jueves, 21 de diciembre de 2023


 
Rigoletto, melodramma en tres actos, con texto de Francesco Maria Piave y música de Richard Wagner. Estrenada en el Teatro La Fenice de Venecia, el 11 de marzo de 1851 y en el Teatro Real el 18 de octubre de 1853.— Director musical: Nicola Luisotti.— Dirección del coro: José Luis Basso.— Dirección de escena: Miguel del Arco.— Escenografía: Sven Jonke (Numen / For Use), Ivana Jonke.— Vestuario: Ana Garay.— Iluminación: Juan Gómez-Cornejo.— Coreografía: Luz Arcas.Intérpretes: Javier Camarena (el duque de Mantua), Ludovic Tézier (Rigoletto), Adela Zaharia (Gilda), Simon Li (Sparafucile), Marina Viotti (Maddalena), Cassandre Berthon (Giovanna), Jordan Shanahan (el conde de Monterone), César San Martín (Marullo), Fabián Lara (Matteo Borsa), Tomeu Bibiloni (Conde Ceprano), Sandra Pastrana (Condesa Ceprano), Inés Ballesteros (un paje), Claudio Malgesini/Juan Muruaga (un ujier de la corte), Alberto Barahona, Alex Dios, Sergio Jaraíz, Alberto Novillo, Mario Sánchez (actores), Ángeles Cibeles, Claudia Conte, Mado Dallery, Beatriz de Paz, Natalia Fernandes, Teresa Garzón, Verónica Garzón, Elena González, Marta Hernández, Lucía Montes, María Pizarro, Isabela Rossi, Rocío Tejada, Candela Villaseñor, Sélam Zapater (bailarinas). Orquesta y Coro titulares del Teatro Real (Coro Intermezzo / Orquesta Sinfónica de Madrid).— Teatro Real de Madrid.— Miércoles, 20 de diciembre de 2023, 19:30 horas.

Debo reconocer que, al finalizar la función, salí bastante contento y satisfecho del teatro porque, tras leer algunas crónicas en la prensa generalista y echar una ojeada a las que se han ido publicando en foros especializados durante estos últimos días, creció en mí el temor de que iba a asistir a una moñada. Y hasta tal punto había sido así que, a medida que se acercaba el día de asistir al teatro, se me iban quitando las ganas de hacerlo.

Pero cuál ha sido mi sorpresa cuando, al finalizar la función, me he visto aplaudiendo satisfecho por lo que había presenciado. No voy a decir mucho de la puesta en escena, porque lo mejor que se puede comentar sobre ella es que, al menos —y salvo en determinados momentos donde el horror vacui del genio de turno convierte en insoportable lo que está ocurriendo sobre las tablas (por excesos de personas en ellas)—, no molesta demasiado y te deja disfrutar de lo que verdaderamente importa; esto es: el Rigoletto de Verdi y Piave. Una propuesta plana, gris, feísta, oscura, carente de originalidad y absolutamente modorra la de Miguel del Arco. ¿De verdad, a estas alturas, alguien puede creer que convertir la historia de Rigoletto en un alegato contra los abusos sexuales es algo original y reivindicativo, o que resulta transgresor poner unos cuantos culos y tetas encima del escenario?

Tampoco puedo decir, la verdad, que la dirección musical de Nicola Luisotti sobresaliera especialmente en ningún ámbito concreto (dinámicas, progresión dramática, cuidado de los cantantes, etc.). Antes al contrario, pues echó mano de tempi tan velocísimos y precipitados que, en muchos pasajes, el resultado fue un sonido poco abigarrado, confuso y carente de matices. Con todo, fue muy aplaudido al final de la representación.

Luisotti, en el centro, rodeado de los solistas del primer reparto

En el terreno vocal me gustaría empezar destacando a la soprano rumana Adela Zaharia, a la que no recuerdo haber escuchado nunca (pese a que cantó en un Don Giovanni del Real), y que me sorprendió gratamente con una voz de mucho empaque (centro firme y seguro), magníficos y rutilantes agudos, excelente proyección, aseada coloratura, buen legato y correcto manejo de dinámicas, aunque no se mostrara demasiado imaginativa en su fraseo. Con estos (buenos) mimbres construyó una Gilda muy interesante en lo vocal —más mujer que niña, por el color de la voz—, pero absolutamente inane en lo escénico, situación a la que contribuyó la pésima labor realizada en general con todos los cantantes por parte de la dirección escénica. Estupenda y muy implicada en su dúo con el Duca en el I acto (impresionante sobreagudo de cierre en Addio, addio....speranza ed anima, donde ambos cantantes se fueron arriba) y en los que tiene con su padre-bufón. Asimismo, echó toda la carne en el asador para cumplir con su aria de lucimiento (Caro nome), en la que desplegó una excelente coloratura y muy buenos momentos de canto que hicieron al público bravearla con entusiasmo. Conmovedora en el V'ho ingannato, aunque el efecto de culpa y remordimientos que Piave y Verdi quisieron transmitir quedó absolutamente mutilado por causa de la propuesta escénica, que en esa escena nos presenta a Gilda saliendo de la habitación del duque como si fuera una mujer a la que su amante ha dejado plenamente satisfecha, más que una joven inocente que acaba de ser violada. Hubo algún momento especialmente infeliz, como el poco canónico y no demasiado estético cierre en el dúo de la Vendetta, a cuyo sobreagudo accedió usando un ostensible y feo portamento di sotto que afeó (y mucho) el instante. Zaharia fue la más aplaudida de la función (junto al barítono protagonista) y creo que, efectivamente, lo mereció. Un sobresaliente para ella.

Gilda soñando en su príncipe azul, según los sueños húmedos del "genial" director de escena de turno

En segundo lugar debe destacarse al barítono francés Ludovic Tézier, que demostró su veteranía, buen gusto y savoir faire dando vida a un bufón de estupenda factura canora y aceptable credibilidad escénica (siempre limitada, eso sí, por las mismas razones que en el caso de Gilda: ausencia de dirección de actores). A pesar de que el paso del tiempo ha dejado algunas huellas en la lozanía de su voz, lo cierto es que desplegó en la función todas las bondades que han hecho de él uno de los mejores representantes de su cuerda en el actual panorama mundial y de los más estimables barítonos verdianos (aunque sea en una época de auténtica sequía en dicha vocalidad): belleza tímbrica, idiomatismo, variedad de acentos, elegancia en el canto, dicción nitidísima, sonido empastado y homogéneo, buen fraseo y adecuado legato... Es cierto que el timbre y el instrumento en general —líricos en origen, aunque han ido evolucionando hacia lo dramático— no responden plenamente al ideal del barítono que Verdi concibió para sus grandes papeles dramáticos en esta cuerda —donde se requieren voces de mayor empaque, volumen y extensión—, pero el marsellés canta con gusto, elegancia y permanece siempre alejado del canto plebeyo y de esos efectismo tan habituales en otros compañeros de cuerda actuales. Su inteligencia como intérprete hizo que se dosificara con gran inteligencia, hasta llegar a un Cortiggiani, vil razza de gran intensidad y muchísimos quilates, que cerró con una muestra portentosa de fiato, manteniendo el último "pietà" durante diecisiete segundos. Otro sobresaliente, pues, para Tézier.

Rigoletto/Tézier con el corpiño (y sin medias con liga). Hacer el ridículo tiene un límite (pensaría el barítono francés)

La voz de Javier Camarena, al menos en el momento actual, no es la del Duque de Mantua. Y esto se echó de ver a lo largo de toda la función; muy especialmente al comienzo de la misma —lo que, a veces, suele justificarse, por aquello de que el cantante aún está frío—, pero también en aquellos pasajes de canto spianato, intensos acentos y frase amplias que Verdi suele pedir en sus obras. También es cierto, como ya he dicho, que, tras leer algunas crónicas de veladas precedentes, asistí al teatro temiéndome lo peor, y lo peor (afortunadamente) no llegó en ningún momento. Camarena empezó la función con un aceptable Questa e quella en el que, no obstante, caló algo en el agudo final. Estuvo bastante aceptable en su dúo con Gilda (È il sol dell'anima, la vita è amore), y también resultó muy convincente en el recitativo y aria Ella mi fu rapita! Parmi veder le lagrime, donde fraseó con gusto y escanció algunas frases interesantes. No obstante, a mí me pareció más eficaz y adecuado en la posterior cabaletta (Possente amor mi chiama, pues allí la voz se mueve en una tesitura más alta —más cómoda, por ende, para el tenor mexicano— y la expresión es menos elegíaca, efusiva y pesante para una voz ligera como la suya. A ello se añadieron, además, el trepidante ritmo que Luisotti imprimió a la pieza y la inesperada fermata con la que Camarena inició su segunda estrofa, todo lo cual se tradujo en un momento de genuino belcanto donde sí que brilló la voz del artista mexicano. Lástima que no rematara con el sobreagudo opcional que no suele interpretarse. Y, con un resultado bastante más feliz y ortodoxo del que yo esperaba en un principio, llegamos al último acto de la obra —abierto con una grabación de gemidos y gritos de mujer enlatados, y una especie de tienda de tuaregs que recrea la hostería de los siniestros hermanos borgoñones, obsequios ambos del director de escena—, donde el tenor ofreció una interpretación bastante correcta de la famosísima canzone La donna è mobile y un cierre perfecto en su repetición final fuera de escena, que cerró con un morendo de buena factura. En todo momento, sin embargo, sobrevuela la sensación de que Camarena no se encuentra del todo cómodo en las frases más densas de su particella, y que tiene que reforzar muchas notas, oscureciendo su timbre de lírico-ligero, para dar mayor densidad a las mismas. Habrá que ver cómo evoluciona esta incursión en territorio más pesado, pero quizá convenga que el mexicano dé marcha atrás, como ya lo hiciera en el pasado su colega Juan Diego Flórez cuando decidió incorporar este mismo rol. Un notable alto para él.

El duque de Mantua, macarra y chuloputas, que nos propone del Arco

Muy interesante, rotundo, autoritario y creíble el Sparafucile del bajo surcoreano Simon Lim, dueño de una voz densa y oscura, aunque resultó poco idiomático. Suficiente y cumplidora la Maddalena de Marina Viotti, que supo resistir a la tentación de aparecer como la furcia de baratillo imaginada por Miguel del Arco y que, gracias a su actuación —apoyada en una voz timbrada, de bello centro y buen grave—, le dio a su papel la dignidad que merece. Un notable para ambos.

Suficiente el Monterone de Jordan Shanahan, aunque su voz, algo floja de graves, impidió que otorgara a su personaje toda la autoridad paterna y señorial que requiere el personaje. Le daremos un aprobado. 

Correctísimos los demás comprimarios, con el punto negro de la Giovanna de Cassandre Berthon, dueña de una voz bastante impersonal que resultó inaudible (quizá por haber cantado todo el tiempo metida en esa especie de cabaña de hobbits que ha ideado Miguel del Arco para recrear la casa de Rigoletto y Gilda).

En resumen: una velada bastante más satisfactoria de lo que yo había esperado al principio, y tras la que se reafirma mi convicción de que las obras maestras son capaces de resistir cualquier violencia que se les haga. Basta con evadirse de lo que les rodea, o con cerrar los ojos, para seguir disfrutando de lo que realmente importa: el Rigoletto de Piave y Verdi (o viceversa).

Y una última observación que no quería dejar pasar: no le perdono a Miguel del Arco que rompiera el hechizo del estremecedor momento en que Gilda muere, alejándola de los brazos de su padre y poniéndola de pie, junto a un montón de actores en pelotas, mientras Rigoletto recuerda la maledizione más solo que la una y sin agarrarse a lo que fue toda su vida. ¡Qué manera de echar a perder un final redondo!

lunes, 8 de mayo de 2023

MADRID MUERE DE AMOR... CON SEMYON BICHKOV (O "TRISTAN UND ISOLDE" EN EL TEATRO REAL)

Tristan und Isolde, acción en tres actos, con texto y música de Richard Wagner. Estrenada en Múnich, el 10 de junio de 1865 y en el Teatro Real el 5 de febrero de 1911.— Director musical: Semyon Bichkov.— Dirección del coro: Andrés Máspero.— Coordinación escénica: Justin Way.— Iluminacion: Pedro Chamizo.— Asistente de la dirección musical: Paul Wigold. Pianista repetidora: Alexandra Golubitskaya.Supervisión de la dicción alemana: Rochsane Taghikhani.Intérpretes: Andreas Schager (Tristan), Franz-Josef Selig (el rey Marke), Catherine Foster (Isolde), Brian Mulligan (Kurwenal), Melot (Melot), Brangäne (Ekaterina Gubanova), Jorge Rodríguez-Norton (un pastor).— Alejandro del Cerro (un marinero). David Lagares (un timonel). Coro y Orquesta titulares del Teatro Real (Coro Intermezzo / Orquesta Sinfónica de Madrid).— Teatro Real de Madrid.— Versión en concierto semiescenificada. Miércoles, 3 de mayo de 2023, 18:30 horas.

Con todas las entradas agotadas en taquilla, pero numerosos huecos en diferentes zonas de la sala principal —quizá porque los ausentes habían acudido el día de antes (como un servidor) a la función de Nixon en China, y decidieron que dos seguidas ya era demasiado (yo mismo lo pensé)—, asistí a esta tercera representación de las cuatro que el coliseo madrileño ha programado en versión de concierto para ofrecernos una de las obras cumbres del género lírico: Tristan und Isolde, la "Acción en tres actos" —Handlung in drei Aufzügen, como la denominó Wagner—, que el genio de Leipzig compuso para tomarse un respiro en la titánica labor que se traía entre manos con la composición de El anillo del nibelungo, y que acabó siendo la ópera con la música más influyente, hermosa y embriagadora que, quizá, se haya compuesto nunca. Y que esto pudiera ser así no lo digo yo, sino que llegó a afirmarlo el propio Giuseppe Verdi —gran antagonista artístico de Wagner— en una entrevista concedida dos años antes de su muerte, al señalar lo siguiente: «le debo innumerables horas de maravillosa exaltación. El acto II de Tristán e Isolda está plagado de invenciones musicales, siendo una de las creaciones más sublimes del espíritu humano».

Pese a tratarse de una versión semiescenificada —fórmula que los teatros emplean ahora con cierta asiduidad para denominar a la tradicional versión en concierto de toda la vida (solo que con los cantantes moviéndose más por el escenario) y, por qué no, para abaratar costes de producción— la obra tiene tal poder de seducción y su música es tan hermosa y absorbente que las casi cuatro horas de duración acaban discurriendo como en un suspiro, circunstancia a la que contribuye también el hecho de ser una obra en la que lo melódico prima claramente sobre la poesía y el drama, y donde lo más significativo de la acción se genera, precisamente, desde el interior de los propios personajes, por lo que la acción escénica suele ser muy reducida incluso en las funciones tradicionales con puesta en escena. Y todo sería mucho más llevadero aún si no fuera por esas incomodísimas butacas del Teatro Real, pensadas para personas con talla del siglo XIX. Digamos, en cualquier caso, que la dramaturgia de esta versión semiescenificada, a cargo de Justin Way, consistió en colocar una pequeña tarima de color negro —que hizo las veces de cubierta de barco, banco de jardín y lecho donde yace Tristán—, indicar a los solistas que interactuaran medianamente a lo largo de la función —aunque la pobre Foster no supiera dónde colocarse—, y utilizar las gran lámpara de la sala para potenciar sensaciones emocionales en el público, al inundarla de un precioso color azul celeste durante el dúo de amor —creando así un ambiente muy potente visualmente— y de un blanco radiante, que fue haciéndose cada vez más intenso e inundando toda la sala principal, justo al concluir el Liebestod, al tiempo que la iluminación del escenario se iba apagando poco a poco hasta quedar a oscuras. De ese modo, Tristán e Isolda desaparecieron ante nuestros ojos, fundiéndose para convertirse en luz, mientras que el mundo material que tanto les había hecho sufrir se veía sumido en la negrura más absoluta.
 
Al frente de la orquesta (en todas las funciones) estuvo el petersburgués, y acreditado director wagneriano, Semyon Bichkov, que condujo a la orquesta con firme decisión, inspirado aliento y enorme sensibilidad, ofreciendo una lectura de muchísimos quilates, llena de sentido teatral, progresión dramática y gran variedad de dinámicas, desplegando una asombrosa habilidad (e inteligencia) para extraer del conjunto orquestal bellas y larguísimas frases de melodía infinita en un continuo legato y conseguir un sonido perfectamente empastado en el que, sin embargo, no faltó en ningún momento claridad de todos los planos sonoros. Destacadísima la sección de viento-madera y espectacular el sonido aterciopelado denso, compacto, homogéneo de las cuerdas, que sonaron como pocas veces en el Real. Con todo, si hubiera que añadir algún "pero" este sería, en mi modesta opinión, el de que Bychkov no contuviera algo el caudal sonoro en los momentos de mayor expansión, pues al estar situada ésta en el propio escenario y al lado de los cantantes, dejó a los pobres ahogados en aquellos pasajes de mayor densidad orquestal, dando lugar a momentos de cierto emborronamiento o confusionismo sonoro. En cualquier caso, asistimos a una interpretación estupenda, que sacó lo mejor de la Orquesta Titular del Teatro Real, como pudo verse en el estruendoso aplauso con que fue ovacionada por el respetable al final de la función. Sensacionales, por otro lado, los músicos solistas —la violista Wenting Kang, en el primer acto, el clarinete bajo Ildefonso Moreno, en el segundo, y el corno inglés Álvaro Vega, en el tercero—, con una especialísima mención a este último que, subido en uno de los palcos (junto a los técnicos), mantuvo un soberbio y expresivo diálogo entre su instrumento y el doliente Tristán en la primera escena del último acto. No llegué a percibir en ningún momento la falta de transparencia e imprecisión que algunos críticos (Arturo Reverter, en este caso) dijeron advertir en el último acto, quizá porque, al contrario de lo ocurrido en la primera función, el día 3 todo estaba ya mucho más rodado. Y si algún "pero" hubiera que poner al Liebestod —como señala el citado crítico madrileño— sería más por la soprano que por la propia orquesta. Pero de eso hablaré enseguida.
 
 
Entre los solistas destacó, muy por encima de todos, el austríaco Andreas Schager, tenor que ya viene siendo habitual en el coliseo lírico madrileño y un profesional que nunca decepciona. Es increíble la evolución experimentada por este cantante desde que le oí en vivo, por primera vez, en aquel Rienzi madrileño (también en versión concierto) del ya lejano año 2012. Y en esta ocasión, de nuevo, volvió a sorprenderme por su resistencia física, su capacidad para dosificar y la habilidad para llegar enterito al final de la función (y haciéndolo en tan buena forma, de hecho, que, en el lecho de muerte, parecía gozar de excelente salud, a juzgar por la entrega con que cantó y lo poco doliente de su expresión). Schager mostró, como todas las veces que he podido escucharle, una entrega vocal y actoral absoluta, así como un canto de gran intensidad y sincera efusión; todo ello servido por un instrumento que no es, en puridad, el de un Heldentenor, pero cuyo timbre posee netas sonoridades germánicas y no carece de tintes heroicos, además de tener gran proyección (lo que le permite sobreponerse a la masa orquestal sin demasiadas dificultades), y una resistencia y potencia vocales dignas de admirar. Con todo, en el terreno expresivo y de las dinámicas resultó algo plano y poco variado, lo que se echó de ver, sobre todo, en el citado último acto —el más exigente de su particella—, donde es necesario que el intérprete pliegue a menudo la voz para cantar de modo elegíaco, recogido e intimista, con el objeto de expresar la debilidad física y moral del personaje y los contrastes propios del torbellino de pasiones contradictorias que atraviesan su alma, algo que no terminó de ser transmitido plenamente y en toda su complejidad, pues Schager mantuvo una línea de canto casi siempre en forte y una actitud algo histérica, que dejó poco espacio a los matices y contrastes. Advertí, asimismo, un cierto vibrato que no le recuerdo al intérprete en otras ocasiones, y que podría deberse a lo exigente del repertorio que lleva frecuentando desde hace unos años. Pero, en general, podemos decir que ofreció una interpretación muy estimable de tan endiablado, complejo y agotador rol, uno de los más difíciles del repertorio para esta cuerda. De este modo, Schager volvio a demostrar por qué es, en la actualidad, uno de los tenores wagnerianos más estimables y seguros. Un sobresaliente para él.
 
Schaeger junto a Joan Matabosch (director artístico del Real) y Bichkov


Para dar la correspondiente réplica como Isolde tuvimos a la soprano británica Catherine Foster, que sustituyó en el último minuto a la inicialmente prevista Ingela Brimberg, caída del cartel por razones médicas. Foster no es nueva en estas lides, pues viene frecuentando el repertorio wagneriano más exigente desde hace bastante tiempo, hasta el punto de que fue elegida para interpretar a Brunilda en el Festival de Bayreuth del año 2013, coincidiendo con el bicentenario del nacimiento de Wagner. Creo que el rol de Isolde lo cantó, por vez primera, en 2007 y ha vuelto a incorporarlo, con mucho éxito, en la última producción que de esta obra se hizo el pasado año en el teatro de la verde colina. Así pues, todo eran garantías al contar con ella en estas funciones madrileñas, aunque haya tenido que incorporarse a las mismas in extremis, y sin apenas tiempo para ensayar (lo que, quizá, sería una razón de peso para ser más comprensivo con ella). Pues bien, debo decir que, pese a esa solvencia comprobada, sin embargo a mí no terminó de convencerme en su prestación, pero más por falta de temperamento y ausencia de implicación dramática que por estricta inadecuación vocal al rol. El de Isolde es un papel que aunque posee el mismo rango vocal en extensión que la Brünnhilde de Die Walküre, sin embargo no necesita un instrumento tan dramático como el de la valquiria, ya que ha de afrontar numerosos pasajes mucho más líricos que épicos, y adaptarse a las sutilezas cromáticas de la orquesta, alcanzando el cénit de la delicadeza y etereidad en el famoso Liebestod, o "muerte de amor" con que se corona la obra. Pues bien, Foster —en origen una lírica que ha ido ensanchando hasta spinto— parecía una candidata ideal para cumplir con el cometido: tiene una voz con volumen, fácil proyección, timbre algo gutural pero con brillo y facilidad para los agudos; y aunque flaquea y pierde contundencia en el registro inferior —lo que reduce, a mi entender, la capacidad expresiva del personaje— es buena fraseadora y canta con intención, de modo que ofreció momentos realmente interesantes a lo largo de la función, sobre todo en los actos I (con un impresionante monólogo "O blinde Augen! ... Rache! Tod!") y especialmente en el II, donde esa capacidad para apianar y frasear resulta valiosa de verdad en el dúo de amor con el amado. Sin embargo, a nivel expresivo y de implicación interpretativa me pareció que el resultado quedaba lejos de lo deseable para considerar su lectura realmente destacable. La voz y las notas estaban ahí, cierto, pero al contrario que su compañero de reparto, Foster apareció distante, como ajena al drama, excesivamente hierática, y con un canto al que faltó mayor densidad y hondura dramáticas. De hecho, a mí su Liebestod me pareció muy decepcionante, por falta de intensidad, recogimiento e introspección. Así pues, un notable para la soprano británica.
 

La mezzosoprano rusa Ekaterina Gubanova, de voz tersa, pastosa, oscura y atractiva, fue una sólida Brangäne que, en todo momento, estuvo a la altura de lo exigido para su parte, tanto a nivel canoro como de implicación actoral (aquí en las antípodas de Foster, por cierto). Si hubiera que reprocharle algo quizá sería lo expeditivo de su intervención en uno de los pasajes más hermosos y embriagadores de la obra: el de las advertencias a los amantes ("Habet acht! Habet acht!"), que entonó con algo de premura, en lugar de sostener las notas y aplicar un canto legato de mayor aliento que habría dado más realce al onirismo y morbidez del ambiente en que se desarrolla esta escena amorosa (especialmente en su repetición, que es cuando la pasión entre los amantes llega a su cenit). En cualquier caso, su actuación me pareció excelente y creo que merece también un sobresaliente.
 
Gubanova y Foster durante un momento del acto I
 
El barítono británico Brian Mulligan —que se alternaba con Thomas Johannes-Mayer en el rol de Kurwenal— dio vida a un criado/escudero bien cantado y dicho, aunque su instrumento sonó demasiado lírico y claro, llegando a quedar algo desguarnecido en la zona alta, donde el timbre perdía tersura y cuerpo. Esto, a mi entender, es un hándicap importante en el acto I, donde el personaje tiene que mostrarse rudo, viril e incluso insolente, e importa menos en el III, donde la voz debe transmitir el amor y entrega absoluta que siente hacia su amo. Personalmente, y aunque hay beneméritos ejemplos de cantantes con voces livianas que asumieron el rol en el pasado —ahí están, para demostrarlo, los casos de Herbert Janssen, o Dietrich Fischer-Dieskau—, yo siempre he preferido cantantes de mayor densidad y enjundia vocal para interpretar a Kurwenal: un barítono, o incluso un bajo-barítono con capacidad para modular y apianar (recordemos a Friedrich Schorr, o Hans Hotter), cuyo instrumento permita diferenciar su línea de canto de la del propio tenor protagonista, complementándola y evitando que ocurra lo que pasó en esta función: que la voz de ambos se confudió más de una vez. En este sentido, y a pesar de las limitaciones que algunos críticos le han atribuido, hubiera preferido escuchar a Thomas Johannes Mayer, por su mayor densidad vocal. Notable, en todo caso, su prestación.
 
Fue el bajo alemán Franz-Josef Helig un rey Marke de nobles acentos, estupenda dicción y acertado fraseo que brilló especialmente, como no podía ser de otro modo, en el largo parlamento que se le asigna al final del acto II, donde el intérprete fue capaz de transmitirnos la solemnidad, el desconcierto y el dolor que siente ante la traición de que ha sido objeto por parte de su querido sobrino. A pesar de todo, la voz me pareció algo ajada, con sonidos fijos, escaso vibrato y dificultades en el ascenso al agudo. De todas formas no dudaría en puntuarlo con otro sobresaliente.
 
Schager, Selig y Foster en un momento del acto II
 
En cuanto a los comprimarios, decir que cumplieron sobradamente, destacando el joven marino interpretado por Alejandro del Cerro y el malvado Melot del tenor británico Neal Cooper. Gran prestación, asimismo, la de la sección tenoril del coro "Intermezzo", que ofreció un excelente, alegre y viril contrapunto "marinero" y "popular" a la tragedia que se fraguaba en el barco durante el viaje al reino de Marke.
 
Denunciar, por último, a los impresentables espectadores que, hasta en cuatro o cinco ocasiones —y a pesar de las advertencias lanzadas desde la megafonía del teatro antes de iniciarse cada acto— dejaron sonar sus teléfonos móviles en diferentes puntos de la sala y distintos momentos de la función. Una de las veces, hasta en dos ocasiones seguidas, justo durante el embriagador clímax creado con el dúo de amor en el acto II. ¡Una gentuza que, quizá, escarmentaría si fuera posible expulsarla de la sala en ese mismo instante! He dicho.

jueves, 29 de diciembre de 2022

MEMORABLE FUNCIÓN DE "LA SONÁMBULA", EN EL TEATRO REAL DE MADRID


La sonnambula, melodramma en dos actos, con música de Vincenzo Bellini y libreto de Felice Romani, basado en el ballet-pantomima de La sonnambule, ou L'arrivée d'un nouveau seigneur, de Eugène Scribe. Estrenada en el Teatro Carcano de Milán, el 6 de marzo de 1831 y en el Teatro Real el 10 de diciembre de 1850.— Director musical: Maurizio Benini.— Dirección de escena: Bárbara Lluch.— Escenografía: Christof Hetzer.— Vestuario: Clara Peluffo.— Coreografía: Iratxe Ansa, Igor Bacovich.— Iluminacion: Urs Schönebaum.— Dirección del coro: Andrés Máspero.— Intérpretes: Nadine Sierra/Jessica Pratt (Amina), Xavier Anduaga/Francesco Demuro (Elvino), Rocío Pérez/Serena Sáenz (Lisa), Monica Bacelli/Gemma Coma-Alabert (Teresa), Roberto Tagliavini/Fernando Radó (Conde Rodolfo), Isaac Galán (Alessio), Gerardo López (Notario).— Coro y Orquesta titulares del Teatro Real (Coro Intermezzo / Orquesta Sinfónica de Madrid).— Teatro Real de Madrid.— Lunes, 19 y 26 de diciembre de 2022, 19:30 horas.

No es La sonnambula, precisamente, una ópera que se sostenga por la credibilidad de sus personajes, lo emocionante de las situaciones que plantea, o la solidez de su argumento. Habría que preguntarse, de hecho, cómo fue posible que un motivo tan ridículo y banal como el que sirve de base a todo el libreto consiguiera inspirar musicalmente a Bellini, por más que el tema del sonambulismo —y con él otras cuestiones de carácter científico— estuviera de moda en aquellas primeras décadas del siglo XIX. Y es que, por mucho argumentario teórico que quiera manejarse a la hora de defender esta creación del compositor de Catania —que si nos hallamos ante clichés habituales del melodramma italiano, que si el intolerante y refractario germanismo de un sector del público nunca hará por comprender este tipo de música, que si resulta ser, en el fondo, una creación muy original, pues fusiona en una sola diversas categorías temáticas de origen distinto (elemento pastoril, fábula, género semiserio)—, lo cierto es que todo el edificio descansa, única y exclusivamente, en un solo elemento: la pura melodía (instrumental y cantada). En nada más (y nada menos, podríamos añadir) que eso. De ahí que la obra corra el riesgo de terminar resultando un tostón para aquella parte del "respetable" que busca algo más que trinos, apoyaturas, melismas, filados, agudos, bellas escenas corales y... convenciones teatrales decimonónicas a tutiplén y algo demodés.

Bellini y Romani: los padres de la criatura

Pese a todo —o precisamente por eso mismo—, cuando los intérpretes que participan en óperas con argumento tan tontorrón como éste son dueños de bellos instrumentos y, además, despliegan con acierto todas sus facultades canoras, el resultado termina siendo sorprendentemente satisfactorio, y el tiempo acaba discurriendo, si bien no en un suspiro, sí, al menos, con bastante rapidez. Es lo que ha ocurrido, para quien esto escribe, en la segunda de los dos veladas que he tenido la ocasión de presenciar durante estas funciones de La sonnambula ofrecidas por el coliseo madrileño. Y lo hago notar, pues lo primero que me gustaría destacar en esta crónica es la enorme diferencia de calidad existente entre los dos repartos (con algún que otro matiz), que ha sido, en mi opinión, espectacular a favor del primero.

Giuditta Pasta y Giovanni Battista Rubini, los dos excelsos intérpretes para los que Bellini compuso La sonámbula

En ambos casos, el director faentino Maurizio Benini demostró su dominio absoluto sobre este repertorio, ofreciendo una lectura de la partitura plenamente acertada desde el punto de vista estilístico, y extrayendo de la orquesta un sonido empastado, límpido, y lleno de matices y sutilezas (especialmente en el caso de la sección de cuerdas). Sin embargo, esta labor se vio bastante empañada o lastrada, a mi entender, por la elección de unos tempi en exceso lánguidos, morosos e insoportablemente lentos para aquellos pasajes más elegíacos e intimistas de la obra —coincidentes, no por casualidad, con los momentos más conocidos de la misma: duetto "Prendi, l'anel ti dono", el concertante del final del primer acto, el aria final "Ah, non credea mirarti"... Tal demérito —presente en las dos funciones vistas y que algunos han atribuido al deseo de Benini de mimar a sus cantantes— fue mucho más grave en la primera velada (con el segundo reparto), aunque también se dio en el caso de la protagonizada por el primero, con un "Ah, non credea mirarti" que parecía no acabar nunca. Si bien, escucharlo en la hermosa voz de Nadine Sierra hizo que la cosa resultara bastante más llevadera.


En la primera función (la del día 19), la australiana Jessica Pratt fue una Amina en la línea más tradicional de las sopranos ligeras y de coloratura, que se apropiaron del personaje a partir del segundo tercio del siglo XIX, desnaturalizando en buena medida —como bien señala Joan Matabosch en su interesante artículo recogido en el programa de mano— el carácter lírico (¿e incluso dramático?) que tuvo el rol en origen. Efectivamente, este fue compuesto pensando en la mítica Giuditta Pasta, intérprete de extraordinarias cualidades vocales y dueña de una voz con un registro extensísimo (aunque poco homogéneo), que le permitía cantar partes de contralto, mezzo o soprano. Una artista que, junto a otras como Maria Malibrán o Isabella Colbran, terminarían dando pie a la creación de esa extraordinaria (y ya extinta) categoría de sopranos llamadas sfogati. Pues bien, en ella pensó Bellini para crear un personaje que, en principio, tenía mayor enjundia dramática y complejidad psicológica de las que luego terminaron proporcionándole las sopranos ligeras posteriores, más centradas en la pirotecnica vocal que en la construcción emocional del personaje. Y en esta línea es en la que se movió Pratt durante la función que comento: muy correcta en lo actoral y estupenda en lo musical, con un canto legato de impecable factura, innegable idiomatismo, inteligente uso de las dinámicas, gran adecuación estilística y excepcionales dotes en la franja superior de la tesitura. Pero todo ello no fue suficiente, y bien que lo lamento, para hacer que me evadiera del endeble argumento de la obra y, sobre todo, de los continuos ritardandi que Benini iba imponiendo a la música, de modo que la velada se me hizo interminable entre trinos, melismas y cadenze. Notable, en cualquier caso, la prestación de la soprano australiana.

Pratt y Demuro, protagonistas del reparto alternativo, en un momento de la función

Todo lo contrario, sin embargo, acaeció en la función del día 26, donde una extraordinaria, inspirada y entregadísima Nadine Sierra, debutando el papel, consiguió meterme de lleno en la obra, haciéndome olvidar todo lo demás (incomodidad de la butaca, toses, ruidos varios, etc.). La norteamericana, desde luego, no es una soprano sfogato, al estilo de lo que buscó Bellini cuando creó el papel de la joven sonámbula, pero sí dueña de un hermoso, importante y flexible instrumento lírico, rico en armónicos, con timbre de sonoridades pastosas, graves bien apoyados, centro anchuroso y cálido, ductilidad para filar y apianar y enorme facilidad para la coloratura y el sobreagudo (aunque éste suene, a veces, algo destimbrado), además de un fiato portentoso, que le permite jugar cómodamente con las dinámicas, ofreciendo todo tipo de matices e inflexiones que enriquecen la línea de canto. Esto se comprobó, sobre todo, en su gran aria de cierre (Ah, non credea mirarti!), donde Sierra —acomodándose al cadencioso ritmo impuesto por Benini— dio toda una lección de canto spianato y rubato, ligados impresionantes y un fiato que parecía inagotable, antes de lanzarse a interpretar un Ah!, non giunge lleno de gracia, ritmo, intención y embellecimientos canoros (más enriquecido aún, como mandan los cánones, en la correspondiente repetición), que remató con un restallante fa6 seguido de un timbrado y mantenido que remató con un restallante fa6 y un timbrado y mantenido la#5 que refulgieron sin problemas por encima de coro y orquesta*. De este modo, su lectura del personaje de Amina se movió en unos parámetros mucho más cercanos a los que el compositor de Catania tenía en mente y que fueron, en gran medida, los recuperados por Maria Callas a mediados de la centuria del pasado siglo: esencia expresiva y dramática del rol, cuidado de la línea vocal, atención alla parola, gran implicación emocional, etc. Una matrícula de honor para la soprano de Florida.
 
Sierra, en un momento de su magnífica interpretación de Amina

Algo parecido ocurrió en el caso de los tenores de las dos funciones, mostrándose muy superior (sobre todo por medios) el del primer reparto. Efectivamente, Xavier Anduaga fue un Elvino viril y joven, arrojado y lleno de pasión. Su instrumento es de lírico-ligero y tiene, por ende, facilidad para el agudo y el sobreagudo —hecho que quedó perfectamente demostrado en diferentes pasajes de su particella—, pero también se halla bien guarnecido, luce un timbre atractivo, se proyecta bien y, sobre todo, posee cuerpo y cierta carnosidad, lo que pudo comprobarse pintiparadamente en su sentido "Ah perché, perché non posso odiarti”, pasaje al que dotó de una notable credibilidad y eficacia dramáticas. Si hubiera algo que reprocharle, quizá sería su poca variedad a la hora de frasear y, sobre todo, un empleo algo escaso de dinámicas, que se hicieron especialmente perceptibles en ciertos pasajes muy destacables de su parte (sus líneas en el duetto Prendi, l'anel ti dono, por ejemplo) donde cantó sin el recogimiento y abandono que el momento requiere. Pese a todo, ofreció algunos pianos de buenísima factura y una atractiva volata en el cierre del concertante en el cuarteto del II acto. Un debut magnífico en el rol, el del joven tenor español, al que doy un sobresaliente por su buena actuación.

Anduaga y Sierra declarándose su amor en el acto I

Tratándose de los Elvinos, la diferencia entre el primer y el segundo reparto también me pareció muy destacable, aunque en este caso la distancia o desequilibrio fue, si cabe, algo mayor, pues la voz de Francesco Demuro difícilmente puede resistir comparación con la de Anduaga. En el caso del tenor sardo estamos ante una voz blanquecina, ligera, muy leve y de escaso atractivo tímbrico. Es cierto que el cantante tiene las notas —aunque el sobreagudo corre con dificultad y sin especial brillo—, pero el fraseo resulta monótono y el cantante tampoco fue demasiado imaginativo con las dinámicas, ofreciendo una línea de canto bastante plana y monocorde. Un aprobado para su prestación.
 
El sugerente cuadro escénico con que se cierra la obra

De las dos intérpretes de Lisa destacaría especialmente a la soprano barcelonesa Serena Sáenz, que dibujó una posadera de enorme enjundia vocal (su zona aguda es impresionante), y cuyo instrumento —por extensión, potencia, timbre y color— me impresionó, en conjunto, bastante más que el de la propia soprano protagonista del reparto alternativo. La voz está muy bien proyectada, tiene un hermoso timbre, considerable potencia y una franja superior realmente excepcional, superando con mucho lo que se puede exigir a un rol como es el de Lisa. Su lectura del personaje fue, además, muy acertada y expresiva a todos los niveles (especialmente en lo canoro), dejando para la posteridad dos arias realmente sobresalientes, en especial la segunda, donde el refulgente agudo, el canto intencionado y las pirotecnias vocales brillaron en todo su esplendor. En cuanto a la soprano madrileña Rocío Pérez, aunque posee un instrumento de menor calidad y extensión que el de Sáenz, tuvo la inteligencia de ofrecernos una Lisa del todo creíble en lo interpretativo y muy expresiva en lo canoro, desplegando una gran facilidad para el sobreagudo y la coloratura (como se echo de ver en su "De' lieti auguri"). Sobresalientes ambas.

Serena Sáenz y Rocío Pérez "camelando" al Elvino de Xavier Anduaga

La del conde Rodolfo es una parte que, pese a su importancia para el desarrollo de la trama, tampoco ofrece demasiadas dificultades en el terreno de lo vocal al cantante que lo interpreta. De él se espera cierta nobleza —pese a su carácter donjuanesco y algo altanero— y la autoridad propia en este tipo de personajes nobiliarios del melodramma italiano. Desde ambos puntos de vista, tanto por medios como por presencia escénica, el conde de Roberto Tagliavini —experimentado cantante al que ya hemos visto numerosas veces en el Real— me pareció bastante más creíble y adecuado que el de Fernando Radó, que se mostró más anodino e hizo gala de unos medios vocales menos contundentes. En cualquier caso, ninguno de los dos consiguió dar al rol el punto áulico y señorial que de él se podría esperar, resultando demasiado rudos y poco variados en los acentos y la expresividad. De todas formas, por prestación vocal puntuaría con un notable a Tagliavini y con un aprobado a Radó.
 
Tagliavini y Radó

Muy correctas las dos Teresas de Mónica Bacelli y Gemma Coma-Alabert —especialmente la segunda de ellas— y los demás comprimarios, destacando el simpático Alessio de Isaac Galán. Excelentes las prestaciones del Coro Intermezzo, que volvió a demostrar el extraordinario momento por el que atraviesa (y que confiemos se mantenga bajo la nueva dirección del también argentino José Luis Basso). Un sobresaliente para el conjunto.

El coro, que juega un papel decisivo en esta tontorrona y hermosa ópera de Bellini

La propuesta escénica de Bárbara Lluch, pese a lo tradicional y canónico de la misma —con un bonito vestuario de época y gran plasticidad en la mayoria de los cuadros—, cae, sin embargo, en el mismo defecto que muchas de las puestas en escena actuales, donde el responsable busca la menor ocasión —por peregrina que sea— para transmitir su mensaje aprovechando la obra original, en lugar de limitarse a servirla, que sería lo más correcto. En este sentido, sobraron tanto las escenas de baile mudas iniciales antes de cada comienzo de acto —cuyo sentido se me escapa por completo—, así como la cargante omnipresencia de nada menos que 9 bailarines rodeando en todo momento a la pobre Amina. Tampoco se entiende muy bien que Lluch haya decidido tergiversar el sentido de la obra mostrando al conde Rodolfo como un violador (¿guiño a la ley del "sólo sí es sí"?) y dejando abierto el final —se supone que Bellini y Romani tenían claro que Elvino y Amina terminaban casándose—, con la protagonista subida en el alero de la casa ¿hasta el final de los tiempos? Imagino que, pese a haberlo negado en las entrevistas concedidas, se trata de una concesión de la directora de escena a ciertos movimientos ideológico-políticos feministas muy de moda en los últimos tiempos, pues de otro modo ambas soluciones tienen poca explicación y menos anclaje en la obra original. Con todo, y analizada en su conjunto, la propuesta es hermosa y muy estética, además de cronológicamente respetuosa con lo previsto por libretista y músico, al ambientar la acción (bastante libremente, todo sea dicho) en el primer tercio del siglo XIX.
 
Anduaga, Benini, Sierra, Lluch y Matabosch (director artístico del Teatro Real)

En resumen: creo que podemos hablar de unas estupendas funciones desde el punto de vista musical, bastante aceptables en lo escénico y con unos repartos muy estimables (magnífico el primero). Aunque si yo tuviera que elaborar el mío, habría incluido a Serena Sáenz y a Gemma Coma-Alabert en el principal, para haberlo hecho más redondo.

Y así, entre los entusiastas bravi!, brava! y ¡bravo! de los políglotas que ahora abundan como setas en el Real, y con la sala principal convertida en un hospital de tuberculosos durante las dos funciones, concluyeron las dos veladas de esta tontorrona obra maestra del belcanto.
 
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* Revisada la partitura en casa, compruebo que se trataba, en realidad, de un Sib5.

martes, 29 de noviembre de 2022

EL ORFEO QUE PUDO SER... Y NO FUE


L'Orfeo, favola in musica en un prólogo y cinco actos, con música de Claudio Monteverdi y libreto de Alessandro Striggio, basado en Las metamorfosis de Ovidio y Las geórgicas de Virgilio. Estrenada en el Palacio Ducal de Mantua el 24 de febrero de 1607 y en el Teatro Real el 2 de octubre de 1999.— Director musical: Leonardo García Alarcón.— Dirección y coreografía: Sasha Waltz.— Escenografía: Alexander Schwarz.— Vestuario: Bernd Skodzig.— Iluminación: Martin Hauk.— Diseño de vídeo: Tapio Snellman.— Intérpretes: Julie Roset (La Música/Eurídice), Georg Nigl (Orfeo), Charlotte Hellekant (La Mensajero/La Esperanza), Alex Rosen (Caronte), Luciana Mancini (Proserpina), Konstantin Wolff (Plutón), Julián Millán (Apolo/Eco/Pastor 4), Cécile Kempenaers (Ninfa/Pastor 1), Leandro Marziotte (Pastor 2/Espíritu/Pastor 3), Hans Wijers (Pastor 5/Espiritu), Florian Feth (Espíritu).— Vocalconsort Berlin y Freiburger Barokorchester.— Teatro Real de Madrid.— Lunes, 21 de noviembre de 2022, 19:30 horas.

Recién salidos, como estábamos, de la épica y suntuosa versión historicista de Aida propuesta por Hugo de Ana —que tuve el placer de disfrutar en tres ocasiones—, se me antojaba que recalar en las playas del Orfeo monteverdiano —durante mucho tiempo considerada la primera ópera de la historia*— podría ser una experiencia harto agradable, un bálsamo o revulsivo sensorial que mi espíritu agradecería, por el contraste sonoro y estético que ambas obras ofrecen. Vamos, algo parecido —aunque sin tanta amargura— al proceso que Nietzsche decía experimentar escuchando la música de la Carmen de Bizet, después de haber roto su relación personal y emocional con Wagner, y cuando intentaba "curarse" de la borrachera narcotizante que, según propia confesión, le habían producido las brumosas notas de los dramas musicales wagnerianos. En definitiva: un salto de la maravillosa grand opéra verdiana decimonónica a la innovadora favola in musica camerística que Claudio Monteverdi compuso en los inicios del Barroco.

La propuesta estética del equipo artístico liderado por Sasha Waltz y Alexander Schwarz —aséptica, funcional, minimalista, casi espartana podríamos decir— parecía, en principio, atractiva, sugerente y muy prometedora, e invitaba a pensar que sobre el escenario del coliseo lírico madrileño se podría producir una evocación del espíritu cortesano e intimista que debió de presidir aquellas dos funciones mantuanas, ya míticas, de febrero de 1607, en que se dio a conocer al mundo la genial creación monteverdiana: la primera en una sala de la Accademia del'Invaghiti (en fecha indeterminada), y la segunda en el Palacio Ducal de Mantua, el 24 de dicho mes. Pero claro, ni el el espacio del Teatro Real es el de los dos locales renacentistas señalados, ni los responsables de esta puesta en escena son Monteverdi y su libretista Striggio el Joven.

Y ahí es, precisamente, donde radica la primera objeción que yo querría poner a esta nueva producción, pues el problema con el espacio escénico ha resultado insoslayable, por más que Alexander Schwarz haya intentado dotar de intimismo al espectáculo a través de su propuesta escénica, transformando el enorme foso del Real en un remedo de tarima acogedora como la que, supuestamente, debió de servir para representar la obra por vez primera en los lugares ya señalados. Para ello utiliza un pequeño escenario de madera superpuesto al propio del Teatro que, por medio de mecanismos, practicables y paneles verticales, se va moviendo para crear fondos y espacios en los que los cantantes pueden interactuar y moverse. Sin llegar nunca a subirse a él, los miembros del Vocalconsort de Berlin aparecían y desaparecían atravesando el escenario general para dirigirse al público, según las necesidades dramáticas del momento. Al fondo del todo, proyecciones de vídeo muestran los diferentes ambientes en que discurre la acción, mientras que a ambos lados de la tarima de madera se sitúa la Freiburger Barockorchester, con sus músicos repartidos en dos grupos para equilibrar el sonido y potenciar el efecto "cortesano" deseado. El problema de todo ello es que el conjunto resultó algo desangelado, pues la acción quedaba concentrada en una superficie muy reducida y sobraba demasiado espacio vacío (y en negro) por todos lados, dando la sensación de que asistíamos a un ensayo tras bambalinas, más que al espectáculo acabado propiamente dicho.

Esta imagen pertenece a otra representación, pero ilustra perfectamente el conjunto del espacio escénico

Además de lo señalado, me gustaría denunciar también —cosa que hago siempre que tengo ocasión— la falta de empatía de los directores de escena con aquella parte del público que no ocupamos las privilegiadas localidades de butaca, platea y delanteras de entresuelo y principal, a quienes se nos suele hurtar buena parte del montaje, bien sea porque no se tiene en cuenta la altura del proscenio y la profundidad del escenario —con lo que muchas de las cosas que suceden atrás y arriba no se ven—, bien porque sitúan a los intérpretes en la boca del proscenio, o incluso entre el público (como ha ocurrido en esta ocasión), con lo que ello supone para quienes nos sentamos en paraíso o laterales.
 
La obsesión por mantener ocupado el escenario con figurantes y bailarines una constante

A pesar de lo dicho —y aunque no llego a entender muy bien el porqué—, esta producción ha causado un auténtico revuelo en buena parte de la crítica especializada, algunos de cuyos ínclitos miembros han quedado realmente embelesados con ella: "Un Orfeo para el deleite", titulaba Gonzalo Alonso su reseña en el diario ABC, y Alberto González Lapuente habla, nada más y nada menos, que de «esencia de la ópera», «exquisita pureza» y otras expresiones y adjetivos igualmente laudatorios, volviendo a caer en una innecesaria referencia a la supuesta «polvorienta pomposidad» del montaje de Aida. Pero el caso más "epatado" quizá haya sido el de Rubén Amón, crítico que también se despachó a gusto contra la puesta en escena de la pasada Aida de modo un tanto faltón, y a quien todo lo que allí le pareció acartonado y demodé, le ha resultado aquí "deslumbrante", de modo que, refiriéndose a este montaje, habla de "estupefacción constante", "viaje iniciático", "jornadas de estremecimiento"... Valga como ejemplo de su asombro sin límites hacia esta producción el siguiente párrafo, en que habla de: «acontecimiento artístico que ha sacudido el Teatro Real en cuatro jornadas de estremecimiento (20, 21, 23 y 24 de noviembre). Orfeo parecía la primera ópera y la última. Rompía las coordenadas del espacio y del tiempo. No queríamos que terminara nunca. Se hacía intolerable marcharse del teatro. Regresar a la calle. Volver a las rutinas. No». Es decir, todo muy grandilocuente, muy rimbombante y muy altisonante. Por lo que a mí respecta, me adhiero sin dudarlo a las dos reseñas críticas que han firmado en Scherzo Eduardo Torrico (para música y canto) y Roger Salas (para la parte de la danza). Son, en mi opinión, las más ponderadas y, sobre todo, las que mejor reflejan la impresión que a mí me produjo este espectáculo que, al parecer, ha servido para transmutar epifánicamente a tantos críticos.


En el terreno musical, el director Leonardo García Alarcón y la Freiburger Barockorchester demostraron sobradamente el dominio y competencia que tienen en este repertorio, formando parte de lo mejor que hubo en la velada. Como ya he dicho, se dispuso la orquesta sobre el escenario (no en el foso), para acentuar aún más ese carácter intimista que se quiso dar desde la dirección de escena, pero lo cierto es que la división en dos partes restó algo de homogeneidad al sonido. Peccata minuta, si lo comparamos con otros aspectos musicales de la velada que enseguida comentaré. Excelente, asimismo, el Vocalconsort de Berlín, cuyos miembros aparecían y desaparecían del escenario en función de las exigencias de cada momento, y que contribuyó de modo muy especial a dar sentido a la partitura en sus brillantes intervenciones, así como a liberar algo un espacio escénico superpoblado durante la mayor parte de la función. Un sobresaliente alto para ambas formaciones y el director.

Al principio todos de blanco, en un mundo sobre el que aún no han caído las sombras del Averno

Georg Nigl fue un Orfeo que danzó, giró y reptó por el escenario exquisita y grácilmente —merced a su atlética figura—, aunque, por desgracia, carece de un instrumento vocal interesante: sonidos blanquecinos, escasa proyección, timbre anodino, con una línea de canto fuera de estilo y escasamente idiomática. Resultó muy decepcionante, de modo que no entiendo los abundantes parabienes que ha cosechado de parte de la crítica. Es cierto que la obra de Monteverdi pertenece a una época del canto en que las distintas categorías vocales aún no se habían perfilado tanto como iba a ocurrir con posterioridad (especialmente a partir del siglo XIX), pero lo cierto es que habría sido preferible presentar un protagonista con cualidades tímbricas baritonales más acentuadas, y no de instrumento tan indefinido, mate, ralo y de escasa entidad como el de Nigl. Aprobado.

Rigl, de luto, cuando ya se había quedado sin su Eurídice
 
Mucho más decepcionante aún resultó la soprano sueca Charlotte Hellekant, en los papeles de La Mensajera y La Esperanza, pues su prestación se vio marcada por un molesto y permanente vibrato incontrolable, así como por continuas dificultades en el agudo, que sonó tenso y forzado. Si a ello le añadimos la sobreactuación escénica y la fealdad tímbrica del instrumento podemos decir que estamos ante la peor solista de la velada. Suspenso sin paliativos para ella.

Hellekant y Rigl en un momento de la función

Lo mejor, por el contrario, estuvo en manos de la joven soprano francesa Julie Roset (como La Música y Eurídice), de la mezzo sueco-chilena Luciana Sierra (como Proserpina), y del bajo californiano Alex Rosen (que dio vida al temible barquero Caronte). Dentro de las limitaciones implícitas en un instrumento pequeño, de escasa proyección (algo bastante habitual en estas voces dedicadas al repertorio antiguo) y con timbre algo falto de personalidad y encarnadura, la lectura que Roset hizo de los dos papeles a su cargo fue muy correcta, estuvo llena de idiomatismo y ofreció una línea de canto que, tanto por timbre como por dicción, resultaba muy acorde con la prosodia del texto italiano y la monofonía monteverdiana, de manera que instrumentos y voz se acoplaron perfectamente. Muy adecuada y grácil como Música al principio de la obra —cuando todo prometía tanto—, y excelente como Eurídice en el resto de la función. Mucho más notable aún me pareció el Caronte de Rosen, aunque dada la brevedad del rol hubo poco tiempo para disfrutar de sus virtudes: sonó autoritario y señorial —gracias a un registro grave de muchos quilates— y fue del todo creíble en lo escénico. Muy interesante, asimismo, la sensual Proserpina de Mancini, con gran presencia física y un hermoso timbre oscuro que dotó de absoluta verosimilitud al personaje. Desplegó una adecuada línea vocal y cantó muy en estilo. Un notable para los tres.

Caronte ¿y su barca?

Habría que ver hasta qué punto influyeron en el bajo-barítono alemán Konstantin Wolff las exigencias escénicas y actorales que la dirección del espectáculo y la coreógrafa impusieron al mismo a la hora de recrear el rol de Plutón (incluido el tener que cantar sosteniendo a su compañera Perséfone a hombros), pero lo cierto es que su voz resultó forzada en exceso y con sonidos poco gratos, monstrándose además poco sutil en cuanto a línea de canto, matices y recreación dramática del personaje. Aprobado.

El pobre de Plutón cargando a cuestas con Eurídice (y con las ocurrencias de Waltz)

Entre buenos y simplemente aceptables el resto de intérpretes, destacando entre todos ellos el Apolo/Eco/Pastor 4º del barítono español Julián Millán, dueño de un instrumento muy interesante y bastante superior al de Nigl, con el que tuvo que medirse en las escenas entre Orfeo y Eco del acto V.

Contorsionismos varios (que, por desgracia, no sólo tuvieron que hacer los bailarines)

Y ya, para terminar, la siguiente reflexión: una de las cosas que más han elogiado los críticos de esta producción ha sido la supuesta habilidad con que, al parecer, se fusionaron música y danza, para dar lugar a un «espectáculo —y cito de nuevo al transmutado Amón— cuya belleza y plasticidad resultaba tan elocuente como su dolor stehdheliano. El síndrome de la estética conmueve y perfora. Hasta se hacían insoportables los pasajes de mayor hondura y voluptuosidad, como si el arte nos estuviera percutiendo y desollando». En fin... De danza poco puedo hablar, la verdad, pues ni me gusta, ni entiendo del tema. Pero sí sé que la deseada fusión difícilmente podía alcanzarse inundando el escenario de personas que moviéndose a todas horas (con o sin motivo), y que resulta prácticamente imposible cantar en buenas condiciones si uno tiene que estar —como les ocurrió a los solistas— sirviendo de modo continuo a los malabarismos, acrobacias y ocurrencias exigidos por una coreógrafa que parece no comprender las enormes dificultades técnico-anatómicas del canto.

El despiporre final, con todo el mundo (incluidos los integrantes de la orquesta y el director) sobre el escenario


He dicho.

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* Un honor que, sin embargo, desde hace un tiempo ha recaído en dos obras de Jacopo Peri: La Danae (compuesta en 1597, pero perdida) y Euridice (1600).