No es La sonnambula, precisamente, una ópera que se sostenga por la credibilidad de sus personajes, lo emocionante de las situaciones que plantea, o la solidez de su argumento. Habría que preguntarse, de hecho, cómo fue posible que un motivo tan ridículo y banal como el que sirve de base a todo el libreto consiguiera inspirar musicalmente a Bellini, por más que el tema del sonambulismo —y con él otras cuestiones de carácter científico— estuviera de moda en aquellas primeras décadas del siglo XIX. Y es que, por mucho argumentario teórico que quiera manejarse a la hora de defender esta creación del compositor de Catania —que si nos hallamos ante clichés habituales del melodramma italiano, que si el intolerante y refractario germanismo de un sector del público nunca hará por comprender este tipo de música, que si resulta ser, en el fondo, una creación muy original, pues fusiona en una sola diversas categorías temáticas de origen distinto (elemento pastoril, fábula, género semiserio)—, lo cierto es que todo el edificio descansa, única y exclusivamente, en un solo elemento: la pura melodía (instrumental y cantada). En nada más (y nada menos, podríamos añadir) que eso. De ahí que la obra corra el riesgo de terminar resultando un tostón para aquella parte del "respetable" que busca algo más que trinos, apoyaturas, melismas, filados, agudos, bellas escenas corales y... convenciones teatrales decimonónicas a tutiplén y algo demodés.
Pese
a todo —o precisamente por eso mismo—, cuando los intérpretes que
participan en óperas con argumento tan tontorrón como éste son dueños de
bellos instrumentos y, además, despliegan con acierto todas sus
facultades canoras, el resultado termina siendo sorprendentemente
satisfactorio, y el tiempo acaba discurriendo, si bien no en un suspiro,
sí, al menos, con bastante rapidez. Es lo que ha ocurrido, para quien
esto escribe, en la segunda de los dos veladas que he tenido la ocasión
de presenciar durante estas funciones de La sonnambula
ofrecidas por el coliseo madrileño. Y lo hago notar, pues lo primero que
me gustaría destacar en esta crónica es la enorme diferencia de calidad
existente entre los dos repartos (con algún que otro matiz), que ha
sido, en mi opinión, espectacular a favor del primero.
Giuditta Pasta y Giovanni Battista Rubini, los dos excelsos intérpretes para los que Bellini compuso La sonámbula
En ambos casos, el director faentino Maurizio Benini demostró su dominio absoluto sobre este repertorio, ofreciendo una lectura de la partitura plenamente acertada desde el punto de vista estilístico, y extrayendo de la orquesta un sonido empastado, límpido, y lleno de matices y sutilezas (especialmente en el caso de la sección de cuerdas). Sin embargo, esta labor se vio bastante empañada o lastrada, a mi entender, por la elección de unos tempi en exceso lánguidos, morosos e insoportablemente lentos para aquellos pasajes más elegíacos e intimistas de la obra —coincidentes, no por casualidad, con los momentos más conocidos de la misma: duetto "Prendi, l'anel ti dono", el concertante del final del primer acto, el aria final "Ah, non credea mirarti"... Tal demérito —presente en las dos funciones vistas y que algunos han atribuido al deseo de Benini de mimar a sus cantantes— fue mucho más grave en la primera velada (con el segundo reparto), aunque también se dio en el caso de la protagonizada por el primero, con un "Ah, non credea mirarti" que parecía no acabar nunca. Si bien, escucharlo en la hermosa voz de Nadine Sierra hizo que la cosa resultara bastante más llevadera.
Todo lo contrario, sin embargo, acaeció en la función del día 26, donde una extraordinaria, inspirada y entregadísima Nadine Sierra, debutando el papel, consiguió meterme de lleno en la obra, haciéndome olvidar todo lo demás (incomodidad de la butaca, toses, ruidos varios, etc.). La norteamericana, desde luego, no es una soprano sfogato, al estilo de lo que buscó Bellini cuando creó el papel de la joven sonámbula, pero sí dueña de un hermoso, importante y flexible instrumento lírico, rico en armónicos, con timbre de sonoridades pastosas, graves bien apoyados, centro anchuroso y cálido, ductilidad para filar y apianar y enorme facilidad para la coloratura y el sobreagudo (aunque éste suene, a veces, algo destimbrado), además de un fiato portentoso, que le permite jugar cómodamente con las dinámicas, ofreciendo todo tipo de matices e inflexiones que enriquecen la línea de canto. Esto se comprobó, sobre todo, en su gran aria de cierre (Ah, non credea mirarti!), donde Sierra —acomodándose al cadencioso ritmo impuesto por Benini— dio toda una lección de canto spianato y rubato, ligados impresionantes y un fiato que parecía inagotable, antes de lanzarse a interpretar un Ah!, non giunge lleno de gracia, ritmo, intención y embellecimientos canoros (más enriquecido aún, como mandan los cánones, en la correspondiente repetición), que remató con un restallante fa6 seguido de un timbrado y mantenido que remató con un restallante fa6 y un timbrado y mantenido la#5 que refulgieron sin problemas por encima de coro y orquesta*. De este modo, su lectura del personaje de Amina se movió en unos parámetros mucho más cercanos a los que el compositor de Catania tenía en mente y que fueron, en gran medida, los recuperados por Maria Callas a mediados de la centuria del pasado siglo: esencia expresiva y dramática del rol, cuidado de la línea vocal, atención alla parola, gran implicación emocional, etc. Una matrícula de honor para la soprano de Florida.
Algo parecido ocurrió en el caso de los tenores de las dos funciones, mostrándose muy superior (sobre todo por medios) el del primer reparto. Efectivamente, Xavier Anduaga fue un Elvino viril y joven, arrojado y lleno de pasión. Su instrumento es de lírico-ligero y tiene, por ende, facilidad para el agudo y el sobreagudo —hecho que quedó perfectamente demostrado en diferentes pasajes de su particella—, pero también se halla bien guarnecido, luce un timbre atractivo, se proyecta bien y, sobre todo, posee cuerpo y cierta carnosidad, lo que pudo comprobarse pintiparadamente en su sentido "Ah perché, perché non posso odiarti”, pasaje al que dotó de una notable credibilidad y eficacia dramáticas. Si hubiera algo que reprocharle, quizá sería su poca variedad a la hora de frasear y, sobre todo, un empleo algo escaso de dinámicas, que se hicieron especialmente perceptibles en ciertos pasajes muy destacables de su parte (sus líneas en el duetto Prendi, l'anel ti dono, por ejemplo) donde cantó sin el recogimiento y abandono que el momento requiere. Pese a todo, ofreció algunos pianos de buenísima factura y una atractiva volata en el cierre del concertante en el cuarteto del II acto. Un debut magnífico en el rol, el del joven tenor español, al que doy un sobresaliente por su buena actuación.
De las dos intérpretes de Lisa destacaría especialmente a la soprano barcelonesa Serena Sáenz, que dibujó una posadera de enorme enjundia vocal (su zona aguda es impresionante), y cuyo instrumento —por extensión, potencia, timbre y color— me impresionó, en conjunto, bastante más que el de la propia soprano protagonista del reparto alternativo. La voz está muy bien proyectada, tiene un hermoso timbre, considerable potencia y una franja superior realmente excepcional, superando con mucho lo que se puede exigir a un rol como es el de Lisa. Su lectura del personaje fue, además, muy acertada y expresiva a todos los niveles (especialmente en lo canoro), dejando para la posteridad dos arias realmente sobresalientes, en especial la segunda, donde el refulgente agudo, el canto intencionado y las pirotecnias vocales brillaron en todo su esplendor. En cuanto a la soprano madrileña Rocío Pérez, aunque posee un instrumento de menor calidad y extensión que el de Sáenz, tuvo la inteligencia de ofrecernos una Lisa del todo creíble en lo interpretativo y muy expresiva en lo canoro, desplegando una gran facilidad para el sobreagudo y la coloratura (como se echo de ver en su "De' lieti auguri"). Sobresalientes ambas.
La del conde Rodolfo es una parte que, pese a su importancia para el desarrollo de la trama, tampoco ofrece demasiadas dificultades en el terreno de lo vocal al cantante que lo interpreta. De él se espera cierta nobleza —pese a su carácter donjuanesco y algo altanero— y la autoridad propia en este tipo de personajes nobiliarios del melodramma italiano. Desde ambos puntos de vista, tanto por medios como por presencia escénica, el conde de Roberto Tagliavini —experimentado cantante al que ya hemos visto numerosas veces en el Real— me pareció bastante más creíble y adecuado que el de Fernando Radó, que se mostró más anodino e hizo gala de unos medios vocales menos contundentes. En cualquier caso, ninguno de los dos consiguió dar al rol el punto áulico y señorial que de él se podría esperar, resultando demasiado rudos y poco variados en los acentos y la expresividad. De todas formas, por prestación vocal puntuaría con un notable a Tagliavini y con un aprobado a Radó.
La propuesta escénica de Bárbara Lluch, pese a lo tradicional y canónico de la misma —con un bonito vestuario de época y gran plasticidad en la mayoria de los cuadros—, cae, sin embargo, en el mismo defecto que muchas de las puestas en escena actuales, donde el responsable busca la menor ocasión —por peregrina que sea— para transmitir su mensaje aprovechando la obra original, en lugar de limitarse a servirla, que sería lo más correcto. En este sentido, sobraron tanto las escenas de baile mudas iniciales antes de cada comienzo de acto —cuyo sentido se me escapa por completo—, así como la cargante omnipresencia de nada menos que 9 bailarines rodeando en todo momento a la pobre Amina. Tampoco se entiende muy bien que Lluch haya decidido tergiversar el sentido de la obra mostrando al conde Rodolfo como un violador (¿guiño a la ley del "sólo sí es sí"?) y dejando abierto el final —se supone que Bellini y Romani tenían claro que Elvino y Amina terminaban casándose—, con la protagonista subida en el alero de la casa ¿hasta el final de los tiempos? Imagino que, pese a haberlo negado en las entrevistas concedidas, se trata de una concesión de la directora de escena a ciertos movimientos ideológico-políticos feministas muy de moda en los últimos tiempos, pues de otro modo ambas soluciones tienen poca explicación y menos anclaje en la obra original. Con todo, y analizada en su conjunto, la propuesta es hermosa y muy estética, además de cronológicamente respetuosa con lo previsto por libretista y músico, al ambientar la acción (bastante libremente, todo sea dicho) en el primer tercio del siglo XIX.
En resumen: creo que podemos hablar de unas estupendas funciones desde el punto de vista musical, bastante aceptables en lo escénico y con unos repartos muy estimables (magnífico el primero). Aunque si yo tuviera que elaborar el mío, habría incluido a Serena Sáenz y a Gemma Coma-Alabert en el principal, para haberlo hecho más redondo.
Y así, entre los entusiastas bravi!, brava! y ¡bravo! de los políglotas que ahora abundan como setas en el Real, y con la sala principal convertida en un hospital de tuberculosos durante las dos funciones, concluyeron las dos veladas de esta tontorrona obra maestra del belcanto.