DENTRO del luminoso (y numinoso) panorama de estrellas femeninas que brillaron con luz propia en el Hollywood mágico de los años 40-60 —si tuviéramos que recitar la nómina sería bien larga— la bellísima Elizabeth Taylor ocupa un lugar bien preeminente, hasta el extremo de haber llegado a convertirse en la gran figura del celuloide que todos recordamos por decenas de películas. Una de las más grandes, todo sea dicho.
Protagonista en una cincuentena larga de títulos, para un servidor la Taylor nunca estuvo tan bella y cautivadora como en cuatro estupendas películas bien conocidas: Un lugar en el sol (de George Stevens, 1951), Ivanhoe (de Richard Thorpe, 1952), La gata sobre el tejado de zinc (de Richard Brooks, 1958) y De repente el último verano (de Joseph L. Mankiewicz, 1959). En todas ellas compartió protagonismo con los no menos guapos y apuestos Montgomery Clift, Robert Taylor y Paul Newman y dejó bien demostrado que, además de hermosa, era una magnífica actriz.
Para mí, esto ha sido siempre lo más destacable en la biografía de la Taylor, al margen de su tormentosa y mediática vida privada (que, todo sea dicho, me ha interesado bastante poco). Desde la dulce y encantadora niña de Fuego de juventud (1944), pasando por la hermosísima adolescente que se hace adulta en El padre de la novia (1950), o por la sumisa y hechicera Rebecca de Ivanhoe (1952), hasta llegar a la agresiva, insatisfecha y voluptuosa mujer de Marlon Brando en Reflejos en un ojo dorado (1967), Elizabeth Taylor fue parte activa y principal de una época gloriosa del cine y, al convertirse en leyenda, ha dejado una huella indeleble en todos los que la admirábamos como intérprete y como paradigma de la belleza más pasmosa y descarnada.
Elizabeth Taylor, la mujer con la boquita de fresa y los ojos violetas como el fondo del océano, acaba de fallecer, y con ella se nos va un poco más —sobre todo a quienes ya tenemos cierta edad— toda una época que recordaremos, desde ahora, con más nostalgia (si cabe). Ella, entretanto, gracias a la magia del cine seguirá estando en nuestro recuerdo tan inalterable, hermosa y lozana como siempre nos la mostraron en sus películas.
Sirva esta entrada, escrita a vuelapluma, como modestísimo homenaje a quien fuera memorable y sensual Cleopatra.
Sit tibi terra levis.
Protagonista en una cincuentena larga de títulos, para un servidor la Taylor nunca estuvo tan bella y cautivadora como en cuatro estupendas películas bien conocidas: Un lugar en el sol (de George Stevens, 1951), Ivanhoe (de Richard Thorpe, 1952), La gata sobre el tejado de zinc (de Richard Brooks, 1958) y De repente el último verano (de Joseph L. Mankiewicz, 1959). En todas ellas compartió protagonismo con los no menos guapos y apuestos Montgomery Clift, Robert Taylor y Paul Newman y dejó bien demostrado que, además de hermosa, era una magnífica actriz.
Para mí, esto ha sido siempre lo más destacable en la biografía de la Taylor, al margen de su tormentosa y mediática vida privada (que, todo sea dicho, me ha interesado bastante poco). Desde la dulce y encantadora niña de Fuego de juventud (1944), pasando por la hermosísima adolescente que se hace adulta en El padre de la novia (1950), o por la sumisa y hechicera Rebecca de Ivanhoe (1952), hasta llegar a la agresiva, insatisfecha y voluptuosa mujer de Marlon Brando en Reflejos en un ojo dorado (1967), Elizabeth Taylor fue parte activa y principal de una época gloriosa del cine y, al convertirse en leyenda, ha dejado una huella indeleble en todos los que la admirábamos como intérprete y como paradigma de la belleza más pasmosa y descarnada.
Elizabeth Taylor, la mujer con la boquita de fresa y los ojos violetas como el fondo del océano, acaba de fallecer, y con ella se nos va un poco más —sobre todo a quienes ya tenemos cierta edad— toda una época que recordaremos, desde ahora, con más nostalgia (si cabe). Ella, entretanto, gracias a la magia del cine seguirá estando en nuestro recuerdo tan inalterable, hermosa y lozana como siempre nos la mostraron en sus películas.
Sirva esta entrada, escrita a vuelapluma, como modestísimo homenaje a quien fuera memorable y sensual Cleopatra.
Sit tibi terra levis.
ELIZABETH "LIZ" TAYLOR (1932-2011)
IN MEMORIAM
IN MEMORIAM
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