestal bellas y larguísimas frases de melodía infinita en un continuo legato y conseguir un sonido perfectamente empastado en el que, sin embargo, no faltó en ningún momento claridad de todos los planos sonoros. Destacadísima la sección de viento-madera y espectacular el sonido aterciopelado denso, compacto, homogéneo de las cuerdas, que sonaron como pocas veces en el Real. Con todo, si hubiera que añadir algún "pero" este sería, en mi modesta opinión, el de que Bychkov no contuviera algo el caudal sonoro en los momentos de mayor expansión, pues al estar situada ésta en el propio escenario y al lado de los cantantes, dejó a los pobres ahogados en aquellos pasajes de mayor densidad orquestal, dando lugar a momentos de cierto emborronamiento o confusionismo sonoro. En cualquier caso, asistimos a una interpretación estupenda, que sacó lo mejor de la Orquesta Titular del Teatro Real, como pudo verse en el estruendoso aplauso con que fue ovacionada por el respetable al final de la función. Sensacionales, por otro lado, los músicos solistas —la violista Wenting Kang, en el primer acto, el clarinete bajo Ildefonso Moreno, en el segundo, y el corno inglés Álvaro Vega, en el tercero—, con una especialísima mención a este último que, subido en uno de los palcos (junto a los técnicos), mantuvo un soberbio y expresivo diálogo entre su instrumento y el doliente Tristán en la primera escena del último acto. No llegué a percibir en ningún momento la falta de transparencia e imprecisión que algunos críticos (Arturo Reverter, en este caso) dijeron advertir en el último acto, quizá porque, al contrario de lo ocurrido en la primera función, el día 3 todo estaba ya mucho más rodado. Y si algún "pero" hubiera que poner al Liebestod —como señala el citado crítico madrileño— sería más por la soprano que por la propia orquesta. Pero de eso hablaré enseguida.
 
 
Entre los solistas destacó, muy por encima de todos, el austríaco Andreas Schager, tenor que ya viene siendo habitual en el coliseo lírico madrileño y un profesional que nunca decepciona. Es increíble la evolución experimentada por este cantante desde que le oí en vivo, por primera vez, en aquel Rienzi madrileño (también en versión concierto) del ya lejano año 2012. Y en esta ocasión, de nuevo, volvió a sorprenderme por su resistencia física, su capacidad para dosificar y la habilidad para llegar enterito al final de la función (y haciéndolo en tan buena forma, de hecho, que, en el lecho de muerte, parecía gozar de excelente salud, a juzgar por la entrega con que cantó y lo poco doliente de su expresión). Schager mostró, como todas las veces que he podido escucharle, una entrega vocal y actoral absoluta, así como un canto de gran intensidad y sincera efusión; todo ello servido por un instrumento que no es, en puridad, el de un Heldentenor, pero cuyo timbre posee netas sonoridades germánicas y no carece de tintes heroicos, además de tener gran proyección (lo que le permite sobreponerse a la masa orquestal sin demasiadas dificultades), y una resistencia y potencia vocales dignas de admirar. Con todo, en el terreno expresivo y de las dinámicas resultó algo plano y poco variado, lo que se echó de ver, sobre todo, en el citado último acto —el más exigente de su particella—, donde es necesario que el intérprete pliegue a menudo la voz para cantar de modo elegíaco, recogido e intimista, con el objeto de expresar la debilidad física y moral del personaje y los contrastes propios del torbellino de pasiones contradictorias que atraviesan su alma, algo que no terminó de ser transmitido plenamente y en toda su complejidad, pues Schager mantuvo una línea de canto casi siempre en forte y una actitud algo histérica, que dejó poco espacio a los matices y contrastes. Advertí, asimismo, un cierto vibrato que no le recuerdo al intérprete en otras ocasiones, y que podría deberse a lo exigente del repertorio que lleva frecuentando desde hace unos años. Pero, en general, podemos decir que ofreció una interpretación muy estimable de tan endiablado, complejo y agotador rol, uno de los más difíciles del repertorio para esta cuerda. De este modo, Schager volvio a demostrar por qué es, en la actualidad, uno de los tenores wagnerianos más estimables y seguros. Un sobresaliente para él.
 
Schaeger junto a Joan Matabosch (director artístico del Real) y Bichkov


Para dar la correspondiente réplica como Isolde tuvimos a la soprano británica Catherine Foster, que sustituyó en el último minuto a la inicialmente prevista Ingela Brimberg, caída del cartel por razones médicas. Foster no es nueva en estas lides, pues viene frecuentando el repertorio wagneriano más exigente desde hace bastante tiempo, hasta el punto de que fue elegida para interpretar a Brunilda en el Festival de Bayreuth del año 2013, coincidiendo con el bicentenario del nacimiento de Wagner. Creo que el rol de Isolde lo cantó, por vez primera, en 2007 y ha vuelto a incorporarlo, con mucho éxito, en la última producción que de esta obra se hizo el pasado año en el teatro de la verde colina. Así pues, todo eran garantías al contar con ella en estas funciones madrileñas, aunque haya tenido que incorporarse a las mismas in extremis, y sin apenas tiempo para ensayar (lo que, quizá, sería una razón de peso para ser más comprensivo con ella). Pues bien, debo decir que, pese a esa solvencia comprobada, sin embargo a mí no terminó de convencerme en su prestación, pero más por falta de temperamento y ausencia de implicación dramática que por estricta inadecuación vocal al rol. El de Isolde es un papel que aunque posee el mismo rango vocal en extensión que la Brünnhilde de Die Walküre, sin embargo no necesita un instrumento tan dramático como el de la valquiria, ya que ha de afrontar numerosos pasajes mucho más líricos que épicos, y adaptarse a las sutilezas cromáticas de la orquesta, alcanzando el cénit de la delicadeza y etereidad en el famoso Liebestod, o "muerte de amor" con que se corona la obra. Pues bien, Foster —en origen una lírica que ha ido ensanchando hasta spinto— parecía una candidata ideal para cumplir con el cometido: tiene una voz con volumen, fácil proyección, timbre algo gutural pero con brillo y facilidad para los agudos; y aunque flaquea y pierde contundencia en el registro inferior —lo que reduce, a mi entender, la capacidad expresiva del personaje— es buena fraseadora y canta con intención, de modo que ofreció momentos realmente interesantes a lo largo de la función, sobre todo en los actos I (con un impresionante monólogo "O blinde Augen! ... Rache! Tod!") y especialmente en el II, donde esa capacidad para apianar y frasear resulta valiosa de verdad en el dúo de amor con el amado. Sin embargo, a nivel expresivo y de implicación interpretativa me pareció que el resultado quedaba lejos de lo deseable para considerar su lectura realmente destacable. La voz y las notas estaban ahí, cierto, pero al contrario que su compañero de reparto, Foster apareció distante, como ajena al drama, excesivamente hierática, y con un canto al que faltó mayor densidad y hondura dramáticas. De hecho, a mí su Liebestod me pareció muy decepcionante, por falta de intensidad, recogimiento e introspección. Así pues, un notable para la soprano británica.
 

La mezzosoprano rusa Ekaterina Gubanova, de voz tersa, pastosa, oscura y atractiva, fue una sólida Brangäne que, en todo momento, estuvo a la altura de lo exigido para su parte, tanto a nivel canoro como de implicación actoral (aquí en las antípodas de Foster, por cierto). Si hubiera que reprocharle algo quizá sería lo expeditivo de su intervención en uno de los pasajes más hermosos y embriagadores de la obra: el de las advertencias a los amantes ("Habet acht! Habet acht!"), que entonó con algo de premura, en lugar de sostener las notas y aplicar un canto legato de mayor aliento que habría dado más realce al onirismo y morbidez del ambiente en que se desarrolla esta escena amorosa (especialmente en su repetición, que es cuando la pasión entre los amantes llega a su cenit). En cualquier caso, su actuación me pareció excelente y creo que merece también un sobresaliente.
 
Gubanova y Foster durante un momento del acto I
 
El barítono británico Brian Mulligan —que se alternaba con Thomas Johannes-Mayer en el rol de Kurwenal— dio vida a un criado/escudero bien cantado y dicho, aunque su instrumento sonó demasiado lírico y claro, llegando a quedar algo desguarnecido en la zona alta, donde el timbre perdía tersura y cuerpo. Esto, a mi entender, es un hándicap importante en el acto I, donde el personaje tiene que mostrarse rudo, viril e incluso insolente, e importa menos en el III, donde la voz debe transmitir el amor y entrega absoluta que siente hacia su amo. Personalmente, y aunque hay beneméritos ejemplos de cantantes con voces livianas que asumieron el rol en el pasado —ahí están, para demostrarlo, los casos de Herbert Janssen, o Dietrich Fischer-Dieskau—, yo siempre he preferido cantantes de mayor densidad y enjundia vocal para interpretar a Kurwenal: un barítono, o incluso un bajo-barítono con capacidad para modular y apianar (recordemos a Friedrich Schorr, o Hans Hotter), cuyo instrumento permita diferenciar su línea de canto de la del propio tenor protagonista, complementándola y evitando que ocurra lo que pasó en esta función: que la voz de ambos se confudió más de una vez. En este sentido, y a pesar de las limitaciones que algunos críticos le han atribuido, hubiera preferido escuchar a Thomas Johannes Mayer, por su mayor densidad vocal. Notable, en todo caso, su prestación.
 
Fue el bajo alemán Franz-Josef Helig un rey Marke de nobles acentos, estupenda dicción y acertado fraseo que brilló especialmente, como no podía ser de otro modo, en el largo parlamento que se le asigna al final del acto II, donde el intérprete fue capaz de transmitirnos la solemnidad, el desconcierto y el dolor que siente ante la traición de que ha sido objeto por parte de su querido sobrino. A pesar de todo, la voz me pareció algo ajada, con sonidos fijos, escaso vibrato y dificultades en el ascenso al agudo. De todas formas no dudaría en puntuarlo con otro sobresaliente.
 
Schager, Selig y Foster en un momento del acto II
 
En cuanto a los comprimarios, decir que cumplieron sobradamente, destacando el joven marino interpretado por Alejandro del Cerro y el malvado Melot del tenor británico Neal Cooper. Gran prestación, asimismo, la de la sección tenoril del coro "Intermezzo", que ofreció un excelente, alegre y viril contrapunto "marinero" y "popular" a la tragedia que se fraguaba en el barco durante el viaje al reino de Marke.
 
Denunciar, por último, a los impresentables espectadores que, hasta en cuatro o cinco ocasiones —y a pesar de las advertencias lanzadas desde la megafonía del teatro antes de iniciarse cada acto— dejaron sonar sus teléfonos móviles en diferentes puntos de la sala y distintos momentos de la función. Una de las veces, hasta en dos ocasiones seguidas, justo durante el embriagador clímax creado con el dúo de amor en el acto II. ¡Una gentuza que, quizá, escarmentaría si fuera posible expulsarla de la sala en ese mismo instante! He dicho.

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