ACIAGO mes de diciembre, este que termina, para el mundo del celuloide, pues en él han fallecido —a menos de una semana de distancia y por este orden— la bellísima y sugerente Eleanor Parker, el introspectivo (aunque simpático) Peter O'Toole y la tímida (pero corajuda) Joan Fontaine. Una terrible y descomunal dentellada la que la
cruel Parca le ha dado al dulce pastel del que están hechos nuestros sueños y recuerdos más felices. Se ha llevado con ella a tres insignes representantes de un cine que forma parte indeleble de nuestra memoria visiva y sentimental, y a los cuales tenemos que agradecer inolvidables momentos de diversión y placer. Comenzaremos recordándolos por el que ha muerto más tarde y que tenía más edad.
Fue el pasado lunes día 16 cuando supe, a través de la prensa, que el domingo día 15 falleció, a los 96 años, en la ciudad californiana de Carmel (¡¡sí, sí!!, la misma en la que otro mito de Hollywood —el duro y cínico Clint Eastwood— fue alcalde durante un buen puñado de años) la actriz Joan de Beauvoir de Havilland, más conocida por el sobrenombre artístico de
Joan Fontaine. Hermana de la también actriz Olivia de Havilland —que aún sigue viva (con 97 añitos) y parece gozar de relativa buena salud—, Fontaine formó parte de la época dorada de Hollywood, y con su fallecimiento se rompe otro eslabón (¡cada vez quedan menos!) de la cadena de recuerdos que nos mantenía unidos a ese magnífico período del cine, que muchos de nosotros empezamos a amar ya en la infancia, y al que seguimos estando íntima y gozosamente vinculados.
Un servidor siempre identificará a Joan Fontaine con un tipo de belleza serena, calmosa, equilibrada, sencilla y algo pacata. Bastante similar, por cierto, a la que también representó su propia hermana (la grandísima Olivia de Havilland), como estará de acuerdo en reconocer el lector en cuanto recuerde su memorable interpretación de la bondadosa, abnegada y un tanto pavisosa Melania de
Lo que el viento se llevó (Gone with the Wind, Victor Fleming, 1939)
. Belleza que, desde luego, se hallaba en las antípodas de la más carnal, salvaje y exuberante representada por actrices como Ava Gardner —el animal más bello del mundo (y con razón)—, Rita Hayworth, Gene Tierney o Jennifer Jones, por citar sólo unas pocas bien conocidas, pero que tenía su encanto y (¿por qué no decirlo?) también su morbo. Fontaine fue, para el cine norteamericano, el paradigma de la mujer ingenua, sencilla, dócil, asustadiza y modesta. Una imagen a la que contribuyeron decisivamente sus dos papeles más relevantes y recordados —el de apocada segunda esposa de Maxim De Winter en el clásico hitchckoquiano
Rebecca (1940) y el de acongojada y sufrida cónyuge del simpático, bribón y ambiguo Johnnie Aysgarth que interpretaba Cary Grant en
Sospecha (Suspicion, 1941), también del mago del suspense—, pero que se vio reforzada por otros roles menores pero muy destacables también, como son la Jane Eyre adulta de la película homónima (Robert Stevenson, 1944), la misteriosa, sufriente y vulnerable Lisa de
Carta de una desconocida (Letter from and Unknown Woman, Max Ophüls, 1948) y la noble y bondadosa Lady Rowena de
Ivanhoe (Richard Thorpe, 1952).
Con Lawrence Olivier en Rebecca
Con Cary Grant y Nigel Bruce en Suspicion
Como Jane en Jane Eyre
Una guapísima y natural Fontaine
en una fotografía de los años 40
Pero, quizá, tampoco deberíamos dejarnos llevar por las apariencias, pues por debajo de su sonrisa un tanto modosa, de su expresión asustadiza y de su actitud recatada se adivinaba un deje burlón y displicente que nos hablaba de energía, tenacidad, voluntarismo y tozudez. Los mismos que practicó a lo largo de su vida —en la que hubo de afrontar una difícil relación con sus padres, bregar con cuatro maridos, superar dos abortos, asumir la fuga y desaparición de una de sus dos hijas (adoptiva) y sobrellevar la ruptura personal con la otra— y que aplicó, hasta lo enfermizo, en la mítica y sonadísima
enemistad que mantuvo durante toda su longeva existencia con su hermana Olivia. De esta intempestiva relación —que jamás llegó a suavizarse (de hecho, con el paso de los años incluso se fue agriando)— Fontaine dijo en cierta ocasión: «Olivia es un león y yo un tigre; y según las leyes de la jungla nunca podremos llevarnos bien». Se odiaban tanto que las malas lenguas decían que las dos seguían vivas porque ambas estaban esperando que la otra muriera primero.
Las hermanas De Havilland en una foto promocional de los años 40, mucho antes
de que se produjera su definitiva ruptura en 1975 (tras la muerte de la madre de ambas)
Aunque las fuentes no son unánimes al respecto, parece ser que las frases y manifestaciones más duras y amargas llegaron casi siempre del lado de Joan, lo que podría explicarse no sólo porque fue una mujer de armas tomar —a pesar de su dulce y apacible apariencia—, sino también por el hecho de haber sido el "patito feo" de la familia, gozando siempre Olivia del favor de su madre. Una mujer ésta, por cierto, partidista y manipuladora, que quiso proyectar en sus dos hijas sus ambiciones como actriz frustrada, y a la que deberíamos atribuir la gran rivalidad que, desde la infancia, hubo entre las dos hermanas, que ella se encargó de alimentar en todo momento. La propia Fontaine, sin embargo, daba una versión bien distinta del asunto, justificando las malas relaciones con su hermana por los celos que ésta había sentido siempre hacia ella, al ser la más pequeña. Eso es, al menos, lo que decía la mítica actriz en una simpática y relajada
entrevista que el escritor Terenci Moix realizó a Fontaine en los años 80 del pasado siglo, en un programa que condujo para Televisión Española (ver a partir del minuto 25:00).
Olivia pasa por delante de su hermana, ignorándola, después de haber recibido el Oscar por su interpretación
en La heredera (The Heiress, William Wyler, 1949). Ocho años antes era Joan la que había hecho un
desplante a Olivia, al recibir el mismo premio por su interpretación en Sospecha (1941)
Joan junto a su madre (que fue, según confesión de la propia actriz,
la persona más importante de su vida)
¿Antipatía natural y espontánea? ¿Trauma de la infancia? ¿Consecuencia de la rivalidad profesional? Sea como fuere, a propósito de la mala relación entre ambas hermanas, no cabe duda de que la pertinaz Lilian De Havilland Fontaine consiguió con creces su objetivo, pues logró colocar en el Olimpo de las estrellas "jolivudienses" a sus dos hijas. Con ello no sólo las hizo pasar a la posteridad, convirtiéndolas en inmortales para la memoria colectiva, sino que nos proporcionó a los aficionados y cinéfilos de todo tiempo y lugar un buen puñado de momentos placenteros y agradables que nunca podremos olvidar.
* * *
Un día antes que Joan Fontaine, esto es el sábado 14, falleció en un hospital de Londres Peter Seamus Lorcan O'Toole, más conocido como
Lawrence de Arab, ¡uppps!, quiero decir como
Peter O'Toole. Y es que, en efecto, si hay un actor que pueda ser identificado (y recordado) por un solo personaje de los que interpretó creo que ése es, precisamente, Peter O'Toole. Y lo cierto es que firmó un buen puñado de soberbias interpretaciones —el monarca Enrique II en
Becket (Peter Glenville, 1964)
, el oficial James Burke, en
Lord Jim (Richard Brooks, 1964)
, el General Tanz, en
La noche de los generales (The Night of the Generals, Anatole Litvak, 1967)
, el introvertido profesor Arthur Chipping, en
Adiós, Mr. Chips (Goodbye, Mr. Chips, Herbert Ross, 1969)
, etc.—, en las que siempre destacó por su asombrosa capacidad para internarse en los recovecos más torturados del alma humana, expresando los sentimientos más introvertidos y complejos de manera insuperable. A este respecto, creo que merece la pena detenerse un instante para recordar un par de escenas en las que mostró de forma magistral lo que acabamos de decir.
La primera, sacada de
Becket, corresponde al momento en que el rey Enrique II, arrastrado por un incontrolable sentimiento en el que se mezcla el profundo dolor por la amistad perdida y la humillación que le produce el comportamiento del arzobispo Becket —en otro tiempo amigo íntimo y fiel aliado en el gobierno del reino de Inglaterra— pregunta a los caballeros que le rodean si es que no hay nadie en sus dominios que pueda quitarle esa desazón y suprimir el obstáculo que supone Becket (puede verse entre los minutos 3:30 y 5:50, pinchando
aquí).
Con Richard Burton en Becket
La segunda, procedente del film
Adiós, Mr. Chips, recoge el momento en que a Chipping le comunican la noticia del fallecimiento de su querida esposa, como resultado de un bombardeo de la aviación alemana, situación que se mezcla con una broma que los estudiantes le van a gastar en ese mismo instante. La secuencia es sobrecogedora por el grado de alienación y ensimismamiento dolorido que O'Toole fue capaz de imprimir a su personaje, haciendo absolutamente creíble y conmovedora la escena (puede verse completa, entre los minutos 01:00 y 06:04, pinchando
aquí).
No obstante, esta misma capacidad para expresar sentimientos conflictivos y encontrados tuvo también su lado negativo y se volvió a veces contra el actor, pues hubo ocasiones en que dotó a sus creaciones de un toque histriónico que no siempre era necesario o adecuado.
A pesar de pertenecer a una hornada de atractivos y muy talentosos actores británicos (entre los que se encontraban Alan Bates o Albert Finney), los primeros años de O'Toole como intérprete fueron relativamente anodinos. Pero todo cambió de manera súbita en 1962, cuando el director británico David Lean le seleccionó como protagonista para su película
Lawrence of Arabia, poniéndolo al frente de un impresionante reparto de estrellas para encarnar al famoso y carismático coronel Thomas Edward Lawrence, un papel en el que se había rechazado antes al propio Marlon Brando. Es cierto que el parecido físico entre O'Toole y el personaje histórico era realmente inexistente —el actor era alto y bien parecido, mientras que el auténtico Lawrence era bajito, algo enclenque y bastante cabezón—, pero el recital interpretativo que proporcionó O'Toole fue tal que permitió obviar ese hándicap y le catapultó al estrellato sin remisión alguna. Después de este filme vinieron otras memorables actuaciones, aunque ninguna de ellas fue capaz de hacer olvidar lo ya realizado en una película que, en 1991, fue incluida en el
National Film Registry de la Biblioteca del Congreso de EE. UU, por ser considerada «cultural, histórica, o estéticamente significativa». Un honor del que no todas las obras pueden
disfrutar.
O'Toole, como Lawrence, en una mítica escena del film. Abajo junto a un Anthony Quinn
irreconocible por la caracterización, en la misma película
Con todo, yo destacaría aún el que puede ser considerado su segundo gran papel, tras el de Lawrence de Arabia. Me refiero, claro está, al monarca Enrique II Plantagenet, a quien interpretó en dos ocasiones recreando sendos momentos de su turbulenta existencia: como joven príncipe al inicio de su reinado, en la ya citada
Becket, y como maduro soberano al final de su vida en esa estupenda película que es
El león en invierno (The Lion in Winter, Anthony Harvey, 1968), adaptación cinematográfica de la obra teatral homónima de James Goldman, en la que O'Toole realiza una estupenda interpretación y lleva a cabo todo un pulso interpretativo con la soberbia y mítica Katharine Hepburn, en la piel de la vieja reina Leonor de Aquitania (que obtuvo el Oscar por dicho papel). Ambos, además, estaban acompañados por un sólido reparto de secundarios, entre los que podemos destacar a Anthony Hopkins (como Ricardo, futuro "Corazón de León"), Timothy Dalton (como el rey Felipe Augusto de Francia), Nigel Terry (como el escurridizo príncipe Juan) y John Castle (en la piel del astuto príncipe Geoffrey).
Los problemas con el alcohol y la disipada existencia que el actor empezó a llevar a finales de los años 70, a punto estuvieron de acabar con su vida y le ocasionaron graves consecuencias para la salud (hubo de someterse a una operación en la que le extirparon parte de su estómago e intestinos, se hizo dependiente de la insulina pues su páncreas también estaba dañado y se vio afectado por una gravísima enfermedad de la sangre), aunque logró superarlos y retomó progresivamente su carrera, pero ya sin el éxito de los años precedentes.
Con todo, estuvo al pie del cañón casi hasta el final de su vida, asumiendo pequeños papeles secundarios que siempre engrandecía con su carisma y presencia personales. En este sentido podemos recordarle como el histórico obispo de
Beauvais Pierre Cauchon, en una
Juana de Arco televisiva que tuvo como protagonista a la bella Leelee Sobieski
(Joan d'Arc, Christian Duguay, 1999); como un poco creible (desde el punto de vista físico) mariscal Hindenburg, en la miniserie
Hitler: el reinado del mal (Hitler: the Rise of the Evil, Christian Duguay, 2003); como el viejo rey troyano Príamo en la
Troya de Wolfgang Petersen
(Troy, 2004); o como el papa Pablo III en la serie
Los Tudor (The Tudors, 2009). Todavía en 2011 asumió un papel protagonista en la película mejicana
Cristiada, de Dean Wright, donde interpretó el papel del padre Christopher.
* * *
Otra estrella que también nos ha abandonado este mes de diciembre —en concreto el lunes 9— fue la bellísima y señorial
Eleanor Jeane Parker, a la que siempre recordaremos por haber hecho frente en igualdad de condiciones al violento y pasional Charlton Heston en esa extraordinaria película titulada
Cuando ruge la marabunta (The Naked Jungle, Byron Haskin, 1954), donde los elementos de una Naturaleza desatada se entremezclaban con las pasiones humanas más descarnadas, para dar como resultado un melodrama perfecto, de esos que ya no se hacen. ¿Cómo no recordar la famosa
escena del piano, llena de dobles sentidos, en la que Heston y Parker discutían sobre si era mejor el sonido de un piano nuevo o usado, en clara alusión al hecho de que el personaje de Parker es una mujer "usada", porque ya estuvo casada antes de hacerlo por poderes con el protagonista que interpreta Heston? En fin... Lo que no fue capaz de lograr esa plaga
quasi bíblica de la marabunta —acabar con el bueno de "Chuck"— lo consiguió la pelirroja Parker haciendo que aquél terminara derritiéndose en sus brazos como un cubito de hielo.
Este tipo de personajes —los de mujeres duras, con personalidad y arrestos suficientes para no sucumbir ante sus
partenaires masculinos— fueron los más habituales en la carrera de Parker. Con uno de ellos —el de esposa de Kirk Douglas en la magnífica
Brigada 21 (1950), de William Wyler— consiguió la actriz su primer gran exito y demostró que era una estupenda intérprete, además de bella mujer. Dentro del mismo registro de fémina con personalidad, pero con un toque más simpático, la pudimos ver como Leonore en el filme
Scaramouche (1952), de George Sidney, junto a un burlón y eficaz Stewart Granger. Como espía al servicio de los confederados —siempre mujeres de armas tomar, como se ve— apareció en
Fort Bravo (1954), de John Sturges, al lado de un atractivo Willliam Holden. Mucho más tortuoso y desagradable era el rol de Eleanor en
El hombre del brazo de oro (The Man with the Golden Arm, Otto Preminger, 1955), donde interpretaba a la codiciosa esposa del protagonista Frank Sinatra, o el de sufrida esposa de Robert Mitchum en el melodrama de Vincente Minelli
Con él llegó el escándalo (Home from the Hilles, 1960). Y así hasta meterse en la década de los sesenta, cuando comenzó su declive como actriz para la gran pantalla, al ser incapaz de encontrar papeles en los que su talento pudiera brillar como merecía. Aunque aún habría de interpretar un personaje como el de la baronesa Elsa Schraeder, en
Sonrisas y lágrimas (The Sound of Music, 1965), de Robert Wise, que resultaba mucho más interesante que el de la ñoña institutriz interpretada por Julie Andrews. En definitiva: una hermosa y gran actriz, a la que siempre llevaremos en nuestro recuerdo.
Leonore en Scaramouche
Joanna, en Cuando ruge la marabunta
Elsa en Sonrisas y lágrimas
Descansen todos ellos en paz.