martes, 15 de abril de 2014

MUTI DIRIGE EL "REQUIEM" DE VERDI EN EL TEATRO REAL



Giuseppe Verdi, Messa da Requiem, compuesta con ocasión del primer aniversario de la muerte de Alessandro Manzoni (22 de mayo de 1873) y estrenada en la iglesia de San Marcos de Milán, el 22 de mayo de 1874.— Dirección musical: Riccardo Muti.— Intérpretes solistas: Tatjana Serjan (soprano), Ekaterina Gubanova (mezzosoprano), Francesco Meli (tenor), Ildar Abdrazakov (bajo).— Coro Titular del Teatro Real (director: Andrés Máspero). Coro de la Comunidad de Madrid (director: Pedro Teixeira). Orquesta Titular del Teatro Real. Orchestra Giovanile "Luigi Cherubini".— Teatro Real de Madrid. Sala Principal.— Lunes, 14 de abril de 2014, 20:00 horas.


HA tenido que volver Riccardo Muti a Madrid (en olor de multitudes, todo sea dicho) y programarse el primer espectáculo fuera de la temporada tradicional de ópera del Teatro Real para que un servidor, abonado del mismo, pise de nuevo los salones y pasillos del coliseo lírico madrileño, por primera vez, en esta temporada que ya está concluyendo. La insípida y aburrida programación que nos dejó pergeñada Mortier (q.e.p.d) antes de su retiro forzoso por causa de la terrible enfermedad que acabó con su vida me ha mantenido lejos del teatro de la Plaza de Oriente y ocupado en intentar deshacerme de las entradas para aquellos espectáculos a los que no tenía pensado acudir (todos hasta la fecha). Tarea ímproba esta última, todo sea dicho, que ha acabado resolviéndose con un fracaso absoluto y la consiguiente pérdida del dinero correspondiente a dichas entradas (cuyo montante total finalmente ha ascendido a una cifra nada desdeñable). Era lógico que algo así ocurriera, pues la gente anda escasa de dinero por culpa de la crisis y no está dispuesta a malgastarlo en espectáculos experimentales, poco conocidos y que no le garantizan la satisfacción que puede darles el repertorio de toda la vida. El gran repertorio, vaya, que tan denostado se ha visto durante le etapa de Mortier como director artístico del Real. Y menos aún por todo un Potosí, que es lo que cuestan la mayoría de las entradas. En fin, Serafín... Pero como agua pasada no mueve molino y ya nada se puede hacer, pues vamos a lo que ahora importa.



Empecemos señalando que Riccardo Muti, erigido en el verdadero protagonista de la velada, volvió a sentar cátedra ayer como director verdiano, tal como lo había hecho dos días antes en la Catedral de Toledo, interpretando la misma pieza. Un Requiem excepcionalmente dirigido, emocionante hasta decir basta, con los tempi justos y las dinámicas exactas. Lo he dicho ya en alguna ocasión hablando del director napolitano (por ejemplo aquí) y lo repito ahora: una sensación que me recorre siempre el cuerpo cuando le escucho dirigir es la de estar oyendo la obra tal como a mí me gusta; quiero decir: no le quitaría de este lado, ni le pondría en el otro. No modificaría ni una sola dinámica, ni un tempo. Lo dejaría todo tal cual sale proyectado de la cabeza de Muti a través de su mágica batuta, pues todo suena como debe de ser. Y no me refiero sólo al dramatismo, la intensidad, el personalísimo sentido de las dinámicas, el perfecto contraste entre los diversos elementos, o el dominio absoluto de la tensión teatral que el maestro transmite en sus interpretaciones (especialmente en las verdianas), sino a la facilidad con que amalgama todo cuanto tiene delante y al modo en que consigue que las diferentes partes (familias instrumentales, coro, solistas) dialoguen entre sí para dar como resultado un conjunto rico y variado pero lleno de homogeneidad y redondez. En la velada de ayer, sobre el escenario del Real había no menos de 150 músicos, pero Muti obtuvo un empaste absoluto y magistral de coro y orquesta (ambos reforzados para la ocasión) y de estos con los cuatro solistas. Un dominio férreo del conjunto de intérpretes —hay que ver cómo se le disparó el brazo al maestro para controlar a las voces masculinas del coro y pedirles piano en el arranque del verso "Salva me, fons pietatis" del Rex tremendae—, una habilidad especial para sugerir y frasear y, como resultado de todo ello, una obra interpretada de manera perfecta y llena de carga dramática y emocional (por ejemplo en el Lacrimosa, que fue emotivísimo). Y encima sin despeinarse, porque hay que ver la elegancia, la apostura, la tranquillitas, la parsimonia con la que dirigió Muti, demostrando también en eso el absoluto control que tiene sobre este repertorio.

Muti, en un momento de la interpretación. Frente a él aparecen sentadas
Tatjana Serjan (izquierda) y Ekaterina Gubanova (derecha)


Coro y orquesta, como ya digo, respondieron a los requerimientos del maestro como una sola entidad. Sensacionales los dos conjuntos vocales unidos para la ocasión: imperiosos, tremendos en el aterrador Dies irae (quizá la pieza más popular y manoseada de la obra); acariciadores y emocionantes en el ya citado Lacrimosa, arropando a los solistas durante toda la función. Superaron sin dificultad los complicados pasajes fugados de la partitura. Evidente es, en una obra de estas características, su protagonismo y el importante papel en el desarrollo dramático de la acción. Porque no olvidemos que, pese a su carácter religioso —y hablamos de esa religiosidad humanista de Verdi, tan alejada de lo clerical—, el Requiem es una obra con un fuerte componente operístico, como no podía ser de otro modo, tratándose de este compositor. En la orquesta —en las orquestas, mejor dicho—, yo destacaría el papel de la cuerda, que sonó homogénea y empastada en todo momento, con una pureza de sonido directamente proporcional a las graves cosas que se narran en el texto. En cuanto a los metales, algún instante de incertidumbre y un pequeño desajuste creo que en una de las trompas durante la entrada del Tuba mirum sparges sonum no empañó la magnífica labor de conjunto. Y no digamos ya la percusión, que tanto papel tiene en esta composición verdiana. Estupenda sin paliativos.
Frontispicio con los dos protagonistas de la Messa da Requiem: su compositor, Verdi (a la derecha)
y el hombre en cuyo honor fue compuesto, el escritor y poeta Alessandro Manzoni,
venerado por el músico parmesano


Pero pasemos ya a decir algo de los cuatro solistas (aunque una vez más, me temo, es en este apartado donde encontré carencias y los puntos más débiles de la velada). Y me explico: como uno tiene el oído deformado por la escucha repetida de sensacionales grabaciones de esta paradigmática obra verdiana (por ejemplo ésta), pues la comparación con nuevas versiones siempre termina siendo, además de inevitable, odiosa e injusta, porque desgraciadamente no existen en la actualidad voces como las de antaño. Digamos, no obstante, que, en conjunto, y para lo que suele oírse encima de los escenarios en estos tiempos de "hojalata" del belcanto, el cuarteto presentado ayer fue solvente y relativamente sólido a nivel vocal.

Verdi dirigiendo el Requiem en las representaciones que se hicieron en La Scala, con los mismos solistas
del estreno (de izquierda a derecha): Ormondo Maini (bajo), Giuseppe Capponi (tenor),
Maria Waldmann (mezzo) y Teresa Stolz (soprano)


Destacó, por encima de todos, el tenor genovés Francesco Meli, que no sólo desplegó un mayor volumen de voz (con una proyección adecuada y lo suficientemente sólida como para sobreponerse en todo momento a la orquesta), sino que demostró una gran sensibilidad interpretativa, ofreciendo momentos verdaderamente dignos de mención en su principal número solista (Ingemisco) —que en el arranque del verso "Inter oves locum presta" consiguió crear un momento casi mágico, con el sonido suspendido— y en alguna que otra intervención (por ejemplo, al comienzo del Hostias et preces tibi, en el Domine Jesu, donde se pudo comprobar la intimísima complicidad del cantante con Muti, que ha sido su gran mentor, tanto en Roma como en otros escenarios del mundo). El cantante, sin embargo, muestra algunas deficiencias técnicas importantes, como una mala resolución de la zona del pasaje (el famoso passaggio) —merced a lo cual los agudos suenan algo desabridos (aunque no terminen de perder esmalte ni timbre)— y la obtención de pianos casi siempre por medio de burdos falsetes que rompen la homogeneidad y redondez del sonido, además de afear bastante la línea de canto.



Le faltó encarnadura y dramatismo a la voz de la soprano rusa Tatjana Serjan, sobre todo cuando llegó al momento cumbre de su particella: el famoso Libera me domine que cierra el Requiem y que, en palabras de Riccardo Muti es el centro de dicha obra. En el arranque del mismo, Serjan fue incapaz de imprimir todo el poderío que requiere el momento —pensemos que su voz, destacándose en solitario, es, en ese instante, portavoz de toda la Humanidad suplicante, que pide clemencia al Señor como juez implacable— y luego también se perdió ante la avalancha del coro en aquella parte en que se retoman los versos del Dies irae. Y eso que no le faltaba pegada en la zona alta, aunque sonara algo descontrolada. Buena línea de canto, no obstante, y permanente atención a las dinámicas que le marcaba Muti desde el atril. La segunda intérprete más interesante de la velada.



La mezzosoprano rusa Ekaterina Gubanova —de los cuatro solistas la cantante que más veces he tenido ocasión de escuchar en el Real, y a quien pude ver también en El Anillo de La Scala el pasado año 2013— desplegó una voz carnosa y aterciopelada en el centro, con brillo en el agudo pero, desgraciadamente, con graves muy débiles. Nada que ver, desde luego, con otras grandiosas mezzos de versiones históricas: la Cossotto con Karajan, en 1967; la Ludwig con Giulini, en el 63, la tremenda Obraztsova con Abbado, en el 78; la gran Horne con el mismo Abbado, en el 70... Con todo, se desempeñó estupendamente en el Agnus Dei, doblando la línea melódica a la soprano, y alcanzó con ello la parte más destacable de su intervención.



En cuanto al bajo Ildar Abdrazakov, decir que me dejó bastante desilusionado, pues goza de gran fama y predicamento entre los cantantes de su cuerda y esperaba más de él (aunque tampoco me dejara gran huella las otras dos veces que le he visto en este mismo Teatro Real: en La damnation de Faust y en Semiramide). Me desilusionó bastante y creo que fue el menos interesante de los cuatro intérpretes. Una voz demasiado leve, sin las sonoridades requeridas, ni proyección y a la que la orquesta tapó una y otra vez. Su misteriosa intervención en el Mors stupebit pasó sin pena ni gloria, y otro tanto podríamos decir de lo hecho en el tremendo Confutatis maledictis, cuya falta de fuerza, autoridad y nervio contrastó con el poderío orquestal y de dinámicas que Muti imprimió en el retomado Dies irae que sigue a esa útima intervención del bajo. Así pues, prestación muy regular y voz poco interesante, aunque el interprete cantara con nobleza y entrega.



Apuntar, como colofón, que en plena Lux perpetua sonó el teléfono móvil del típico gilipollas de turno que no lo había apagado (a pesar de las advertencias de la megafonía antes de comenzar el concierto). Y es que siempre tiene que haber un "notas" en todo representación que se precie: cuando no son los que desenvuelven caramelos, son los del móvil y si no los de las toses... ¡Ay, rediós!



Confiemos en que el fallecimiento de Gerard Mortier, a cuya amistad personal con Muti debemos la presencia del director italiano en el Real en estos últimos tiempos, no se convierta en un obstáculo para que esta colaboración entre el coliseo madrileño y el maestro napolitano prosiga en próximos años. Y que sea con algunos verdis mayores, a ser posible (¿quizá alguno de los que ha venido ofreciendo Muti en Roma: Nabucco, I due Foscari, Simon Boccanegra, etc.?). Ojalá... La estruendosa aclamación que el prestigioso director italiano recibió del público madrileño al finalizar ayer el Requiem —exigiendo su presencia en solitario para ser debidamente premiado— deberían demostrarle que en Madrid se le quiere, se le admira y se le espera. Que así sea.


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