jueves, 7 de febrero de 2013

UN WAGNER CAMERÍSTICO Y FALLIDO: "PARSIFAL" EN EL TEATRO REAL*



Parsifal, festival escénico sacro, representado en versión de concierto y con instrumentos originales reconstruidos, con libreto y música de Richard Wagner.— Dirección musical: Thomas Hengelbrock.— Intérpretes: Simon O'Neill (Parsifal), Matthias Goerne (Amfortas), Victor von Halem (Titurel), Kwangchul Youn (Gurnemanz), Johannes Martin Kränzle (Klingsor), Angela Denoke (Kundry), Hermann Oswald y Marek Rzepka (Dos caballeros del Grial), Katja Stuber, Gunta Gelgote, Antonia Bourvé, Tanya Aspelmeier,k Heike heilmann, Marion Eckstein (Seis muchachas-flor), Marion Eckstein (Una voz), Solistas del Coro de niños de la Academia de coro de Dortmund (Primer y segundo escudero).— Pequeños Cantores de la JORCAM. Balthasar-Neumann-Chor. Balthasar-Neumann-Ensemble.— Teatro Real de Madrid.— Jueves, 31 de enero de 2013, 19:00 horas.


COMENZARÉ reconociendo, para dejar las cosas claras desde el principio, que no es Parsifal mi composición wagneriana favorita. Podría afirmar, incluso, que la tengo colocada casi al final de la lista de este compositor, sólo por delante de esos pecados de juventud que el genio de Leipzig repudió en su madurez (Die Fenem, Das Liebesverbot y Rienzi), y en dura pugna con esa comedia de costumbrismo nacionalista que es Die Meistersinger von Nürnberg. Ambas suben y bajan en mi particular ránking, dependiendo de la época y, sobre todo de mi estado de ánimo, y no alcanzando nunca las posiciones de cabeza que ocupan de manera permanente Der Ring des Nibelungen, Tristan und Isolde y Die Fliegende Höllander (por ese orden, además). ¡Es todo tan sagrado en Parsifal! ¡Todo tan etéreo, tan religioso, tan espiritual...! ¡Hay tanta mística y ascética en esta ópera que...!

La sala del Grial, al final del acto III, según la concepción escénica de
Paul von Joukowsky para la producción original de 1882


Y no es porque me encuentre ante ella en la misma posición incómoda y militante que tenía Friedrich Nietzsche quien, como se sabe, reconoció la sublime belleza y la perfección formal de la partitura, pero renegó por completo de su mensaje, pues transmitía una imagen cristiana, mística y "beata" de Wagner que, según el filósofo alemán, traicionaba el pensamiento y la obra de toda una vida: la del Wagner revolucionario, transgresor de modas y estéticas, sustituido por el pequeño burgués políticamente correcto. No es por eso, efectivamente. Pero debo reconocer que cada vez que escucho Parsifal acabo siempre con la sensación de haber oído una mezcla de todo lo que, en épocas anteriores, Wagner había hecho de manera más innovadora y antes que nadie. Todo parece como un poco visto y previsible en esta obra que algunos definen como el testamento musical de su creador: Parsifal viene a ser una especie de arquetipo espiritual y contemplativo de otros héroes wagnerianos "salvíficos" como Lohengrin o Siegfried. ¿Y qué decir del siniestro mago Klingsor, en el que no veo sino un trasunto ascéticamente radical del propio Alberich, tanto por su maldad, como por su ausencia de capacidad para amar (en un caso por la renuncia voluntaria al amor y, en el otro, por su autoemasculación)? Amfortas bien podría ser la representación, en clave cristiana, doliente y pecadora, del pasivo, sufriente y, al cabo, resignado Wotan, siempre maniatado por sus propios pactos para poder actuar. Nadie mejor que Ángel Fernando Mayo para describir esta sensacion (aunque él se refiere a ella, claro está, para negarla):
«Se toma el anhelo de aniquilación del Holandés, se le añade el sufrimiento de Tristán y se sazona con las especies del Venusberg parisién. Se deja engordar la mezcla durante cuatro o cinco años hasta que forme una pasta espesa, que después es troceada en figuras —los motivos conductores— repartidas aquí y allá según convenga. Por último, se baña en almíbar, bastante dulzón, y se sirve con la marca de origen "Festspielhaus"» (1).

El padre de la criatura
Pues bien a pesar de todo lo que me dice la sabiduría unida de Fernando Mayo y de Gregor-Dellin —que también ha defendido la validez, la grandeza y la novedad de lo aportado por Wagner en su última composición operística—, cada vez que me enfrento a la partitura de Parsifal yo no puedo evitar sentirme invadido por una sensación de déjà-vu (o, por mejor decir, de déjà-entendu), merced a la cual me resulta imposible disfrutar de ella en la misma medida que lo hago con el Anillo, Tristán e Isolda, Tannhäuser, Lohengrin, El Holandés o Los maestros. ¿Qué le voy a hacer...?

Es por todo ello que recibí con bastante satisfacción (incluso alegría) la noticia de que estas funciones madrileñas en versión de concierto iban a incorporar la importante novedad de una interpretación historicista de la partitura, utilizando para ello instrumentos reconstruidos que imitarían los de la época en que fue compuesta la obra. Es decir, violines, violas, violonchelos, tubas, fagotes, trompas, timbales, etc. tal como eran (o se cree que eran) en 1882, año del estreno de Parsifal.

Un curioso y útil artículo firmado por Minkus Teske, e incluido en el programa de mano entregado durante estas representaciones (2), nos puso al día de las "innovaciones" técnicas y sonoras que íbamos a encontrar. La fundamental ha consistido en afinar los instrumentos con una altura del diapasón y una frecuencia semejantes a las que se utilizaban en la década de los 80 del siglo XIX (435Hz), que está bastante por debajo del actual La 440Hz. Por otro lado, también ha sido decisivo el empleo de materiales, su manipulación a la hora de construir los instrumentos y el modo de tocarlos, siguiendo indicaciones de lo que se hacía por la época en que Wagner estrenó Parsifal. Entre ellos, por ejemplo, el empleo de cuerdas de tripa —en lugar de las actuales de acero— para la práctica totalidad de los instrumentos de cuerda, o el uso de una técnica de ejecución en la que el vibrato es empleado en momentos muy concretos, y no de continuo como ocurre hoy día. Todo ello ha dado como resultado un sonido más opaco, de menor brillantez y luminosidad, con menor volumen y número de armónicos. Un sonido que se hace algo extraño al principio, pero al que uno acaba acostumbrándose enseguida y que aporta, ciertamente, una perspectiva estética y sonora diferente a una obra que estamos acostumbrados a oír hasta la saciedad. De todas formas, el experimento ha nacido con una importante limitación de origen, y es que si deseaba reconstruirse de la manera más fidedigna posible el sonido ideado por el compositor resultaba ineludible haber intentado colocar los instrumentos de modo que imitasen el efecto sonoro que se produce en el foso del propio Bayreuth (para el cual Wagner compuso la partitura). Como esto es materialmente imposible en cualquier otro teatro que no sea el de la colina, al menos debería haberse situado la orquesta en el foso del Real, y no sobre el escenario y a la misma altura que los solistas, dando lugar a momentos de auténtico batiburrillo sonoro, en los que era imposible obtener un equilibro entre las cuerdas y los metales.



Empujado, quizá, por su experiencia en la Música Antigua y por la responsabilidad de adaptarse a las características técnico-estilísticas de la "experimental" orquesta que debía concertar, Thomas Hengelbrock desarrolló desde el podio unos tempi excesivamente rápidos, confundiendo ligereza —si es que tal era la que deseaba imprimir en esta lectura historicista— con velocidad y presentando un edificio armónico y de articulación de dinámicas que no cuadró demasiado bien con el modo en que debería sonar una composición romántica del siglo XIX, posterior a Beethoven, Berlioz, Brahms y el propio Wagner, responsables de haber insuflado en la orquesta sinfónica un fuelle y una expresividad que estuvieron ausentes de esta interpretación. Hubo algunos problemas de afinación —quizá porque el experimento hizo que los músicos estuvieran menos preparados de lo que habría sido deseable— y, sobre todo, dificultad para diferenciar texturas. Al menos Hengelbrock se despachó la partitura en tan sólo 230 minutos (acto I: 95' + acto II: 65' + acto III: 70'), lo cual fue de agradecer. He de confesar, no obstante, que no me aburrí en ningún momento a lo largo de la representación, expectante como estaba ante las "novedades" sonoras derivadas del experimento historicista, y que ciertos elementos del mismo me sorprendieron de manera muy grata: por ejemplo el efecto creado con la maquinorra de percusión múltiple desarrollada para reproducir el efecto de trueno y derrumbamiento del castillo de Klingsor, «reconstrucción fiel del modelo original utilizado en Bayreuth», según aseveración de Teske en el artículo citado.



El papel del coro masculino, tan importante en esta ópera, fue ciertamente irrelevante y lo mismo podríamos decir de las voces blancas utilizadas para el coro celestial. Bastante bien las muchachas-flor, que supieron sacar partido a su lucida escena.

Le Chevalier aux Fleurs (Parsifal), de Georges Antoine Rochegrosse (1894)


Simon O'Neill fue un Parsifal muy, muy limitado, pero más por sus cualidades tímbricas y vocales que por falta de estilo y de línea. En este sentido, el tenor neozelandés dio muestras de buena intencionalidad interpretativa durante toda la representación, desplegando un acertado fraseo y una línea de canto estimable y cuidada, con interesantes matices y atención al juego de dinámicas. Así pues, cualidades técnicas y estilísticas no le faltan para asumir el rol. Pero, por desgracia, es dueño de una voz con poca entidad, muy liviana y clara, limitada y pobremente dotada por la Naturaleza: sonidos entubados y de marcada nasalidad en todo el registro —especialmente en la zona alta—, un color caprino que afeaba todas sus intervenciones, poco volumen y reducida extensión, de modo que, pese a la menor masa orquestal derivada de esta versión historicista, O'Neill tuvo dificultades para hacerse oír en más de una ocasión. Con estos mimbres vocales fue imposible ofrecer una interpretación redonda del papel titular protagonista. Resulta preocupante y descorazonador comprobar cómo, cada vez, es más habitual ver a tenores con estas características vocales tan limitadas y peculiares —el propio O'Neill, Klaus Florian Vogt, Lance Ryan, etc.— copando las partituras de papeles tradicionalmente atribuidos a verdaderos heldentenoren y asumiendo roles que en tiempos pretéritos interpretaron cantantes de las características vocales y la envergadura artística de Lauritz Melchior, Max Lorenz, Set Svanholm, Ludwig Suthaus, Wolfgang Windgassen, etc., todo lo cual es un indicio lamentable del punto de pobreza y empequeñecimiento hacia el que camina el repertorio wagneriano en particular y el bel canto en general. Pero volvamos al reparto de este Parsifal madrileño.

 O'Neill, con Thomas Hengelbrock al fondo, durante un momento de la interpretación


El Amfortas de Matthias Goerne fue peor aún que el Parsifal de O'Neill e hizo aguas por todas partes. El reputado liderista intentó ofrecernos una lectura sufriente, dolorida y atormentada del afligido Gran Maestre que custodia el Grial, pero quedó bien lejos de conseguir su objetivo, pues lo que puede valer como recurso expresivo para interpretar un lied de Winterreise —voz queda y susurrante, canto recogido y a flor de labios, actitud cómplice— no resulta igualmente válido en una ópera, y menos aún en una de Wagner. Por ese motivo su Amfortas fue más afectado que íntimo, más reconcentrado que sufriente y careció de autenticidad dramática. La voz, del todo insuficiente para el papel, sonó engolada en todo momento, sin esmalte ni proyección, con unos graves apenas audibles y unos agudos abiertos que, en algún momento, llegaron a rozar el grito. Así, por ejemplo, en su monólogo que tiene lugar durante la escena del ágape de los caballeros en torno al Santo Grial, cuando grita suplicando: "¡Piedad, Piedad!" ("Erbarmen! Erbarmen!"). Por no hablar de la escena de la curación, en la que no hubo fuerza, ni nervio, ni dramatismo ni tensión, y donde Goerne se desenvolvió con una voz que era puro grito. Muy mal, francamente.



Angela Denoke —que había cancelado en la primera función por causa de un resfriado— cantó en esta segunda y dio muestras de un material sólido y con suficiente empaque para interpretar la parte de la misteriosa Kundry. De todas formas, a lo largo de la velada se pudo comprobar que los problemas físicos debían persistir, pues afrontó con ciertas dificultades y tiranteces la zona alta de su partitura, especialmente en su duelo con Parsifal al final del acto II, con unos "Irre! Irre!" ("¡Engaño! ¡Engaño!"), a los que llegó con mucha dificultad. Tuvo también algún problema de afinación, aunque fue cosa menor. Gran presencia escénica —es una mujer muy atractiva— y absoluta entrega, siendo la intérprete que más "actuó" en esta versión concertística —incluyendo un cambio de vestuario que la llevó a presentarse con un voluptuoso vestido rojo en el acto II—, para ofrecernos una lectura pasional, frágil y atormentada del personaje de Kundry, que está bastante lejos de las "brujas" malvadas recreadas por otras cantantes.

Denoke y O'Neill en el emocionante duelo que sus personajes mantienen en el acto II

El Klingsor de Johannes Martin Kränzle fue una de las cosas más agradables de la velada. El cantante posee un buen material baritonal, aunque puede resultar algo claro en ocasiones (sobre todo si lo comparamos —¡odiosas comparaciones!— con precedecesores tan ilustres como Gustav Neidlinger u Otakar Kraus, dueños de un timbre bastante más oscuro). Pero interpretó con intención, gusto y estilo, construyendo un mago muy creíble y expresivo que dio gran realce a sus escasas intervenciones.



Bien el resto de intérpretes solistas, con especial mención para el veterano Victor von Halem, que construyó un sólido, rocoso y ultratúmbico Titurel, cantado desde uno de los palcos del teatro. No tuvo el menor problema para hacer oír su vozarrón sobreponiéndose a la "suave" masa orquestal de instrumentos reconstruidos. Y ya que hablamos de los papeles más secundarios me gustaría formular una pregunta que lanzó al aire: ¿no hay en España un solo cantante con la suficiente dignidad y competencia como para haber podido interpretar siquiera algún papel comprimario en estas funciones? ¿Los dos caballeros del Grial que tienen voz? ¿Los escuderos? ¿Las muchachas-flor, quizá? ¿A qué se debe esta ausencia total y absoluta de voces españolas en un teatro español y para papeles que no necesitan especial formación (si es que de eso se trata)? Dicho queda.



Con todo, el gran protagonista y triunfador de la velada fue el bajo surcoreano Kwangchul Youn, experimentado y solido artista que, desde ya mismo y tras estas funciones madrileñas, puede añadir a su currículo otra magnífica lectura del noble caballero Gurnemanz, al que ya ha interpretado en otras ocasiones con anterioridad, incluyendo cuatro veces en el propio Bayreuth. Podemos decir que su participación fue absolutamente decisiva y protagónica durante esta función. El papel, de hecho, es el más importante después del de Parsifal, pues tiene largos monólogos y agotadoras intervenciones que Youn superó sin dificultad. He leído alguna crítica de la función del día 31 en la que se indicaba que el intérprete llegó algo cansado al final, pero el día que yo le oí no dio muestras de ello. De hecho, puedo afirmar que construyó un estupendo acto III. La voz, de verdadero peso y dramatismo, con magnifica proyección, corrió homogénea en todo el registro ayudando a construir un personaje lleno de autoridad y pleno de matices, con una línea de canto inmejorable y una dicción nitidísima (lo que resulta imprescindible en papeles tan "narrativos" como éste). El público reconoció la tarea realizada y premió con grandes ovaciones a Youn (que fue el más aplaudido).

Kwangchul Youn, sensacional Gurnemanz y verdadera triunfador de la velada (a nuestro modesto entender)


En resumen: una velada interesante, llena de suficientes elementos como para despertar la curiosidad del aficionado, pero que resultó muy flojita desde el punto de vista musical. En realidad la grandeza, la tensión, el dramatismo propios de la dramaturgia wagneriana brillaron un poco por su ausencia. Una lástima haberla ofrecido en versión de concierto, pues si hay una obra que debe ser representada escénicamente ésa sería precisamente Parsifal. Pero seamos positivos: así, por lo menos, nos ahorramos la última ocurrencia del regista de turno.


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* La mayoría de imágenes que embellecen este artículo corresponden al trabajo que el artista húngaro Willy Pogany realizó en 1912 para ilustrar el libreto del Parsifal de Richard Wagner, dentro de un conjunto de trabajos que también comprendió Tannhäuser (1911) y Lohengrin (1913)
(1) Ángel FERNANDO MAYO, «Redención al redentor», en Parsifal, programa de mano de las representacionas habidas en el Teatro Real en la temporada 2000/2001, Madrid, 2001, p. 108.
(2) Minkus TESKE, «El sonido del tiempo», en el programa de mano entregado para estas representaciones, Madrid, 2013, pp. 19-24 (la cita en p. 23).

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