Les pêcheurs de perles ópera en tres actos, con libreto de Michel Carré y Eugène Cormon y música de Georges Bizet.— Dirección musical: Daniel Oren.— Intérpretes: Juan Diego Flórez (Nadir), Patrizia Ciofi (Léïla), Mariusz Kwiecień (Zurga), Roberto Tagliavini (Nourabad).— Coro y Orquesta titulares del Teatro Real (Coro Intermezzo y Orquesta Sinfónica de Madrid).— Teatro Real de Madrid.— Miércoles, 25 de marzo de 2013, 20:00 horas.— Versión de concierto.
ACUDÍ más que expectante e ilusionado a esta función (la primera de tres) de la obra bizetiana con la esperanza de ver en vivo y en directo un Nadir lo suficientemente interesante como para hacerme salir de casa en una tarde tan desapacible como la del pasado lunes y de disfrutar con una partitura que no suele representarse de manera habitual en los escenarios actuales. Lo hice, pese a todo, con la prevención lógica de ir a una primera función que, como todo aficionado sabe, son más proclives a dar sorpresas, pues por mucho que los intérpretes lleven preparados sus papeles siempre puede haber algún desajuste que se acaba solucionando en representaciones sucesivas. Y, por desgracia, las sospechas se hicieron realidad y el mal pronóstico se cumplió, ya que no pude salir más desilusionado de la velada. Les cuento.
Es verdad que una versión en concierto siempre desnaturaliza en gran medida cualquier representación operística, al privarnos de esa parte fundamental del espectáculo que es la puramente escénica y teatral. Pero tal aserto no siempre se cumple, y conocidas son las funciones concertísticas en las que el pulso, la entrega y las cualidades canoras de los protagonistas cubren con creces las expectativas del público y hacen olvidar la ausencia de dicha representación escénica. Sin ir más lejos, la última versión en concierto que pude ver en este mismo Teatro Real —el Roberto Devereux del que ya dejé crónica escrita— resultó muy interesante y, desde luego, muy eficaz desde el punto de vista dramático, pese a no estar escenificada. Por desgracia, no puede afirmarse lo mismo de estos Pescadores de perlas, que han resultado a todas luces descafeinados y faltos de verdadero interés, más allá del que pueda despertar la presencia en la Villa y Corte de figuras consagradas del bel canto, como Juan Diego Flórez, a quien el público madrileño esperaba con interés y cariño. E hizo lo que pudo, ciertamente, para no terminar de ensombrecer del todo una velada que se prometía muy feliz y no lo fue: premió con aplausos —tímidos y muy reservones— una faena canora que, en términos generales, dejó bastante que desear.
Empezó la velada flojita, flojita, con un Daniel Oren que no consiguió coordinar en condiciones orquesta y coro hasta bien avanzada la representación, produciéndose momentos de auténtico desconcierto sonoro y dando la sensación de que habíamos asistido a un ensayo general o a una interpretación improvisada de amiguetes. Es cierto que el coro tiene un papel importantísimo en esta obra (en realidad se trata de un quinto personaje), aunque Bizet no escribiera para él partes especialmente bellas o fáciles de cantar —hay mucha imprecación y pasajes exclamativos—, pero el problema no vino dado por la dificultad intrínseca de la partitura, sino por la falta de empaste y la evidente descoordinación de sus integrantes, que fue superándose a lo largo de la velada. Por otro lado, también faltó mayor sutileza en la orquesta para resaltar adecuadamente el refinamiento y la atmósfera de exotismo que Bizet imprimió a su partitura.
La guinda de estas funciones tenía que ser —diremos mejor "tiene", pues en el momento de comenzar la redacción de esta entrada aún quedaban las otras dos representaciones y, por tanto, sigue habiendo esperanza— el Nadir de Juan Diego Flórez, difícil personaje que el tenor peruano ya debutó en Las Palmas el pasado año 2012 (no con el éxito esperado, todo sea dicho), razón por la cual un servidor suponía que lo traería a Madrid más rodado y asimilado. Se trata de un rol complicado y lleno de dificultades canoras para Flórez, pues la vocalidad que exige poco tiene que ver con el repertorio en el que éste es el rey: Rossini (sobre todo) y algunas obras de Donizetti (Don Pasquale, Fille, Elisir) y Bellini (Capuleti, Sonnambula). En la partitura de Bizet —y por influencia de Berlioz, Wagner y el Verdi maduro— nos encontramos no sólo con una tesitura media bastante elevada y exigencias de una línea de canto mucho más lírica, caudalosa y de amplio aliento (canto spianato) —típico del Romanticismo pleno y que no aparece en las vocalidades propias del tenor rossiniano (llenas de fioriture, colorature, gorjeos y todo tipo de adornos o agilidades)—, sino con una mayor densidad orquestal que hace más difícil a cantantes con voces pequeñas como la de Flórez sobreponerse a la orquesta (a pesar de que estén bien proyectadas, como ocurre con la del peruano). Además, se trata de un rol que no sostiene el peso de la acción —en este sentido, el verdadero protagonista es el barítono—, pero que conlleva un grandísimo compromiso, pues las pocas intervenciones que tiene (especialmente el aria del I acto) son conocidísimas del público y muy queridas por éste. De modo que en cuanto hay un pequeño desajuste, o algún desliz, ya está liada la catástrofe. Y algo de esto fue lo que ocurrió en la función que comento.
Yo quedé francamente defraudado —quizá porque de los más grandes uno siempre espera lo mejor— y me sorprendió, mucho además, que Flórez se viera tan apurado en una particella que ya conoce. Pero lo cierto es que pasó apuros. Se le notaba incómodo, tenso y afrontó sus intervenciones más comprometidas con solvencia, pero mostrando signos evidentes de estar pasándolo mal. Ello hizo, seguramente, que el tenor se mostrara remolón hasta el punto de que casi ni se le oía. Un servidor presenció el espectáculo desde la fila 11 del paraíso y bueno... Fue casi como si no hubiera tenor. Aunque lo peor, en mi opinión, es que el peruano estuvo allí, sobre el escenario, como de prestado. Es como si alguien le hubiera agarrado desprevenido en medio de un pasillo y le hubiera subido al escenario de improviso para ponerlo frente al expectante público del Real sin haberse preparado la partitura (porque no digamos lo que miro ésta). Muy inseguro durante toda la velada. Todas sus intervenciones del primer acto —que es donde se concentran las piezas más significativas de su particella— pasaron sin pena ni gloria, premiadas con tan sólo algunos aplausos de compromiso (por eso no entiendo el contenido de ciertas críticas que han hablado de "rotundo éxito"). El dúo con Zurga (Au fond du temple saint) sonó bonito, sí, porque la música que Bizet compuso para la ocasión es maravillosa, pero resultó soso como pocos. La celebérrima romanza Je crois entendre encore fue más fría que un cubito de hielo. Es cierto que Flórez se esforzó por ofrecernos un canto a media voz, pero no fue capaz de resolver la pieza con acierto, pues la voz no estaba bien apoyada, dando como resultado la aparición de sonidos calantes y algunos problemas de desajuste e incluso desafinación. Un recitativo muy desangelado y poco expresivo cedió el paso a una lectura general fría, cortante, de frases breves sin vuelo lírico y sin apenas canto legato. Lo mejor de su actuación, a mi entender, estuvo en el acto II, comenzando con una poética y expresiva lectura de la chanson de entrada De mon amie, fleur endormie —que Flórez interpretó con mayor comodidad, pues está escrita en una tesitura más central—, a la que siguió una estupenda interpretación de su dúo con Léïla, que ambos intérpretes cerraron con un remate muy bello en piano. En el momento de redactar estas líneas leo algunas críticas de la segunda función (llevada a cabo ayer jueves) y, al parecer, el tenor ha estado mucho mejor. Me alegro sobremanera por él y deseo que Flórez pueda incorporar definitiva y exitosamente este papel a su repertorio. Confío, asimismo, que en la última función —la de pasado mañana domingo día 31— confirme las buenas expectativas de ayer y coseche un gran (y real) triunfo.
La particella del personaje de Léïla —un carácter inane y soso donde los haya— encierra también enormes dificultades vocales. Se trata de una soprano lírica de coloratura, que debe sortear innumerables agilidades y gran cantidad de canto ornamentado, pero que exige también algunos momentos de mayor dramatismo, por lo que la soprano que la interprete ha de tener un buen centro y graves con suficiente entidad. La lectura de Patrizia Ciofi fue correctísima por intención y expresividad —en realidad demostró ser la intérprete más afín al estilo de esta ópera—, pero falló por las condiciones vocales, pues estamos ante un instrumento que ya se encuentra bastante ajado y que la cantante no siempre domina como quisiera. De este modo, junto a sonidos limpios, bien emitidos y llenos de poesía tuvimos otros desabridos, áfonos y poco agradables, especialmente en la zona aguda, sonando en todo momento con una especie de veladura muy molesta. Esto se notó, sobre todo, en el cierre de su intervención estelar del acto II, la cavatina "Comme autrefois dans la nuit sombre", que se vio rematada por un agudo que acabó quebrándose. La zona grave, aún más débil, resultó insustancial a efectos expresivos.
El Zurga del polaco Mariusz Kwiecień resultó ser lo mejor de la velada, a pesar de la frialdad (casi de hielo) del intérprete —que no manifestó demasiado interés por meterse dramáticamente en la piel del jefe de los pescadores cingaleses— y de ciertos problemas de emisión que dieron como resultado sonidos demasiado forzados y al límite en la zona alta. El rol presenta las características del típico barítono francés de la época, a caballo entre la gracilidad del baryton Martin (de voz, quizá, demasiado clara pero muy extensa) y el barítono spinto o de carácter (con timbre más oscuro y mayor peso vocal). Cualidades que debía reunir el instrumento de Ismaël, cantante que interpretó el personaje de Zurga en el estreno de 1863 y cuya voz se caracterizaba, según las crónicas de la época (pues no se han conservado registros fonográficos), por su timbre metálico, sonoro y nervioso y su capacidad de penetración, aunque fuera capaz de recogerla para cantar con ligereza y dulzura. Un cantante a la vez poderoso y ágil. Era, además, un gran fraseador. En el caso de Kwiecień nos encontramos con un barítono lírico dueño de una voz timbrada, con volumen aunque algo clara, lo que resulta un contratiempo para aquellos pasajes más dramáticos en que el personaje da rienda suelta a su cólera y muestra su rostro más autoritario. Sin embargo, a pesar de todo el polaco supo desplegar poderío y le dio carácter al papel, aunque apareciera excesivamente arrebatado en ocasiones, como se vio al final de la función (adonde llegó ya un poco cansado). En todo caso, se acentuó la oscuridad de su timbre al confrontarlo en sus intervenciones con el de un apocado Flórez, que sonó mucho más leve de lo habitual. En resumen: aunque dramáticamente se mostró muy distante, su planteamiento vocal fue muy aceptable.
En cuanto al Nourabad de Roberto Tagliavini decir simplemente que fue correcto y poco más. Lo cual no es demasiado, tratándose de un personaje que tampoco ofrece especiales dificultades.
Resumiendo: una velada muy desilusionante.
Coda final (añadida el 30 de marzo): Una magnífica crónica de la misma función que se comenta aquí puede verse pinchando en el siguiente enlace.
ACUDÍ más que expectante e ilusionado a esta función (la primera de tres) de la obra bizetiana con la esperanza de ver en vivo y en directo un Nadir lo suficientemente interesante como para hacerme salir de casa en una tarde tan desapacible como la del pasado lunes y de disfrutar con una partitura que no suele representarse de manera habitual en los escenarios actuales. Lo hice, pese a todo, con la prevención lógica de ir a una primera función que, como todo aficionado sabe, son más proclives a dar sorpresas, pues por mucho que los intérpretes lleven preparados sus papeles siempre puede haber algún desajuste que se acaba solucionando en representaciones sucesivas. Y, por desgracia, las sospechas se hicieron realidad y el mal pronóstico se cumplió, ya que no pude salir más desilusionado de la velada. Les cuento.
Es verdad que una versión en concierto siempre desnaturaliza en gran medida cualquier representación operística, al privarnos de esa parte fundamental del espectáculo que es la puramente escénica y teatral. Pero tal aserto no siempre se cumple, y conocidas son las funciones concertísticas en las que el pulso, la entrega y las cualidades canoras de los protagonistas cubren con creces las expectativas del público y hacen olvidar la ausencia de dicha representación escénica. Sin ir más lejos, la última versión en concierto que pude ver en este mismo Teatro Real —el Roberto Devereux del que ya dejé crónica escrita— resultó muy interesante y, desde luego, muy eficaz desde el punto de vista dramático, pese a no estar escenificada. Por desgracia, no puede afirmarse lo mismo de estos Pescadores de perlas, que han resultado a todas luces descafeinados y faltos de verdadero interés, más allá del que pueda despertar la presencia en la Villa y Corte de figuras consagradas del bel canto, como Juan Diego Flórez, a quien el público madrileño esperaba con interés y cariño. E hizo lo que pudo, ciertamente, para no terminar de ensombrecer del todo una velada que se prometía muy feliz y no lo fue: premió con aplausos —tímidos y muy reservones— una faena canora que, en términos generales, dejó bastante que desear.
Georges Bizet, el padre de la criatura
Empezó la velada flojita, flojita, con un Daniel Oren que no consiguió coordinar en condiciones orquesta y coro hasta bien avanzada la representación, produciéndose momentos de auténtico desconcierto sonoro y dando la sensación de que habíamos asistido a un ensayo general o a una interpretación improvisada de amiguetes. Es cierto que el coro tiene un papel importantísimo en esta obra (en realidad se trata de un quinto personaje), aunque Bizet no escribiera para él partes especialmente bellas o fáciles de cantar —hay mucha imprecación y pasajes exclamativos—, pero el problema no vino dado por la dificultad intrínseca de la partitura, sino por la falta de empaste y la evidente descoordinación de sus integrantes, que fue superándose a lo largo de la velada. Por otro lado, también faltó mayor sutileza en la orquesta para resaltar adecuadamente el refinamiento y la atmósfera de exotismo que Bizet imprimió a su partitura.
Oren en una imagen de archivo
La guinda de estas funciones tenía que ser —diremos mejor "tiene", pues en el momento de comenzar la redacción de esta entrada aún quedaban las otras dos representaciones y, por tanto, sigue habiendo esperanza— el Nadir de Juan Diego Flórez, difícil personaje que el tenor peruano ya debutó en Las Palmas el pasado año 2012 (no con el éxito esperado, todo sea dicho), razón por la cual un servidor suponía que lo traería a Madrid más rodado y asimilado. Se trata de un rol complicado y lleno de dificultades canoras para Flórez, pues la vocalidad que exige poco tiene que ver con el repertorio en el que éste es el rey: Rossini (sobre todo) y algunas obras de Donizetti (Don Pasquale, Fille, Elisir) y Bellini (Capuleti, Sonnambula). En la partitura de Bizet —y por influencia de Berlioz, Wagner y el Verdi maduro— nos encontramos no sólo con una tesitura media bastante elevada y exigencias de una línea de canto mucho más lírica, caudalosa y de amplio aliento (canto spianato) —típico del Romanticismo pleno y que no aparece en las vocalidades propias del tenor rossiniano (llenas de fioriture, colorature, gorjeos y todo tipo de adornos o agilidades)—, sino con una mayor densidad orquestal que hace más difícil a cantantes con voces pequeñas como la de Flórez sobreponerse a la orquesta (a pesar de que estén bien proyectadas, como ocurre con la del peruano). Además, se trata de un rol que no sostiene el peso de la acción —en este sentido, el verdadero protagonista es el barítono—, pero que conlleva un grandísimo compromiso, pues las pocas intervenciones que tiene (especialmente el aria del I acto) son conocidísimas del público y muy queridas por éste. De modo que en cuanto hay un pequeño desajuste, o algún desliz, ya está liada la catástrofe. Y algo de esto fue lo que ocurrió en la función que comento.
El tenor peruano en una imagen de archivo
Yo quedé francamente defraudado —quizá porque de los más grandes uno siempre espera lo mejor— y me sorprendió, mucho además, que Flórez se viera tan apurado en una particella que ya conoce. Pero lo cierto es que pasó apuros. Se le notaba incómodo, tenso y afrontó sus intervenciones más comprometidas con solvencia, pero mostrando signos evidentes de estar pasándolo mal. Ello hizo, seguramente, que el tenor se mostrara remolón hasta el punto de que casi ni se le oía. Un servidor presenció el espectáculo desde la fila 11 del paraíso y bueno... Fue casi como si no hubiera tenor. Aunque lo peor, en mi opinión, es que el peruano estuvo allí, sobre el escenario, como de prestado. Es como si alguien le hubiera agarrado desprevenido en medio de un pasillo y le hubiera subido al escenario de improviso para ponerlo frente al expectante público del Real sin haberse preparado la partitura (porque no digamos lo que miro ésta). Muy inseguro durante toda la velada. Todas sus intervenciones del primer acto —que es donde se concentran las piezas más significativas de su particella— pasaron sin pena ni gloria, premiadas con tan sólo algunos aplausos de compromiso (por eso no entiendo el contenido de ciertas críticas que han hablado de "rotundo éxito"). El dúo con Zurga (Au fond du temple saint) sonó bonito, sí, porque la música que Bizet compuso para la ocasión es maravillosa, pero resultó soso como pocos. La celebérrima romanza Je crois entendre encore fue más fría que un cubito de hielo. Es cierto que Flórez se esforzó por ofrecernos un canto a media voz, pero no fue capaz de resolver la pieza con acierto, pues la voz no estaba bien apoyada, dando como resultado la aparición de sonidos calantes y algunos problemas de desajuste e incluso desafinación. Un recitativo muy desangelado y poco expresivo cedió el paso a una lectura general fría, cortante, de frases breves sin vuelo lírico y sin apenas canto legato. Lo mejor de su actuación, a mi entender, estuvo en el acto II, comenzando con una poética y expresiva lectura de la chanson de entrada De mon amie, fleur endormie —que Flórez interpretó con mayor comodidad, pues está escrita en una tesitura más central—, a la que siguió una estupenda interpretación de su dúo con Léïla, que ambos intérpretes cerraron con un remate muy bello en piano. En el momento de redactar estas líneas leo algunas críticas de la segunda función (llevada a cabo ayer jueves) y, al parecer, el tenor ha estado mucho mejor. Me alegro sobremanera por él y deseo que Flórez pueda incorporar definitiva y exitosamente este papel a su repertorio. Confío, asimismo, que en la última función —la de pasado mañana domingo día 31— confirme las buenas expectativas de ayer y coseche un gran (y real) triunfo.
La particella del personaje de Léïla —un carácter inane y soso donde los haya— encierra también enormes dificultades vocales. Se trata de una soprano lírica de coloratura, que debe sortear innumerables agilidades y gran cantidad de canto ornamentado, pero que exige también algunos momentos de mayor dramatismo, por lo que la soprano que la interprete ha de tener un buen centro y graves con suficiente entidad. La lectura de Patrizia Ciofi fue correctísima por intención y expresividad —en realidad demostró ser la intérprete más afín al estilo de esta ópera—, pero falló por las condiciones vocales, pues estamos ante un instrumento que ya se encuentra bastante ajado y que la cantante no siempre domina como quisiera. De este modo, junto a sonidos limpios, bien emitidos y llenos de poesía tuvimos otros desabridos, áfonos y poco agradables, especialmente en la zona aguda, sonando en todo momento con una especie de veladura muy molesta. Esto se notó, sobre todo, en el cierre de su intervención estelar del acto II, la cavatina "Comme autrefois dans la nuit sombre", que se vio rematada por un agudo que acabó quebrándose. La zona grave, aún más débil, resultó insustancial a efectos expresivos.
La soprano italiana en un momento de la función
El Zurga del polaco Mariusz Kwiecień resultó ser lo mejor de la velada, a pesar de la frialdad (casi de hielo) del intérprete —que no manifestó demasiado interés por meterse dramáticamente en la piel del jefe de los pescadores cingaleses— y de ciertos problemas de emisión que dieron como resultado sonidos demasiado forzados y al límite en la zona alta. El rol presenta las características del típico barítono francés de la época, a caballo entre la gracilidad del baryton Martin (de voz, quizá, demasiado clara pero muy extensa) y el barítono spinto o de carácter (con timbre más oscuro y mayor peso vocal). Cualidades que debía reunir el instrumento de Ismaël, cantante que interpretó el personaje de Zurga en el estreno de 1863 y cuya voz se caracterizaba, según las crónicas de la época (pues no se han conservado registros fonográficos), por su timbre metálico, sonoro y nervioso y su capacidad de penetración, aunque fuera capaz de recogerla para cantar con ligereza y dulzura. Un cantante a la vez poderoso y ágil. Era, además, un gran fraseador. En el caso de Kwiecień nos encontramos con un barítono lírico dueño de una voz timbrada, con volumen aunque algo clara, lo que resulta un contratiempo para aquellos pasajes más dramáticos en que el personaje da rienda suelta a su cólera y muestra su rostro más autoritario. Sin embargo, a pesar de todo el polaco supo desplegar poderío y le dio carácter al papel, aunque apareciera excesivamente arrebatado en ocasiones, como se vio al final de la función (adonde llegó ya un poco cansado). En todo caso, se acentuó la oscuridad de su timbre al confrontarlo en sus intervenciones con el de un apocado Flórez, que sonó mucho más leve de lo habitual. En resumen: aunque dramáticamente se mostró muy distante, su planteamiento vocal fue muy aceptable.
En cuanto al Nourabad de Roberto Tagliavini decir simplemente que fue correcto y poco más. Lo cual no es demasiado, tratándose de un personaje que tampoco ofrece especiales dificultades.
Resumiendo: una velada muy desilusionante.
Coda final (añadida el 30 de marzo): Una magnífica crónica de la misma función que se comenta aquí puede verse pinchando en el siguiente enlace.
Hola Alberich: acabo de encontrarme con tu blog y no consigo salir de él; me gusta mucho. Te felicito y, con tu permiso, me quedo.
ResponderEliminarUn saludo.
Lola.
¡Caramba Lola! Pues muchas gracias. Espero que sigas perdida por aquí y no abandones nunca mi humilde espelunca. Sería una señal, en efecto, de que te llama la atención lo que publica este humilde nibelungo. Y por supuesto que tienes permiso para pasear por el Nibelheim cada vez que lo desees.
ResponderEliminarOtro saludo para ti.
Me pongo a tus pies (lo que no es muy difícil, porque como soy un enano...). Je, je, je...
Una pena lo de Ciofi: recuerdo un recital espléndido en el Real hace tiempo con un repertorio pucciniano.
ResponderEliminarEn fin, se ve que el tempo no perdona, aunque en la fotografía que publicas parece espléndida.
Saludos, nibelungo.
MMM