Così fan tutte, ossia La scuola degli amanti, dramma giocoso en dos actos, con libreto de Lorenzo Da Ponte y música de Wolfgang Amadeus Mozart.— Dirección musical: Sylvain Cambreling.— Dirección de escena: Michael Haneke.— Escenografía: Christoph Kanter.- Figurines: Moidele Bickel.— Iluminación: Urs Schönebaum.— Intérpretes: Anett Fritsch (Fiordiligi), Paola Gardina (Dorabella), Andreas Wolf (Guglielmo), Juan Francisco Gatell (Ferrando), Kerstin Avemo (Despina), William Shimell (Don Alfonso).— Coro y Orquesta titulares del Teatro Real (Coro Intermezzo y Orquesta Sinfónica de Madrid).— Nueva producción del Teatro Real en coproducción con De Munt / La Monnaie de Bruselas.— Teatro Real de Madrid.— Miércoles, 6 de marzo de 2013, 19:00 horas.
PARECE indudable que la concesión de un Oscar al director austríaco Michael Haneke por su película Amour ha influido considerablemente en la proyección mediática de las funciones del Così fan tutte mozartiano que se han programado en el Teatro Real durante estos últimos días. Tan estrechamente vinculados han ido ambos elementos que, de hecho, Haneke no pudo estar presente en el coliseo madrileño el día del estreno, pues se encontraba en Hollywood recogiendo el preciado galardón, al coincidir en fecha ambos eventos. Mas no vaya a pensar el lector que con esta aclaración queremos quitarle importancia al trabajo del realizador austríaco, insinuando que el éxito innegable cosechado con su puesta en escena de la obra mozartiana se ha debido a la publicidad derivada del acto hollywoodiense. Y lo mismo cabría decir del tanto promocional y publicitario que se ha apuntado Gérard Mortier, al haber conseguido poner el nombre del Real en los titulares de todos los medios de comunicación. El mérito, en ambos casos, se ha debido exclusivamente a las personas y sus respectivos talentos (aunque el belga se haya visto ayudado, también, un poquitín por la casualidad, al haber coincidido en el tiempo la celebración de ambos eventos, algo que no se sabía de antemano).
Casi todas las voces críticas, y en ello coincidimos también aquí, se han encargado de destacar el acierto, la mesura y la adecuación de la propuesta escénica planteada por Haneke al abordar esta difícil y (en mi opinión) desigual ópera mozartiana. Un título que ha conocido altibajos de popularidad a lo largo de su historia y que, al contrario de otras creaciones mozartianas, nunca ha gozado del beneplácito absoluto de público, crítica y especialistas. Su argumento —excesivamente descarnado y atrevido para el gusto de la rígida, convencional, mojigata y encorsetada moral burguesa decimonónica— hizo que durante dicha centuria conociera una postergación que sólo desde la segunda mitad del siglo XX se ha ido abandonando. Por otro lado, la opinión adversa de ciertos compositores muy influyentes (Beethoven, Wagner, etc.) y el desdén de reputados cantantes hacia la partitura de Così también son factores que han contribuido, a lo largo del tiempo, a favorecer este desdén por una obra que, si bien presenta déficits significativos y queda bastante lejos de otras composiciones maestras del genio de Salzburgo, no ha dejado de aportar elementos positivos que han sido debidamente destacados por Javier Pérez Senz en el artículo que acompaña el programita de mano que se ha entregado en estas funciones (1). La más importante de las cuales posiblemente sea que su composición trajo «savia nueva para los óperas del futuro, en especial por la habilidad a la hora de adecuar los elementos bufos a una concepción teatral mucho más moderna» (2).
Acertada propuesta escénica, como decimos, que se ha movido entre el respeto escrupuloso a lo indicado en el libreto y la necesaria actualización que todo director de escena se ve obligado a introducir en sus encargos (un modo, como otro cualquiera, de justificar el sueldo que cobran, imagino). Toda la acción se desarrolló en el marco de un austero pero elegante decorado que reproducía el salón de una casa moderna dotada de enormes ventanales abiertos a una terraza porticada que miraba a un amplio jardín y recordaba las viejas villas de la campiña toscana. En el interior decoración funcional consistente en (a la derecha) un sofá esquinero tapizado en color blanco y colocado frente a una chimenea y (a la izquierda) una librería baja repleta de libros adecuadamente colocados, un cuadro a medio terminar colgado de la pared y un inagotable frigorífico de enorme puerta al que no dejaron de "peregrinar" los personajes durante toda la representación. Un recurso éste que sin duda resultó útil para que los intérpretes mantuvieran sus manos ocupadas, pero que terminó haciéndose aburrido por repetitivo y previsible. Admirable trabajo de iluminación el realizado por Urs Schönebaum, que nos hizo asistir al desarrollo lumínico natural de un día completo, de manera que al iniciarse la acción la luz era la típica de una mañana soleada y al concluir la ópera ya había caído la noche. Un efecto de transición conseguido de manera maravillosa y muy natural, sin cambios bruscos ni disonancias. Magnífica labor la suya. Aceptable también el trabajo con el vestuario, que mezcló épocas y estilos, para presentarnos a un Don Alfonso ataviado con casaca y peluca blanqueada con polvos de arroz, al lado de un cuarteto de protagonistas que se enfundaron modernos trajes de corte actual. Muy sugerente el conjunto de dos piezas y color rojo intenso con que se vistió a la Fiordiligi de Fritsch, acentuando así la sensualidad del personaje y el atractivo físico (indudable) de la intérprete alemana, que lució un tipazo estupendo y unas piernas torneadas e inacabables. Más austero el aspecto de la Dorabella interpretada por Paola Gardina, vestida con un traje de chaqueta oscuro que le otorgaba una gravedad que contrastaba abiertamente con la mayor promiscuidad del personaje (pues, como bien se sabe, es la hermana que antes cae en las redes de la tentación y el amor). Lo peor de todo el traje de payaso con que hubo de andar bregando casi todo el rato la Averno para dar vida a la pícara criada Despina. Pero pasemos ya a la parte musical, que va siendo hora...
La dirección de Sylvain Cambrelling fue morosa y lánguida en exceso, lo que ha hecho que algunos críticos hayan hablado de una labor concertante plúmbea. No afirmaría yo tanto, quizá, aunque es verdad que se habría agradecido algo de fuoco, brío y espontaneidad en los recitativos y un mayor contraste expresivo y de dinámicas en el resto de la partitura. Por lo demás, el director belga se mostró servicial con los cantantes, a quienes facilitó su difícil labor.
El reparto de solistas se caracterizó por la juventud de los intépretes y la adecuación a sus respectivos personajes. No en vano, se dice que Haneke ha llevado a cabo para estas funciones unas pruebas de selección muy exigentes, buscando cantantes que, ante todo, fueran buenos actores y resultaran creíbles escénicamente. Esto, por desgracia, se ha hecho notar en los resultados musicales, que han sido correctos, pero tampoco como para tirar cohetes. Y eso que en una ópera coral como Così es conveniente siempre contar con un cuarteto (¿o sexteto?) de cantantes compenetrados (lo cual no significa, como piensan algunos, que esto sea preferible a disponer de grandes y buenas voces). Por esta razón, lo mejor de la velada desde el punto de vista musical fueron los momentos de conjunto, tan abundantes en la partitura (tríos, sexteto, quintetos, duetos, finales, etc.), que facilitan el avance de la acción y permiten apreciar una clara distinción de tres parejas con tratamientos músico-vocales bien diferenciados: la de Ferrando/Fiordiligi (que representa el amor sincero y su dimensión más noble, y a la que Mozart otorga una música más cercana a la ópera seria, con melodías líricas y conmovedoras); la de Guglielmo/Dorabella (en cuyas intervenciones se funden los dos mundos de que bebe la composición mozartiana) y la de Don Alfonso/Despina (el dúo más bufo de los tres, plenamente integrado desde el punto de vista musical en los cánones de esa tradición).
La solista más destacable del reparto, con diferencia, fue la atractiva soprano alemana Anett Fritsch, que ofreció una lectura vocalmente limitada del difícil papel de Fiordiligi, pero convincente en su conjunto. Dueña de una figura atractivísima y de una voz de escaso peso fue capaz, no obstante, de sortear con habilidad y suficiencia las dificultades implícitas en su famosa aria "Come scoglio" (acto I, escena 3ª) llena de agilidades y de algún que otro salto interválico endiablado. Pese a todo, resultó mucho más convincente en su segunda gran intervención solista, ofreciéndonos una "Per pietà, ben mio, perdona" (acto II, escena 2ª) transido de dolor y recogimiento, hasta el punto de que se vio a la intérprete emocionarse hasta las lágrimas. Fue el plato fuerte de su actuación y resultó por ello ampliamente premiada por el público.
La Dorabella de la mezzo italiana Paola Gardina fue un buen complemento para la Fiordiligi de Fritsch, con la que hizo una buena pareja, aunque tampoco podría destacarla vocalmente por ningún mérito concreto. Protagonizó, eso sí, una tórrida y creíble escena de seducción con Guglielmo.
La peor del reparto femenino, y con diferencia, fue la Despina de Kerstin Averno, una cantante fuera de estilo, dueña de una voz muy limitada y víctima de un ridículo vestuario que no ayudó en nada a destacar su rol (incluidos los dos trajes —de doctor y de notario— con que se disfraza a lo largo de la función). Por si no fuera ya bastante repelente el personaje en el libreto original —recordemos que Despina es una mujer vengativa, cotilla, intrigante y sin escrúpulos— la dirección escénica de Haneke le quitó la poca gracia que tiene el personaje, transformándola en una criatura verdaderamente insoportable, convirtiéndola además (y sin necesidad alguna, todo sea dicho), en pareja de Don Alfonso.
Y vayamos ahora con los intérpretes masculinos. Empezando precisamente por Don Alfonso. El barítono británico William Shimell —el cantante de más edad del elenco y actor (con un breve papel) en la oscarizada película de Haneke— pecó de los mismos defectos que sus compañeros de reparto: buena planta, actuación muy creíble pero regular prestación vocal, que no levantó el vuelo ni siquiera en sus partes más difíciles y lucidas ("Barbaro fato! Vorrei dir, e cor non ho" y "Tutti accusan le donne"), pues resultaron insustanciales por expresión (más que por intencionalidad), a causa de una voz agostada y de escasa entidad, incapaz de sortear comme il faut las sutilezas canoras implícitas en piezas como el bellísimo terceto entre Fiordiligi, Dorabella y Don Alfonso "Soave sia il vento", o el ya mencionado "Tutti accusan le donne", que pasó sin pena ni gloria. Por otra parte me gustaría precisar que, pese a la buena actuación escénica de Shimell, la lectura dramática que él (o bien Haneke) han hecho de Don Alfonso es errónea, pues han optado por construir un personaje mefistofélico y demasiado serio, que poco tiene que ver con el caballero experimentado, intrigante, burlón y estoico (más que cínico) en el que estaban pensando Mozart y Da Ponte cuando escribieron su particella, basándose en una tradición de personajes bufos con gran recorrido histórico en la ópera italiana.
El Guglielmo del barítono de Andreas Wolf flojeó por falta de idiomatismo y exceso de tosquedad, aunque dio muestras de poseer un instrumento con suficiente caudal sonoro y se mostró aguerrido. Mucho más interesante fue el Ferrando recreado por el argentino Juan Francisco Gatell, un tenor de reducidos medios y voz tremolante que, sin embargo, cantó con gusto, estilo y legato, ofreciendo una interesante lectura de su celebérrima aria "Un aura amorosa". Más flojo, por falta de squillo y escasez de empuje y bravura en la cavatina "Tradito, schernito dal perfido cor", que necesita una expresividad más desgarrada y sanguínea. De todos modos fue el mejor de la velada, junto con Fritsch (lo que tampoco es decir mucho, la verdad).
En resumen: una función correcta, pero carente de la chispa que se espera de toda partitura mozartiana. Y, desde luego, escasa de italianità. Completamente volcada, además, en lo escénico. No es extraño, por tanto, que algún crítico se haya preguntado dónde estuvo Mozart durante estas representaciones.
Coda final: Por cierto, ¿recuerdan que en mi anterior crónica de un espectáculo del Real (la correspondiente al Roberto Devereux) les decía que el coliseo había vuelto a entregar programas de mano de cierta enjundia? Pues bien, parece que dicha política va a afianzarse, pero será a costa de no publicar el tradicional libreto. En estas funciones del Così, desde luego, no se puso a la venta ninguno y según me indicó personal del teatro parece que la cosa va a seguir así en el futuro. Así pues, una terrible decepción.
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(1) PÉREZ SENZ, Javier, «Così fan tutte o el triunfo de la ambigüedad», Madrid, 2013, pp. 12-15 (en concreto pp. 13-14).
(2) Idem, p. 14.
PARECE indudable que la concesión de un Oscar al director austríaco Michael Haneke por su película Amour ha influido considerablemente en la proyección mediática de las funciones del Così fan tutte mozartiano que se han programado en el Teatro Real durante estos últimos días. Tan estrechamente vinculados han ido ambos elementos que, de hecho, Haneke no pudo estar presente en el coliseo madrileño el día del estreno, pues se encontraba en Hollywood recogiendo el preciado galardón, al coincidir en fecha ambos eventos. Mas no vaya a pensar el lector que con esta aclaración queremos quitarle importancia al trabajo del realizador austríaco, insinuando que el éxito innegable cosechado con su puesta en escena de la obra mozartiana se ha debido a la publicidad derivada del acto hollywoodiense. Y lo mismo cabría decir del tanto promocional y publicitario que se ha apuntado Gérard Mortier, al haber conseguido poner el nombre del Real en los titulares de todos los medios de comunicación. El mérito, en ambos casos, se ha debido exclusivamente a las personas y sus respectivos talentos (aunque el belga se haya visto ayudado, también, un poquitín por la casualidad, al haber coincidido en el tiempo la celebración de ambos eventos, algo que no se sabía de antemano).
Michael Haneke
Casi todas las voces críticas, y en ello coincidimos también aquí, se han encargado de destacar el acierto, la mesura y la adecuación de la propuesta escénica planteada por Haneke al abordar esta difícil y (en mi opinión) desigual ópera mozartiana. Un título que ha conocido altibajos de popularidad a lo largo de su historia y que, al contrario de otras creaciones mozartianas, nunca ha gozado del beneplácito absoluto de público, crítica y especialistas. Su argumento —excesivamente descarnado y atrevido para el gusto de la rígida, convencional, mojigata y encorsetada moral burguesa decimonónica— hizo que durante dicha centuria conociera una postergación que sólo desde la segunda mitad del siglo XX se ha ido abandonando. Por otro lado, la opinión adversa de ciertos compositores muy influyentes (Beethoven, Wagner, etc.) y el desdén de reputados cantantes hacia la partitura de Così también son factores que han contribuido, a lo largo del tiempo, a favorecer este desdén por una obra que, si bien presenta déficits significativos y queda bastante lejos de otras composiciones maestras del genio de Salzburgo, no ha dejado de aportar elementos positivos que han sido debidamente destacados por Javier Pérez Senz en el artículo que acompaña el programita de mano que se ha entregado en estas funciones (1). La más importante de las cuales posiblemente sea que su composición trajo «savia nueva para los óperas del futuro, en especial por la habilidad a la hora de adecuar los elementos bufos a una concepción teatral mucho más moderna» (2).
Acertada propuesta escénica, como decimos, que se ha movido entre el respeto escrupuloso a lo indicado en el libreto y la necesaria actualización que todo director de escena se ve obligado a introducir en sus encargos (un modo, como otro cualquiera, de justificar el sueldo que cobran, imagino). Toda la acción se desarrolló en el marco de un austero pero elegante decorado que reproducía el salón de una casa moderna dotada de enormes ventanales abiertos a una terraza porticada que miraba a un amplio jardín y recordaba las viejas villas de la campiña toscana. En el interior decoración funcional consistente en (a la derecha) un sofá esquinero tapizado en color blanco y colocado frente a una chimenea y (a la izquierda) una librería baja repleta de libros adecuadamente colocados, un cuadro a medio terminar colgado de la pared y un inagotable frigorífico de enorme puerta al que no dejaron de "peregrinar" los personajes durante toda la representación. Un recurso éste que sin duda resultó útil para que los intérpretes mantuvieran sus manos ocupadas, pero que terminó haciéndose aburrido por repetitivo y previsible. Admirable trabajo de iluminación el realizado por Urs Schönebaum, que nos hizo asistir al desarrollo lumínico natural de un día completo, de manera que al iniciarse la acción la luz era la típica de una mañana soleada y al concluir la ópera ya había caído la noche. Un efecto de transición conseguido de manera maravillosa y muy natural, sin cambios bruscos ni disonancias. Magnífica labor la suya. Aceptable también el trabajo con el vestuario, que mezcló épocas y estilos, para presentarnos a un Don Alfonso ataviado con casaca y peluca blanqueada con polvos de arroz, al lado de un cuarteto de protagonistas que se enfundaron modernos trajes de corte actual. Muy sugerente el conjunto de dos piezas y color rojo intenso con que se vistió a la Fiordiligi de Fritsch, acentuando así la sensualidad del personaje y el atractivo físico (indudable) de la intérprete alemana, que lució un tipazo estupendo y unas piernas torneadas e inacabables. Más austero el aspecto de la Dorabella interpretada por Paola Gardina, vestida con un traje de chaqueta oscuro que le otorgaba una gravedad que contrastaba abiertamente con la mayor promiscuidad del personaje (pues, como bien se sabe, es la hermana que antes cae en las redes de la tentación y el amor). Lo peor de todo el traje de payaso con que hubo de andar bregando casi todo el rato la Averno para dar vida a la pícara criada Despina. Pero pasemos ya a la parte musical, que va siendo hora...
La dirección de Sylvain Cambrelling fue morosa y lánguida en exceso, lo que ha hecho que algunos críticos hayan hablado de una labor concertante plúmbea. No afirmaría yo tanto, quizá, aunque es verdad que se habría agradecido algo de fuoco, brío y espontaneidad en los recitativos y un mayor contraste expresivo y de dinámicas en el resto de la partitura. Por lo demás, el director belga se mostró servicial con los cantantes, a quienes facilitó su difícil labor.
Cambrelling en una foto de archivo
El reparto de solistas se caracterizó por la juventud de los intépretes y la adecuación a sus respectivos personajes. No en vano, se dice que Haneke ha llevado a cabo para estas funciones unas pruebas de selección muy exigentes, buscando cantantes que, ante todo, fueran buenos actores y resultaran creíbles escénicamente. Esto, por desgracia, se ha hecho notar en los resultados musicales, que han sido correctos, pero tampoco como para tirar cohetes. Y eso que en una ópera coral como Così es conveniente siempre contar con un cuarteto (¿o sexteto?) de cantantes compenetrados (lo cual no significa, como piensan algunos, que esto sea preferible a disponer de grandes y buenas voces). Por esta razón, lo mejor de la velada desde el punto de vista musical fueron los momentos de conjunto, tan abundantes en la partitura (tríos, sexteto, quintetos, duetos, finales, etc.), que facilitan el avance de la acción y permiten apreciar una clara distinción de tres parejas con tratamientos músico-vocales bien diferenciados: la de Ferrando/Fiordiligi (que representa el amor sincero y su dimensión más noble, y a la que Mozart otorga una música más cercana a la ópera seria, con melodías líricas y conmovedoras); la de Guglielmo/Dorabella (en cuyas intervenciones se funden los dos mundos de que bebe la composición mozartiana) y la de Don Alfonso/Despina (el dúo más bufo de los tres, plenamente integrado desde el punto de vista musical en los cánones de esa tradición).
La solista más destacable del reparto, con diferencia, fue la atractiva soprano alemana Anett Fritsch, que ofreció una lectura vocalmente limitada del difícil papel de Fiordiligi, pero convincente en su conjunto. Dueña de una figura atractivísima y de una voz de escaso peso fue capaz, no obstante, de sortear con habilidad y suficiencia las dificultades implícitas en su famosa aria "Come scoglio" (acto I, escena 3ª) llena de agilidades y de algún que otro salto interválico endiablado. Pese a todo, resultó mucho más convincente en su segunda gran intervención solista, ofreciéndonos una "Per pietà, ben mio, perdona" (acto II, escena 2ª) transido de dolor y recogimiento, hasta el punto de que se vio a la intérprete emocionarse hasta las lágrimas. Fue el plato fuerte de su actuación y resultó por ello ampliamente premiada por el público.
Fritsch, entregadísima. durante su sentida interpretación de "Per pietà, ben mio, perdona"
La Dorabella de la mezzo italiana Paola Gardina fue un buen complemento para la Fiordiligi de Fritsch, con la que hizo una buena pareja, aunque tampoco podría destacarla vocalmente por ningún mérito concreto. Protagonizó, eso sí, una tórrida y creíble escena de seducción con Guglielmo.
Gardina, consolando a su improvisado amante Guglielmo
La peor del reparto femenino, y con diferencia, fue la Despina de Kerstin Averno, una cantante fuera de estilo, dueña de una voz muy limitada y víctima de un ridículo vestuario que no ayudó en nada a destacar su rol (incluidos los dos trajes —de doctor y de notario— con que se disfraza a lo largo de la función). Por si no fuera ya bastante repelente el personaje en el libreto original —recordemos que Despina es una mujer vengativa, cotilla, intrigante y sin escrúpulos— la dirección escénica de Haneke le quitó la poca gracia que tiene el personaje, transformándola en una criatura verdaderamente insoportable, convirtiéndola además (y sin necesidad alguna, todo sea dicho), en pareja de Don Alfonso.
Averno abrazándose a Don Alfonso, el amante que se le ha impuesto en estas funciones
Y vayamos ahora con los intérpretes masculinos. Empezando precisamente por Don Alfonso. El barítono británico William Shimell —el cantante de más edad del elenco y actor (con un breve papel) en la oscarizada película de Haneke— pecó de los mismos defectos que sus compañeros de reparto: buena planta, actuación muy creíble pero regular prestación vocal, que no levantó el vuelo ni siquiera en sus partes más difíciles y lucidas ("Barbaro fato! Vorrei dir, e cor non ho" y "Tutti accusan le donne"), pues resultaron insustanciales por expresión (más que por intencionalidad), a causa de una voz agostada y de escasa entidad, incapaz de sortear comme il faut las sutilezas canoras implícitas en piezas como el bellísimo terceto entre Fiordiligi, Dorabella y Don Alfonso "Soave sia il vento", o el ya mencionado "Tutti accusan le donne", que pasó sin pena ni gloria. Por otra parte me gustaría precisar que, pese a la buena actuación escénica de Shimell, la lectura dramática que él (o bien Haneke) han hecho de Don Alfonso es errónea, pues han optado por construir un personaje mefistofélico y demasiado serio, que poco tiene que ver con el caballero experimentado, intrigante, burlón y estoico (más que cínico) en el que estaban pensando Mozart y Da Ponte cuando escribieron su particella, basándose en una tradición de personajes bufos con gran recorrido histórico en la ópera italiana.
La pareja de conspiradores
El Guglielmo del barítono de Andreas Wolf flojeó por falta de idiomatismo y exceso de tosquedad, aunque dio muestras de poseer un instrumento con suficiente caudal sonoro y se mostró aguerrido. Mucho más interesante fue el Ferrando recreado por el argentino Juan Francisco Gatell, un tenor de reducidos medios y voz tremolante que, sin embargo, cantó con gusto, estilo y legato, ofreciendo una interesante lectura de su celebérrima aria "Un aura amorosa". Más flojo, por falta de squillo y escasez de empuje y bravura en la cavatina "Tradito, schernito dal perfido cor", que necesita una expresividad más desgarrada y sanguínea. De todos modos fue el mejor de la velada, junto con Fritsch (lo que tampoco es decir mucho, la verdad).
Gatell y Wolf junto a Shimell
En resumen: una función correcta, pero carente de la chispa que se espera de toda partitura mozartiana. Y, desde luego, escasa de italianità. Completamente volcada, además, en lo escénico. No es extraño, por tanto, que algún crítico se haya preguntado dónde estuvo Mozart durante estas representaciones.
Coda final: Por cierto, ¿recuerdan que en mi anterior crónica de un espectáculo del Real (la correspondiente al Roberto Devereux) les decía que el coliseo había vuelto a entregar programas de mano de cierta enjundia? Pues bien, parece que dicha política va a afianzarse, pero será a costa de no publicar el tradicional libreto. En estas funciones del Così, desde luego, no se puso a la venta ninguno y según me indicó personal del teatro parece que la cosa va a seguir así en el futuro. Así pues, una terrible decepción.
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(1) PÉREZ SENZ, Javier, «Così fan tutte o el triunfo de la ambigüedad», Madrid, 2013, pp. 12-15 (en concreto pp. 13-14).
(2) Idem, p. 14.
Es probable que Cambrelling entienda mal a Mozart pues se da a músicas mas "lánguidas" y en ocasiones insoportables, como las de su admirado Olivier Messiaen.
ResponderEliminarBuena crónica, desde luego.
Saludos
Muchas gracias, amigo.
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