sábado, 22 de enero de 2011

ANTONIO HERNÁNDEZ PALACIOS Y LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA



Antonio Hernández Palacios (1921-2000) fotografiado en 1974,
con el recién ganado premio Yellow Kid en la mano


ENTRE los recuerdos más gratos que guardo de mi adolescencia se encuentra el de la tertulia que Antonio Hernández Palacios y Mariano Ayuso congregaban todos los sábados por la mañana en una cervecería de la calle madrileña de Gaztambide, cuyo nombre no recuerdo ahora, y a la que tuve el honor de asistir durante un par de años (1984-1985). Allí se reunían habitualmente estos dos admirados amigos con viejos conocidos que habían combatido en la Guerra Civil —especialmente del bando republicano (me acuerdo concretamente del piloto de cazas José María Bravo)—, y con otros que pertenecían al mundillo comiquero, para hablar de los más diversos temas, incluido, desde luego, el de dicha contienda, que ahora está siendo groseramente manoseada.

Mariano Ayuso (1928-?)*


Recuerdo que, en cierta ocasión incluso, y coincidiendo con la celebración de la II Semana de la Historieta de Madrid, celebrada en 1985, tuve el honor de estar toda una mañana a solas hablando con el propio Antonio y con Alberto Breccia; o, más bien, escuchando con atención y arrobo a ambos maestros, que no dejaban de relatar jugosas anécdotas de su profesion y de la vida en general. No les confieso, por pudor, la edad que tenía yo entonces. Sólo puedo decirles que todavía hoy me acuerdo vívidamente de aquellos venturosos días, en que todo fueron ilusiones y esperanzas. ¡Qué de tiempo ha transcurrido desde entonces, y cuánta agua ha pasado bajo el puente!

Alberto Breccia (1919-1993), maestro de maestros, junto a una
plancha de
Mort Cinder, su obra más conocida y realizada
en colaboración con el guionista Oesterheld



Les cuento todo esto, aún a riesgo de parecer el abuelito de la familia Cebolleta, porque algunas de las cosas que allí se dijeron entonces estaban directamente relacionadas con la obra de que pienso hablar a continuación para hacerle mi particular homenaje a ese gran maestro del cómic que fue Antonio Hernández Palacios.

Su tetralogía sobre la Guerra Civil —que, en principio, estaba pensada como una serie de gran envergadura que habría narrado las vicisitudes de los combatientes republicanos entre el año 1936 y el final de la II Guerra Mundial— fue una de las obras más queridas por Antonio; se lo oí decir personalmente más de una vez, en aquellas tertulias a las que me he referido, y se colige también de sus palabras en la introducción que él mismo escribió en 1979 para el primer volumen de la serie. Pero el implacable tiempo, las cambiantes condiciones editoriales y los vaivenes sufridos por el mundo del cómic en nuestra España le impidieron concluirla (al igual que ocurrió con sus demás proyectos). Es una verdadera lástima.


Portadas de los cuatro álbumes dedicados a la Guerra Civil
y publicados por la editorial Ikusager


Con todo, he de confesarles a ustedes que no es la de la Guerra Civil la obra del artista madrileño que más me gusta. Personalmente prefiero El Cid o Manos Kelly —de los que, quizá, hable en el futuro—, sobre todo los primeros tres volúmenes de cada una de estas dos series, realizados en el momento de mayor esplendor artístico de nuestro protagonista (que coincidió con los años 70 y muy primeros 80) y publicados, en buena medida, en la famosa revista juvenil Trinca, que marcó toda una época de la adolescentes españoles (y de los que no lo eran tanto).

A pesar de ello, en los cuatro libros sobre nuestra contienda fratricida nos encontramos de nuevo con el mismo poderoso y eficaz artista que nos impacta desde el principio por su inconfundible dibujo y su personal uso del color. Estilo gráfico que se amolda de manera inmejorable a una historia plagada de ruinas, de humo y de feroces combates, en los que las elaboradas y complejas tramas del dibujo de Palacios resultan especialmente densas y expresivas. Hay que decir, a este respecto, que el barroquismo del estilo llega a unas cotas tan elevadas en los tres primeros volúmenes de la obra —favorecido por el propio caos resultante del hecho histórico que se está narrando en las viñetas— que el visionado en blanco y negro de estas planchas —tal como se publicaron, por ejemplo, en un dominical del diario El País— puede producir en el espectador poco acostumbrado a la obra de Palacios, una primera y desagradable sensación de abigarramiento y confusión. Sin embargo, cuando la vista se va deteniendo con atención en los detalles y el espíritu se sosiega un tanto después del violento shock producido tras la primera visión de la obra, se empiezan a percibir aspectos que en un principio pasaron desapercibidos y la admiración hacia la tarea desarrollada por Antonio en estas planchas comienza a crecer. Con todo, es una obra que debe verse en color, como casi todas las realizadas por el gran artista madrileño.

Como en sus demás trabajos, la tarea de reconstrucción histórica que el autor realiza en estos libros es de un detallismo minucioso. Pero al existir mucha más documentación que, por ejemplo, para el período medieval —época tratada por Antonio en su El Cid— el resultado obtenido roza ya casi el valor de lo documental. Ello se ve no sólo en las recreaciones ambientales y paisajísticas que el dibujante logra trasladar al papel de manera soberbia e impresionante —pienso, por ejemplo, en la plancha 23 del volumen I, en la célebre viñeta a toda página de la plancha 45 del volumen II, o en la similar de la página 42 del volumen III—, sino también en lo que se refiere a la plasmación de personajes históricos que conocemos a través de otros medios como el cine o la fotografía (Durruti, Líster, La Pasionaria, Miaja, etc.).

Planchas 45 (del volumen 2) y 42 (del volumen 3):
lo documental como base de la narración


Esta característica —el excesivo documentalismo—, que algunos han censurado como un defecto propio de Antonio para otras de sus creaciones, cobra aquí un valor especial por razones obvias, y no desaparece ni siquiera en el último de los álbumes, Gorka Gudari, donde, sin embargo, el autor —que ya se encontraba en otra etapa de su desarrollo artístico— hizo un profundo ejercicio de depuración estilística que los amantes del dibujo límpido agradecerán especialmente, pues se tradujo en una nueva maniera consistente en el empleo de menos trama, en la reducción drástica de las masas de negro y en un uso más pictórico del color, que adquiere una gran importancia no tanto como soporte de iluminación sino como elemento que ayuda a perfilar el propio dibujo (como puede verse con claridad en el ejemplo de la plancha 41 de este álbum).

Planchas 41 y 46, respectivamente, del álbum Gorka Gudari
(último de los publicados)


¡Ah, por cierto! Las escenas de lluvia que aparecen en los volúmenes 3 y 4 son impresionantes, como ocurría siempre con el maestro en estos casos.

Mas también hay "peros" en este impresionante fresco histórico trazado por Hernández Palacios. Y es que si en un cómic de ambientación histórica el guión puede llegar a resultar plúmbeo cuando no se maneja con cuidado, este hándicap se multiplica por cien (o incluso por más) cuando la obra nace ya con una ineludible voluntad histórica y documental. Y tal fue el caso de la que ahora nos ocupa. En tales circunstancias, difícilmente logra el autor alejarse del didactismo y del puntillismo documental, por fácil que le resulte contar historias y por muy bien dotado que esté para lo literario. Algo similar ocurre en casi todas las Historia de… —póngase aquí el topónimo preferido: Andalucía, Navarra, Valencia, Madrid, Cataluña, etc.— que se hicieron durante nuestro boom de los cómics a finales de los años 70 y principios de los 80: son generalmente un tostón. En el caso de la tetralogía palaciega sobre la Guerra Civil Española podríamos decir que nos hallamos ante un conjunto de documentos gráficos que han sido literaturizados por medio de cartelas y bocadillos, o de un libro de historia que ha sido aligerado por medio de ilustraciones que adoptan una forma narrativa concreta. Por este motivo, he insistido antes en el aspecto visual de la obra (que es, de lejos, lo mejor de la misma). No obstante, en descargo del maestro madrileño hay que recordar aquí que como nos hallamos ante una obra inacabada carecemos de la visión de conjunto necesaria para hacer una crítica objetiva en el ámbito de lo literario, sencillamente porque ignoramos cómo habría llevado adelante su historia Antonio. Quizá en los volúmenes posteriores habría abandonado un tanto ese pesante tono didáctico que encontramos en los cuatro álbumes que llegó a terminar. Lo ignoro porque nunca tuve la oportunidad de oírle hablar de ello (o, al menos, ya no lo recuerdo).

En cuanto al protagonismo de los dos personajes principales de la tetralogía, Eloy y Gorka —que también lo iban a ser de la saga completa—, resulta evidente que Antonio lo redujo tanto como creyó conveniente para hacernos ver que las verdaderas estrellas de ese trágico episodio que fue nuestra Guerra Civil habían sido el conjunto de los españoles y la propia Historia. Una historia que él vivió con intensidad en primera persona, y cuyos recuerdos guardaba vívidamente en su memoria (como tuve ocasión de comprobar en más de una ocasión).

Para finalizar, si tuviera que elegir entre los cuatro álbumes que pudo terminar —Eloy, uno entre muchos, Río Manzanares, 1936, Euskadi en llamas y el citado Gorka Gudari—, personalmente me quedaría con los dos primeros de la serie, centrados en el frente de Madrid (por aquello, quizá, de ser la ciudad donde uno ha vivido, crecido y, al parecer, va a terminar muriendo si el tiempo y las circunstancias no dicen otra cosa). Sin embargo, en cuanto a color, posiblemente elegiría el tercero, 1936. Euskadi en llamas, quizá porque la acción que allí se narra invita al empleo de gamas mucho más suaves y empastadas que las estridentes y chillonas (propios de bombazos y explosiones) que vemos en los dos primeros álbumes. O seguramente, porque frente a la aridez de las tierras castellanas que me han visto nacer, en el fondo prefiero el verdor de las montañas y caseríos vascongados (aunque hoy, como ayer, sigan teñidos de sangre y fuego).

Desearía concluir estas líneas llamando la atención sobre el hecho de cómo en 1983 —es decir, con la Transición todavía bien reciente y la emoción de la esperanza a flor de piel—, dos personas en principio tan contrarias como Antonio Hernández Palacios —combatiente republicano— y el general Ramón Salas Larrazábal —luchador en el bando rebelde y prologuista a la segunda edición del primer álbum de la serie— pudieron estar el uno junto al otro para hablar de algo que, en el pasado, les había enfrentado cruelmente.

Por eso, nada mejor para finalizar mi comentario —en estos aciagos días de revisionismo revanchista que vivimos y que están volviendo a abrir viejas heridas— que las palabras con que el citado general concluía su introducción a esta gran obra artística hecha por un republicano imbuido también por el deseo de la reconciliación: «La obra de Palacios —decía Larrazábal— ha hecho bueno aquello de que una imagen vale más que mil palabras, y estoy seguro de que su narración, sustentada firmemente en su fabuloso dominio de las artes plásticas y en el buen uso que hace de él, ha ayudado más que los libros que sobre la contienda hemos escrito los historiadores para que los españoles de entonces y de ahora, al recordar aquellos acontecimientos, afirmemos nuestra voluntad colectiva de no volver a dirimir nuestras diferencias por medios violentos».

* * *

Coda final: el lector que desee profundizar en este tema puede consultar dos magníficos blogs del amigo Emilio Aurelio Gil: Cómics en extinción y Tangencias. Ambos son un deleite para la vista y en ellos podrá encontrar abundante documentación gráfica sobre toda la obra de Hernández Palacios que aquí no podemos colgar.

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* Famoso editor (responsable de la revista Sunday), crítico de cómics y propietario de la conocida tienda Totem, que ya se ha mencionado en esta breve crónica.

Nota (incluida el 25/09/2010): en el momento de redactar esta entrada mis noticias eran que Mariano Ayuso había fallecido. Posteriormente, sin embargo, me han comunicado que todavía vive, pero es algo que no puedo confirmar en una dirección u otra. En cualquier caso, mi deseo es que, esté donde esté, el bueno de Mariano Ayuso se encuentre bien y sea feliz.

(Publicado originalmente el 2 de julio de 2010 en Desde el Nibelheim)

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