Roméo et Juliette, ópera en un prólogo y cinco actos con música de Charles Gounod y libreto de Jules Barbier y Michel Carré, basado en la tragedia homónima de William Shakespeare. Estrenada en el Théâtre Lyrique de París, el 27 de abril de 1867.— Dirección musical: Michel Plasson.— Intérpretes solistas: Roberto Alagna, tenor (Roméo), Sonya Yoncheva, soprano (Juliette), Marianne Crebassa, mezzosoprano (Stéphano), Diana Montague, mezzosoprano (Gertrude), Mikeldi Atxalandabaso, tenor (Tybalt), Antonio Lozano, tenor (Benvolio), Joan Martín-Royo, barítono (Mercutio), Damián del Castillo, barítono (el conde Paris), Toni Marsol, barítono (Grégorio), Laurent Alvaro, barítono (Capulet), Roberto Tagliavini, bajo (Hermano Laurent), Fernando Radó, bajo (El duque de Verona).— Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real.— Teatro Real. Sala Principal.— Martes, 16 de diciembre de 2014, 20:00 horas.
PUEDO afirmar, sin temor a equivocarme demasiado —al menos desde mi óptica y gustos personales—, que con la primera representación, el pasado martes 16, de esta ópera de Charles Gounod ha tenido lugar uno de los espectáculos operísticos más interesantes de esta temporada en el coliseo madrileño. Repertorio clásico-romántico, compositor conocido, cantantes protagonistas de primer nivel, director reputadísimo en este repertorio y, sobre todo..., ausencia de "genialidades" por parte del regisseur de turno, pues la versión que se va a dar durante las tres funciones previstas (la ya pasada y las de los días 20 y 26 de este mismo mes) lo ha sido en modo de concierto, aunque bastante "dramatizado" por parte de los solistas, que pusieron todo la carne en el asador. Es decir, música, voces y espectadores mirándose cara a cara y sin necesidad de que medie entre ellos el "genial" exegeta de turno que, bajo la figura del director de escena, interprete a su manera la voluntad original del compositor.
Era también la oportunidad de que el público madrileño se reencontrara con el gran tenor francés Roberto Alagna, cuya última (y única) experiencia en el Teatro Real hasta estas funciones no había sido tan halagüeña como todos —incluidos el propio cantante— habríamos deseado: un recital en el ciclo de "Grandes voces" (2008) donde llegó a ser increpado por algún sector del público. "¡A estudiar al conservatorio", le espetó un espectador maleducado. Era una época no demasiado positiva para el cantante (año 2008), pues había atravesado graves problemas de salud (en el 2007 fue operado de un tumor localizado en la cavidad sinusiana y tuvo algunas complicaciones médicas, entre ellas el agravamiento de su hipoglucemia) y, además, estaba inmerso en una crisis sentimental (que derivaría en el divorcio final de su ex-mujer, la soprano Angela Gheorghiu a principios de 2013, después de años viviendo separados). Todas estas circunstancias hicieron que Alagna anduviera un tanto errático y descentrado. Si a ello le añadimos los experimentos con un repertorio más pesado, que no le trajeron cosas demasiado buenas, tenemos el cóctel explosivo que torció su brillante trayectoria en aquellos años. Afortunadamente, desde hace un tiempo parece haber recuperado el control absoluto de su carrera y en la actualidad podemos decir que ha vuelto de nuevo a primera fila del panorama internacional, erigiéndose en uno de los mejores tenores de estos últimos tiempos y, quizá, uno de los últimos verdaderos tenores-divos con auténticas cualidades de tal.
Por todas estas circunstancias pudimos ver a un Alagna muy ilusionado y decidido, con ganas de triunfar y voluntad para hacerlo. Algo teatrero, también es verdad —abriendo los brazos desaforadamente en los saludos finales, como para querer abarcar a todo el público—, pero sincero en sus deseos de salir victorioso. Y muy simpático y extrovertido, como es él. En alguna entrevista realizada durante su estancia en Madrid el pasado noviembre —mientras su actual pareja, la soprano polaca Aleksandra Kurzak interpretaba el papel de Marie en el primer reparto de La fille du Régiment—, Alagna ya había declarado que el incidente en el recital del 2008 formaba parte del pasado y que venía de nuevo a Madrid a llevarse el gato al agua: «Todavía no sé lo que ocurrió. Creo que había una animadversión programada. Digamos que fue un malentendido. Por eso Fausto [sic: se refiere a Roméo et Juliette, claro está] es una buena oportunidad para reiniciar las relaciones con el Real».
Y bien que lo hizo, todo sea dicho, con la decisiva y experimentada colaboración del director Michel Plasson, especialista en el repertorio operístico romántico francés y con quien Alagna ha trabajado en unas cuantas ocasiones en teatro y en estudio. El maestro francés estuvo brillantísimo durante toda la función, que abrió con una soberbia overture, llena de dramatismo, intensidad y un tempo perfecto. Siguió el bello prólogo que el coro entona para poner en situación a los espectadores —enunciado todo con una suavidad y una dulzura muy destacables— y, a partir de ahí, el control sobre la orquesta por parte de Plasson no dejó de ofrecernos momentos verdaderamente maravillosos, con un sonido pleno de lirismo, poesía, refinamiento, elegancia y charme, tan característicos de la ópera francesa. Especialmente destacable fue su labor a la hora de acompañar a los cantantes solistas —cuidando sus intervenciones para no cubrirlos más de lo necesario con la masa orquestal— y ciertas partes de la partitura, como ese primoroso final del acto II —el de la escena del balcón y la noche de amor entre los dos amantes— que Plasson, junto a Alagna, cerró con un susurro, creando un ambiente de intensa belleza poética. No menos significativo fue el dúo de la primera parte de la escena primera del acto IV, con el "Nuit d'hyménée!" —sabido es que Roméo et Juliette está estructurada en torno a bellos duettos de los dos protagonistas, uno en cada acto—, en el que el maestro concertó magistralmente dicho momento de entrega amorosa de los dos amantes (aunque se presentó acortado). Toda su labor rezumó oficio, refinamiento tímbrico y teatralidad, contribuyendo de manera decisiva al éxito de la velada y a sacar lo mejor de solistas y coro, que brilló especialmente en los números de conjunto, aunque la dicción de sus integrantes no fuera siempre la mejor posible. En resumen: estupendo Plasson y merecedor, por tanto, de un sobresaliente alto por su encomiable labor.
El Roméo de Roberto Alagna fue, por idiomatismo, timbre, color de voz, expresión dramática y efusividad interpretativa quasi perfecto. Y digo quasi porque ciertamente, con el paso del tiempo, se han ido notando algunas carencias que el tenor francés no presentaba en el momento de debutar el papel (1994) y en los años inmeditamente posteriores, cuando lo paseó por todo el mundo con gran éxito, hasta convertirlo en uno de sus caballos de batalla: el agudo ya no es tan fácil, terso y timbrado como entonces y algunos pasajes de la particella —aquellos que corresponden a las notas más altas de la tesitura— se le resisten al actual Alagna. Pese a todo, salió airoso y mantuvo el tipo, ofreciendo una lectura plena de dramatismo y fuerza, así como de perfecto idiomatismo —en el repertorio francés, por razones obvias, el tenor es imbatible hoy día—, con una línea de canto impoluta y una expresividad fuera de toda duda. Estuvo magnífico en su "Ange adorable" —que escanció con delectación y marcándose un expresivo piano en "la main divine"— y muy, muy bien en el cierre del acto II, entregándose por completo al papel, con un canto a flor de labios y un fraseo intencionadísimo y emocionante. No menos afortunado se mostró al final de la ópera, en el acto V —con la escena de la tumba y la muerte de los amantes—, donde Gounod le pide al personaje un mayor dramatismo en la voz, lo que resulta ideal para el estado actual en que se halla el instrumento de Alagna, más sólido y contundente en las franjas central y grave. Allí nos regaló algunas frases bellísimas —por ejemplo, "Sur ton front calme et pur semble régner encore"—, cantadas en un perfecto piano emitido con voz plena y recogiendo el volumen, o "Mes lèvres, donnez-lui votre dernier baiser!", que se proyectó con un sonido pleno, rotundo, lleno de squillo y perfectamente cubierto. Muy hermosas. El problema con el agudo, al que acabamos de referirnos hace un momento, se dejó sentir, sobre todo, en el empleo de algunos falsetes para resolver ciertos pasajes que resultaron muy pobretones, de escasa proyección y que rompieron la homogeneidad del sonido; también en el difícil y exigente Do del final del acto III —donde la voz llegó a quebrársele un poco— y, por último, en su lectura de la celebérrima cavatina "Ah! Léve-toi, soleil!", que no fue todo lo redonda que habría cabido esperar. No es que Alagna estuviera mal, en absoluto; pero se le vio nervioso y pendiente del Si natural que cierra la pieza, que sonó algo apretado y justo, sin rematar del todo. Pero, en términos generales, podemos decir que su prestación a lo largo de toda la velada resultó excelente, tanto a nivel canoro como dramático, con un Alagna comunicativo, entregadísimo y efusivo, que llegó a tirarse por el suelo en la última escena e interactuó en todo momento con su partenaire. Otro sobresaliente alto para él.
La Juliette de la soprano Sonya Yoncheva estuvo, francamente, a la altura de Alagna (aunque, a mi modesto entender, un punto por debajo de él). La búlgara, casi recién llegada a Madrid procedente de la MET —donde ha obtenido un gran triunfo como Mimì en La bohème pucciniana— ha ido ganando en experiencia y fama desde que tuvimos ocasión de escucharla por vez primera en el Teatro Real, como Norina en el Don Pasquale y como Giunone en Il ritorno d'Ulisse in patria (ambas en 2009). En esta ocasión desplegó una voz de considerable entidad, grande, bien timbrada e interesante vibrato, no especialmente destacable por su belleza, pero con buena proyección y brillo suficiente. Fraseo y estilo de primera y una dicción nitidísima (con muy buen francés) que permitió entender absolutamente todo lo que la cantante nos iba diciendo (por ejemplo en "Si tu me veux pour femme", del acto II). Flojea claramente en las agilidades, así como en la capacidad para apianar y regular las dinámicas, lo que hace pensar en carencias de tipo técnico. La zona aguda tampoco es especialmente brillante, aunque sí suficiente. Fue de menos a más a lo largo de la función, partiendo de una aceptable ariette o valse en el acto I ("Je veux vivre") —en la que hubo intención y voluntad, pero con unas agilidades que sonaron bastante reguleras e imperfectas, aunque arrancó los primeros tímidos aplausos del respetable— hasta llegar a una prestación muy vibrante, creíble y comprometida en los actos IV y V, lo cual es prueba de que la soprano se mueve mucho mejor en los pasajes dramáticos y de acentos intensos, que en partes más líricas y elegíacas. Gran presencia escénica —la Yoncheva es muy atractiva— y notable introspección en el personaje, interactuando en todo momento con Alagna. Por todo ello, creemos que se merece un sobresaliente.
Aunque su papel no sea el más importante después de los dos protagonistas, me gustaría destacar, en tercer lugar, el apreciable Stéphano de Marianne Crebassa, joven mezzosoprano francesa que se mostró muy cómoda en cuanto a estilo, fraseo y afinación, y con unos medios interesantes pero sin destacar especialmente por una característica concreta. Graciosa y resultona —como debe de ser— en su chanson del acto III ("Que fais-tu, blanche tourterelle"), que cantó con elegancia y expresividad (marcando bien los adornos señalados por Gounod), pero cuyo texto no se entendió con la claridad necesaria. Salió vestida con traje masculino, como papel travestido que es, en esta función que hizo lo posible por ofrecer escenificación pese a ser en concierto. Notable por su prestación.
El resto de comprimarios cumplió con creces en sus respectivos papeles. Estupendo el Tybalt de Mikeldi Atxalandabaso (al que damos un notable). Bien el Frère Laurent del bajo italiano Roberto Tagliavini —aunque flojeó por la zona grave en su primera intervención del acto III (especialmente en las frases "À genoux", "Leur inséparable union" y "Et les enfants de leurs enfants!")—, razón por la que le otorgamos un aprobado alto. Igualmente destacable el Duque de Verona del bajo argentino Fernando Radó, que mostró nobleza y autoridad, a pesar de su juventud, y consiguió ofrecernos un personaje muy creíble, de ahí que le demos un notable. Suficientes el resto de intérpretes. La excepción vendría marcada por el barítono Joan Martín-Royo, que por justeza de medios hizo un Mercutio correcto, pero muy flojito —con una "canción de la Reina Mab" que sólo debió de escuchar el cuello de su camisa—, y un Laurent Alvaro muy decepcionante como Capulet. De voz temblona y mate, agudo inexistente (gritado en ocasiones: "Quoi! partez-vous déjà? Demeurez un instant"), canto descontrolado, falto de estilo y plebeyo total, este barítono francés se mostró en las antípodas de lo que ha de ser el señorial y soberbio padre de la bella Juliette. Todo lo cual quedó muy en evidencia, además, pues se trata de un cantante bastante joven, por lo que ni siquiera pudo dar el tipo y resultar creíble por presencia escénica. Suspenso sin paliativos. El coro, como viene siendo habitual en los últimos tiempos —y ello hay que agradecérselo, en buena medida, al fallecido Mortier, que hizo bastante por fortalecer los cuerpos estables del teatro—, estuvo muy eficiente en todas sus intervenciones (que no son pocas), aunque se notó falta de idiomatismo en alguna ocasión. Notable, también, por su buena labor.
La obra se presentó con algunos cortes en la partitura, que hicieron algo más breve una velada que podría haberse alargado bastante. Aparte del ballet —que se suprimió por completo—, yo, que iba siguiendo la representación con el libreto en mano, detecté amputaciones a partir del acto II en el dúo final del mismo (desde "Pourquoi te rappelais-je? Ô folie!", hasta "Adieu mille fois!"); en el breve diálogo entre Juliette, Gertrude, Capulet y Frère Laurent poco antes del final del acto IV (desde "Ne crains rien, Roméo, mon coeur est sans remords!", a "Nos amis vont venir, je vais les recevoir"), así como en una buena parte de la desesperada intervención de Juliette, justo antes de tomar el somnífero proporcionado por el Hermano Laurent (desde "Mais si demain pourtant dans ces caveaux funèbres" hasta "O Juliette! Sois heureuse", que canta el coro). Ya en el último acto se suprimió el comienzo, con el breve diálogo entre Frère Laurent y Frère Jean.
En resumen: una magnífica velada operística, en la que se volvió a demostrar que cuando los intérpretes están a la altura se puede conseguir un buen espectáculo que satisfaga al público, sin necesidad de gastar mucho dinero. Mucho mejor habría sido ver esta bella ópera escenificada, desde luego, pero aunque no hubo montaje escénico, lo cierto es que pudimos disfrutar del Roméo et Juliette de Gounod-Barbier/Carré, y no del que hubiera podido pergeñar el regisseur de turno ad maiorem eius gloriam.
Death in Venice, ópera en dos actos y diecisiete escenas, con música de Benjamin Britten y libreto de Myfanwy Piper, basado en la novela Der Tod in Venedig, de Thomas Mann. Estrenada en Snape Maltings (Aldebourgh) el 16 de junio de 1973.— Dirección musical: Alejo Pérez.— Dirección escénica: Willy Decker.— Escenógrafo: Wolfgang Gussmann.— Figurinistas: Wolfgang Gussmann y Susana Mendoza.— Iluminador: Hans Toelstede.— Intérpretes solistas: John Daszak, tenor (Gustav von Aschenbach), Leigh Melrose, barítono (El viajero, Viejo presumido, Viejo gondolero, Director del hotel, Barbero del hotel, Director de los músicos y Voz de Dionisio), Anthony Roth Costanzo, contratenor (La voz de Apolo), Tomasz Borczyk/Alejandro Pau, actores (Tadzio), Duncan Rock, barítono (Empleado inglés y Guía de Venecia), Itxaro Mentxaka, mezzosoprano (Pedigüeña), Vicente Ombuena, tenor (Conserje del hotel), Antonio Lozano, tenor (Vendedor de cristal), Damián del Castillo, barítono (Camarero), Nuria garcía Arrés, soprano (Vendedora de encajes), Ruth Iniesta, soprano (Vendedora de fresas y periódicos), Debora Abramowicz, soprano (Dama danesa), Esther González, soprano (Madre rusa), Oihane González de Viñaspre, Soprano (Dama inglesa), Adela López, soprano (Muchacha francesa), Paula Iragorri, mezzosoprano (Madre francesa), Miriam Montero, mezzosoprano (Madre alemana), Oxana Arabadzhieva, mezzosoprano (Nodriza rusa), José Alberto García y José Carlo Marino, tenores (Dos gondoleros), Álvaro Vallejo y Enrique Lacárcel, tenores (Dos americanos), Legipsy Álvarez, soprano, y Alexander González, tenor (Músicos ambulantes), Rubén Belmonte, bajo (Gondolero), Elier Muñoz, barítono (Camarero y Padre polaco), Sebastián Covarrubias, bajo (Barquero del Lido), Vasco Fracanzani, bajo (Padre alemán), Igor Tsenkman, barítono (Padre ruso), Ivaylo Orgnianov, bajo (Camarero del hotel), Carlos Carzoglio, barítono (Sacerdote de San Marcos), Silvina Mañanes, actriz (Madre de Tadzio), Daniela Ceñera y Carla Felipe, actrices (Hermanas de Tadzio), María Menéndez, actriz (Institutriz).— Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real.— Teatro Real. Sala Principal.— Viernes, 19 de diciembre de 2014, 20:00 horas.
TENÍA muchas ganas de ver esta función de Death in Venice por dos razones fundamentales: no había escuchado antes completa la partitura britteniana y deseaba conocer la producción de Willy Decker, pues había visto fotografías de la misma y me pareció muy hermosa y de gran plasticidad. Seis años después de su estreno en el Liceo de Barcelona, llega a Madrid este montaje (con bastante retraso, por cierto, dado su carácter de coproducción). Las expectativas se vieron cumplidas sólo a medias, por lo que enseguida explicaré.
Quiero empezar señalando que ya el relato original de Mann no es, precisamente, lo que más me gusta de todo lo que escribiera el premio Nobel. Resumiendo mucho y haciéndolo con algo de ironía podríamos decir que se trata de una reflexión íntima y bastante plomo —las cosas como son— en torno al ideal de belleza y al amor sin límites (de edad o de sexo), por parte de un mojigato, prejuicioso y conservador escritor alemán maduro que no sabe qué hacer cuando, contra todo pronóstico y poniendo en serio peligro sus convencionales principios burgueses y prusianos —así como su existencia y su concepción del arte, la moral y la vida—, se percata de que bebe los vientos por un jovencito polaco de buena familia, que encarna el ideal de belleza apolíneo y más parece una estatua griega (por su perfección formal) que un ser de carne y hueso. A partir de esta idea central, Mann medita y elucubra sobre problemas como el amor y el sexo, la homosexualidad —que el propio escritor reprimió, al parecer, en más de una ocasión para evitar males mayores en una época donde dicha tendencia no estaba demasiado bien vista—, la disyuntiva entre acción o experimentación y simple intelección, entre pasión o razón, entre racionalidad y sentimiento, etc. La trama se desarrolla en una Venecia decadente, azotada por una epidemia de cólera y que forma parte de una Europa a punto de entrar en guerra y perder, para siempre, todos los valores y principios que describiera de manera tan nostálgica Stefan Zweig en su El mundo de ayer. Considerando esta última característica, se ha pensado que el texto de Mann también es una suerte de reflexión —y una crítica al mismo tiempo— sobre la sociedad de la época y las desigualdades económicas y sociales que entonces existían (no tan distintas, en el fondo, a las de hoy día, si nos ponemos a pensarlo detenidamente). Todo un mundo que acabaría saltando en pedazos después de la traumática experiencia de la Gran Guerra.
Pues bien, en mi modesta y subjetiva opinión, todo este complejo y rico simbolismo que encontramos en el relato original no termina de estar bien captado en la adaptación libretística realizada por Piper, quien decidió centrarse en el conflicto entre pasión y razón y perderse en una sucesión de momentos intrascendentes que aparecen salpicando la historia (y eso que se trata de un texto muy fiel a la novela original). Y mucho menos en la música que compuso Britten, que ha sido lo más desilusionante de esta experiencia. He tenido la oportunidad de escuchar otras obras del compositor británico —en teatro, concretamente, Peter Grimes, The Rape of Lucretia, The Turn of the Screw y A Midsummer Night's Dream—, y puedo decir de él que es un autor al que aprecio y cuyas partituras siempre he encontrado acertadas para ilustrar musicalmente los libretos de las mismas, dotadas como están de sutiles armonías creadoras de atmósferas. Pero al escuchar esta Death in Venice la sensación —tan subjetiva como cualquiera otra, eso es cierto— ha sido muy otra. Y el problema no viene dado por el hecho de que, quizá, sea ésta la más transgresora de sus óperas —es, desde luego, aquella en la que encontramos un melodismo mucho más diluido y experimentación formal de todo tipo (incluido el dodecafonismo)—, sino porque la música me parece demasiado ecléctica, desigual y excesivamente opulenta o recargada. Pero no por caudal sonoro, ojo —ya que la orquesta empleada por Britten es bien modesta, casi camerística—, sino por su heterogeneidad tímbrica y melódica. Es como si el compositor británico hubiera querido meter en el pentagrama (y con calzador) todos los recursos musicales que se le iban ocurriendo, todas las texturas imaginables, todas las variaciones posibles para para construir, así, una partitura más compleja y alambicada, pero carente de unidad estética y sonora. Ello hace, por otro lado, que no se consiga recrear con acierto el ambiente adecuado para ilustrar musicalmente el texto de Piper y la idea original de Mann. Es decir, no parece (o a mí no me lo parece, al menos) que estemos en la Venecia de principios del siglo XX. Por otro lado, el exceso de personajes con intervenciones pequeñas, esporádicas, puntuales e intrascendentes, apareciendo por aquí y saliendo por allá sin aportar nada realmente significativo, pues tampoco contribuye demasiado a dar unidad al conjunto, obteniéndose como resultado un conjunto algo destartalado y desigual. Efecto que se ve acentuado, además, por el carácter compartimentado y episódico de la acción, a base de escenas independientes que van sucediéndose una detrás de la otra y que está perfectamente conseguido en este montaje, gracias al empleo de telones negros correderos que suben y bajan o se mueven de un lado a otro del escenario, separando cada escena de la siguiente. Se dice que Death in Venice es el testamento artístico de Britten y que reúne todas sus virtudes como compositor dramático. Y yo añadiría que también sus defectos. Vaya, que la obra en sí no me ha gustado mucho, pero sí el montaje. Y a ello vamos ahora...
La propuesta escénica de Willy Decker —que ha contado con más colaboradores que un emperador bizantino (¿de verdad hace falta tanta gente cobrando para montar una ópera?)— me ha resultado, sin embargo, muy interesante y hermosa. Muy estética, de gran poder evocador y eficaz desde el punto de vista dramático, sirve para acentuar con inteligencia la parte onírica de la partitura —que no falta, desde luego, aunque su recreación sea menos efectiva que en otras composiciones de Britten— y ayuda a que los continuos cambios de escenario y de acción se desarrollen sin problemas ni altibajos y sin necesidad de interrumpir la representación en ningún momento para efectuar los cambios pertinentes. La iluminación de Hans Toestede, muy cuidada, fue decisiva para conseguir ese ambiente, entre onírico, enfermizo y catártico, en el que se opera la evolución espiritual y moral de Aschenbach que le llevará finalmente a la muerte. También fue de agradecer la bonita y equilibrada escenografía de Wolfgang Gussmann —dando un aire playero, vacacional y veneciano a todos los cuadros— y los figurines de este mismo y de Susana Mendoza, que recreaban con fidelidad la época en que transcurre la acción, sin libertades innecesarias, puesto que se trata de una moda muy bella y elegante, adecuadísima para lo que se estaba contando en el libreto.
Es obligatorio hacer aquí una rápida mención a la adaptación cinematográfica que Luchino Visconti comenzó a rodar casi al mismo tiempo en que Britten empezaba a componer su partitura. Se trata de un acercamiento a la obra original que también me parece fallido, aunque por razones distintas a la de la ópera del compositor británico. No cabe duda de que la película es de una belleza apabullante, arrebatadora. Y llega a tal grado ésta que nos hace pensar, en ocasiones, si no estamos asistiendo a un mero ejercicio de esteticismo gratuito, en el que el relato original ha sido vaciado casi por completo de toda su profundidad conceptual, para quedarse en la mera anécdota de la experiencia homoerótica de Aschenbach (que en la película no es escritor, sino músico, para más señas, en un claro guiño a la omnipresencia de Gustav Mahler, cuya música se escucha a lo largo de todo el filme). Es cierto que en la ópera de Britten el problema de fondo que plantea Mann —la esencia de la belleza, la lucha entre el ideal de lo apolíneo y la tentación de lo dionisíaco (tan propia de la dialéctica nietzschiana)— aparece tratado con algo más de enjundia —gracias a esos interminables monólogos que el personaje protagonista lanza al espectador—, pero aún así no consigue captar todo el trasfondo y el hálito de la novela del gran escritor alemán. Pero pasemos ya al comentario de la representación en sí.
Empecemos por el maestro argentino Alejo Pérez, que ofreció una lectura correcta pero algo fría del que puede considerarse testamento artístico de Britten. Al parecer, era la primera vez que el bonaerense se enfrentaba a la partitura y, quizá, por ello, quiso tener bajo su control absoluto todo lo que ocurría en el conjunto orquestal. De tal modo que ofreció una lectura muy filológica y sin demasiados riesgos ni acentos personales, en la que hubo gran nitidez y claridad a la hora de diferenciar todas las texturas y la riqueza melódica, pero faltó intensidad y pasión. Con todo, firmó un gran y desolador final, con esa música tremenda que Britten compuso para presentarnos la muerte solitaria de Aschenbach frente al mar veneciano, acariciado por las cuerdas, las notas del vibráfono, las flautas y el imaginario susurro de las omnipresentes olas.
En cuanto a los cantantes solistas destacar, por razones obvias, la prestación del tenor John Daszak, que hizo un muy creíble Aschenbach y al que hay que agradecer su entrega absoluta en un papel muy exigente, pues se pasa todo el tiempo de la función (más de dos horas) sobre el escenario, desvelándonos sus pensamientos y reflexiones más recónditas. La particella no es especialmente ingrata, pero sí exigente (sobre todo por la duración del papel y por una línea de canto difícil que se mueve continuamente a caballo entre el sprechgesang y el sprechstimme, dentro de un estilo muy característico de la vocalidad britteniana). La recreación escénica del personaje también fue muy creíble, con un Daszak que iba caracterizado con gorro, gafas, peluquín (el tenor es calvo) y bigote, recordando sobremanera al actor Dirk Bogarde en la película citada de Visconti. Muy aplaudido al final de la representación, y la cosa no fue para menos.
El segundo intérprete destacable —por presencia sobre el escenario, no por acierto vocal o dramático— fue el barítono británico Leigh Melrose, sobre quien cayó la responsabilidad de interpretar una gran cantidad de personajes (El viajero y otros más). Pero en todos ellos estuvo sobreactuado y en exceso histriónico. Además tampoco se destacó desde el punto de vista musical, pues lució una voz insuficiente, de impostación defectuosa y algo destemplada, que rozó en más de una ocasión el grito, antes que el puro canto. Bien el resto de comprimarios —entre los que se encontraban bastantes cantantes españoles que hicieron muy buen papel (sobre todo Vicente Ombuena, Itxaro Mentxaka, o Ruth Iniesta). Hay tantos papeles secundarios que, para darles vida, salieron a escena como solistas bastantes miembros del coro Intermezzo. En concreto unos 17 (si no he contado mal). Estuvieron bien en general. Añadir, por último, una rápida mención al actor-bailarín Tomasz Borczyk, que recreó, sin palabras pero a las mil maravillas y de modo muy expresivo y eficaz, al hermoso y deslumbrante Tadzio —el niño objeto de deseo del confuso Aschenbach— en los momentos más comprometidos de la acción (cuando se movió desnudo por el escenario, por ejemplo), siendo otro actor (Alejandro Pau) el que le dio cuerpo en situaciones menos dramáticas.
Una grata experiencia, a pesar de que la obra no me haya satisfecho como otras de Britten. Y sobre todo, una gran oportunidad para escuchar, por vez primera en Madrid, esta fundamental composición del repertorio operístico del siglo XX. Lo que no es poca cosa, vaya, dados los tiempos que corren...
PUEDO afirmar, sin temor a equivocarme demasiado —al menos desde mi óptica y gustos personales—, que con la primera representación, el pasado martes 16, de esta ópera de Charles Gounod ha tenido lugar uno de los espectáculos operísticos más interesantes de esta temporada en el coliseo madrileño. Repertorio clásico-romántico, compositor conocido, cantantes protagonistas de primer nivel, director reputadísimo en este repertorio y, sobre todo..., ausencia de "genialidades" por parte del regisseur de turno, pues la versión que se va a dar durante las tres funciones previstas (la ya pasada y las de los días 20 y 26 de este mismo mes) lo ha sido en modo de concierto, aunque bastante "dramatizado" por parte de los solistas, que pusieron todo la carne en el asador. Es decir, música, voces y espectadores mirándose cara a cara y sin necesidad de que medie entre ellos el "genial" exegeta de turno que, bajo la figura del director de escena, interprete a su manera la voluntad original del compositor.
Gounod en 1859, el año de la première de Faust
Era también la oportunidad de que el público madrileño se reencontrara con el gran tenor francés Roberto Alagna, cuya última (y única) experiencia en el Teatro Real hasta estas funciones no había sido tan halagüeña como todos —incluidos el propio cantante— habríamos deseado: un recital en el ciclo de "Grandes voces" (2008) donde llegó a ser increpado por algún sector del público. "¡A estudiar al conservatorio", le espetó un espectador maleducado. Era una época no demasiado positiva para el cantante (año 2008), pues había atravesado graves problemas de salud (en el 2007 fue operado de un tumor localizado en la cavidad sinusiana y tuvo algunas complicaciones médicas, entre ellas el agravamiento de su hipoglucemia) y, además, estaba inmerso en una crisis sentimental (que derivaría en el divorcio final de su ex-mujer, la soprano Angela Gheorghiu a principios de 2013, después de años viviendo separados). Todas estas circunstancias hicieron que Alagna anduviera un tanto errático y descentrado. Si a ello le añadimos los experimentos con un repertorio más pesado, que no le trajeron cosas demasiado buenas, tenemos el cóctel explosivo que torció su brillante trayectoria en aquellos años. Afortunadamente, desde hace un tiempo parece haber recuperado el control absoluto de su carrera y en la actualidad podemos decir que ha vuelto de nuevo a primera fila del panorama internacional, erigiéndose en uno de los mejores tenores de estos últimos tiempos y, quizá, uno de los últimos verdaderos tenores-divos con auténticas cualidades de tal.
Grabado con una imagen del montaje para la producción original (escena 2 del acto III)
Por todas estas circunstancias pudimos ver a un Alagna muy ilusionado y decidido, con ganas de triunfar y voluntad para hacerlo. Algo teatrero, también es verdad —abriendo los brazos desaforadamente en los saludos finales, como para querer abarcar a todo el público—, pero sincero en sus deseos de salir victorioso. Y muy simpático y extrovertido, como es él. En alguna entrevista realizada durante su estancia en Madrid el pasado noviembre —mientras su actual pareja, la soprano polaca Aleksandra Kurzak interpretaba el papel de Marie en el primer reparto de La fille du Régiment—, Alagna ya había declarado que el incidente en el recital del 2008 formaba parte del pasado y que venía de nuevo a Madrid a llevarse el gato al agua: «Todavía no sé lo que ocurrió. Creo que había una animadversión programada. Digamos que fue un malentendido. Por eso Fausto [sic: se refiere a Roméo et Juliette, claro está] es una buena oportunidad para reiniciar las relaciones con el Real».
Y bien que lo hizo, todo sea dicho, con la decisiva y experimentada colaboración del director Michel Plasson, especialista en el repertorio operístico romántico francés y con quien Alagna ha trabajado en unas cuantas ocasiones en teatro y en estudio. El maestro francés estuvo brillantísimo durante toda la función, que abrió con una soberbia overture, llena de dramatismo, intensidad y un tempo perfecto. Siguió el bello prólogo que el coro entona para poner en situación a los espectadores —enunciado todo con una suavidad y una dulzura muy destacables— y, a partir de ahí, el control sobre la orquesta por parte de Plasson no dejó de ofrecernos momentos verdaderamente maravillosos, con un sonido pleno de lirismo, poesía, refinamiento, elegancia y charme, tan característicos de la ópera francesa. Especialmente destacable fue su labor a la hora de acompañar a los cantantes solistas —cuidando sus intervenciones para no cubrirlos más de lo necesario con la masa orquestal— y ciertas partes de la partitura, como ese primoroso final del acto II —el de la escena del balcón y la noche de amor entre los dos amantes— que Plasson, junto a Alagna, cerró con un susurro, creando un ambiente de intensa belleza poética. No menos significativo fue el dúo de la primera parte de la escena primera del acto IV, con el "Nuit d'hyménée!" —sabido es que Roméo et Juliette está estructurada en torno a bellos duettos de los dos protagonistas, uno en cada acto—, en el que el maestro concertó magistralmente dicho momento de entrega amorosa de los dos amantes (aunque se presentó acortado). Toda su labor rezumó oficio, refinamiento tímbrico y teatralidad, contribuyendo de manera decisiva al éxito de la velada y a sacar lo mejor de solistas y coro, que brilló especialmente en los números de conjunto, aunque la dicción de sus integrantes no fuera siempre la mejor posible. En resumen: estupendo Plasson y merecedor, por tanto, de un sobresaliente alto por su encomiable labor.
El Roméo de Roberto Alagna fue, por idiomatismo, timbre, color de voz, expresión dramática y efusividad interpretativa quasi perfecto. Y digo quasi porque ciertamente, con el paso del tiempo, se han ido notando algunas carencias que el tenor francés no presentaba en el momento de debutar el papel (1994) y en los años inmeditamente posteriores, cuando lo paseó por todo el mundo con gran éxito, hasta convertirlo en uno de sus caballos de batalla: el agudo ya no es tan fácil, terso y timbrado como entonces y algunos pasajes de la particella —aquellos que corresponden a las notas más altas de la tesitura— se le resisten al actual Alagna. Pese a todo, salió airoso y mantuvo el tipo, ofreciendo una lectura plena de dramatismo y fuerza, así como de perfecto idiomatismo —en el repertorio francés, por razones obvias, el tenor es imbatible hoy día—, con una línea de canto impoluta y una expresividad fuera de toda duda. Estuvo magnífico en su "Ange adorable" —que escanció con delectación y marcándose un expresivo piano en "la main divine"— y muy, muy bien en el cierre del acto II, entregándose por completo al papel, con un canto a flor de labios y un fraseo intencionadísimo y emocionante. No menos afortunado se mostró al final de la ópera, en el acto V —con la escena de la tumba y la muerte de los amantes—, donde Gounod le pide al personaje un mayor dramatismo en la voz, lo que resulta ideal para el estado actual en que se halla el instrumento de Alagna, más sólido y contundente en las franjas central y grave. Allí nos regaló algunas frases bellísimas —por ejemplo, "Sur ton front calme et pur semble régner encore"—, cantadas en un perfecto piano emitido con voz plena y recogiendo el volumen, o "Mes lèvres, donnez-lui votre dernier baiser!", que se proyectó con un sonido pleno, rotundo, lleno de squillo y perfectamente cubierto. Muy hermosas. El problema con el agudo, al que acabamos de referirnos hace un momento, se dejó sentir, sobre todo, en el empleo de algunos falsetes para resolver ciertos pasajes que resultaron muy pobretones, de escasa proyección y que rompieron la homogeneidad del sonido; también en el difícil y exigente Do del final del acto III —donde la voz llegó a quebrársele un poco— y, por último, en su lectura de la celebérrima cavatina "Ah! Léve-toi, soleil!", que no fue todo lo redonda que habría cabido esperar. No es que Alagna estuviera mal, en absoluto; pero se le vio nervioso y pendiente del Si natural que cierra la pieza, que sonó algo apretado y justo, sin rematar del todo. Pero, en términos generales, podemos decir que su prestación a lo largo de toda la velada resultó excelente, tanto a nivel canoro como dramático, con un Alagna comunicativo, entregadísimo y efusivo, que llegó a tirarse por el suelo en la última escena e interactuó en todo momento con su partenaire. Otro sobresaliente alto para él.
La Juliette de la soprano Sonya Yoncheva estuvo, francamente, a la altura de Alagna (aunque, a mi modesto entender, un punto por debajo de él). La búlgara, casi recién llegada a Madrid procedente de la MET —donde ha obtenido un gran triunfo como Mimì en La bohème pucciniana— ha ido ganando en experiencia y fama desde que tuvimos ocasión de escucharla por vez primera en el Teatro Real, como Norina en el Don Pasquale y como Giunone en Il ritorno d'Ulisse in patria (ambas en 2009). En esta ocasión desplegó una voz de considerable entidad, grande, bien timbrada e interesante vibrato, no especialmente destacable por su belleza, pero con buena proyección y brillo suficiente. Fraseo y estilo de primera y una dicción nitidísima (con muy buen francés) que permitió entender absolutamente todo lo que la cantante nos iba diciendo (por ejemplo en "Si tu me veux pour femme", del acto II). Flojea claramente en las agilidades, así como en la capacidad para apianar y regular las dinámicas, lo que hace pensar en carencias de tipo técnico. La zona aguda tampoco es especialmente brillante, aunque sí suficiente. Fue de menos a más a lo largo de la función, partiendo de una aceptable ariette o valse en el acto I ("Je veux vivre") —en la que hubo intención y voluntad, pero con unas agilidades que sonaron bastante reguleras e imperfectas, aunque arrancó los primeros tímidos aplausos del respetable— hasta llegar a una prestación muy vibrante, creíble y comprometida en los actos IV y V, lo cual es prueba de que la soprano se mueve mucho mejor en los pasajes dramáticos y de acentos intensos, que en partes más líricas y elegíacas. Gran presencia escénica —la Yoncheva es muy atractiva— y notable introspección en el personaje, interactuando en todo momento con Alagna. Por todo ello, creemos que se merece un sobresaliente.
Aunque su papel no sea el más importante después de los dos protagonistas, me gustaría destacar, en tercer lugar, el apreciable Stéphano de Marianne Crebassa, joven mezzosoprano francesa que se mostró muy cómoda en cuanto a estilo, fraseo y afinación, y con unos medios interesantes pero sin destacar especialmente por una característica concreta. Graciosa y resultona —como debe de ser— en su chanson del acto III ("Que fais-tu, blanche tourterelle"), que cantó con elegancia y expresividad (marcando bien los adornos señalados por Gounod), pero cuyo texto no se entendió con la claridad necesaria. Salió vestida con traje masculino, como papel travestido que es, en esta función que hizo lo posible por ofrecer escenificación pese a ser en concierto. Notable por su prestación.
Marianne Crebassa |
La obra se presentó con algunos cortes en la partitura, que hicieron algo más breve una velada que podría haberse alargado bastante. Aparte del ballet —que se suprimió por completo—, yo, que iba siguiendo la representación con el libreto en mano, detecté amputaciones a partir del acto II en el dúo final del mismo (desde "Pourquoi te rappelais-je? Ô folie!", hasta "Adieu mille fois!"); en el breve diálogo entre Juliette, Gertrude, Capulet y Frère Laurent poco antes del final del acto IV (desde "Ne crains rien, Roméo, mon coeur est sans remords!", a "Nos amis vont venir, je vais les recevoir"), así como en una buena parte de la desesperada intervención de Juliette, justo antes de tomar el somnífero proporcionado por el Hermano Laurent (desde "Mais si demain pourtant dans ces caveaux funèbres" hasta "O Juliette! Sois heureuse", que canta el coro). Ya en el último acto se suprimió el comienzo, con el breve diálogo entre Frère Laurent y Frère Jean.
Alagna y Yoncheva saludando al final del espectáculo. El tenor estaba muy satisfecho
y, caballeroso, cedió el protagonismo a la soprano búlgara
En resumen: una magnífica velada operística, en la que se volvió a demostrar que cuando los intérpretes están a la altura se puede conseguir un buen espectáculo que satisfaga al público, sin necesidad de gastar mucho dinero. Mucho mejor habría sido ver esta bella ópera escenificada, desde luego, pero aunque no hubo montaje escénico, lo cierto es que pudimos disfrutar del Roméo et Juliette de Gounod-Barbier/Carré, y no del que hubiera podido pergeñar el regisseur de turno ad maiorem eius gloriam.
* * *
Death in Venice, ópera en dos actos y diecisiete escenas, con música de Benjamin Britten y libreto de Myfanwy Piper, basado en la novela Der Tod in Venedig, de Thomas Mann. Estrenada en Snape Maltings (Aldebourgh) el 16 de junio de 1973.— Dirección musical: Alejo Pérez.— Dirección escénica: Willy Decker.— Escenógrafo: Wolfgang Gussmann.— Figurinistas: Wolfgang Gussmann y Susana Mendoza.— Iluminador: Hans Toelstede.— Intérpretes solistas: John Daszak, tenor (Gustav von Aschenbach), Leigh Melrose, barítono (El viajero, Viejo presumido, Viejo gondolero, Director del hotel, Barbero del hotel, Director de los músicos y Voz de Dionisio), Anthony Roth Costanzo, contratenor (La voz de Apolo), Tomasz Borczyk/Alejandro Pau, actores (Tadzio), Duncan Rock, barítono (Empleado inglés y Guía de Venecia), Itxaro Mentxaka, mezzosoprano (Pedigüeña), Vicente Ombuena, tenor (Conserje del hotel), Antonio Lozano, tenor (Vendedor de cristal), Damián del Castillo, barítono (Camarero), Nuria garcía Arrés, soprano (Vendedora de encajes), Ruth Iniesta, soprano (Vendedora de fresas y periódicos), Debora Abramowicz, soprano (Dama danesa), Esther González, soprano (Madre rusa), Oihane González de Viñaspre, Soprano (Dama inglesa), Adela López, soprano (Muchacha francesa), Paula Iragorri, mezzosoprano (Madre francesa), Miriam Montero, mezzosoprano (Madre alemana), Oxana Arabadzhieva, mezzosoprano (Nodriza rusa), José Alberto García y José Carlo Marino, tenores (Dos gondoleros), Álvaro Vallejo y Enrique Lacárcel, tenores (Dos americanos), Legipsy Álvarez, soprano, y Alexander González, tenor (Músicos ambulantes), Rubén Belmonte, bajo (Gondolero), Elier Muñoz, barítono (Camarero y Padre polaco), Sebastián Covarrubias, bajo (Barquero del Lido), Vasco Fracanzani, bajo (Padre alemán), Igor Tsenkman, barítono (Padre ruso), Ivaylo Orgnianov, bajo (Camarero del hotel), Carlos Carzoglio, barítono (Sacerdote de San Marcos), Silvina Mañanes, actriz (Madre de Tadzio), Daniela Ceñera y Carla Felipe, actrices (Hermanas de Tadzio), María Menéndez, actriz (Institutriz).— Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real.— Teatro Real. Sala Principal.— Viernes, 19 de diciembre de 2014, 20:00 horas.
TENÍA muchas ganas de ver esta función de Death in Venice por dos razones fundamentales: no había escuchado antes completa la partitura britteniana y deseaba conocer la producción de Willy Decker, pues había visto fotografías de la misma y me pareció muy hermosa y de gran plasticidad. Seis años después de su estreno en el Liceo de Barcelona, llega a Madrid este montaje (con bastante retraso, por cierto, dado su carácter de coproducción). Las expectativas se vieron cumplidas sólo a medias, por lo que enseguida explicaré.
El joven Britten
Quiero empezar señalando que ya el relato original de Mann no es, precisamente, lo que más me gusta de todo lo que escribiera el premio Nobel. Resumiendo mucho y haciéndolo con algo de ironía podríamos decir que se trata de una reflexión íntima y bastante plomo —las cosas como son— en torno al ideal de belleza y al amor sin límites (de edad o de sexo), por parte de un mojigato, prejuicioso y conservador escritor alemán maduro que no sabe qué hacer cuando, contra todo pronóstico y poniendo en serio peligro sus convencionales principios burgueses y prusianos —así como su existencia y su concepción del arte, la moral y la vida—, se percata de que bebe los vientos por un jovencito polaco de buena familia, que encarna el ideal de belleza apolíneo y más parece una estatua griega (por su perfección formal) que un ser de carne y hueso. A partir de esta idea central, Mann medita y elucubra sobre problemas como el amor y el sexo, la homosexualidad —que el propio escritor reprimió, al parecer, en más de una ocasión para evitar males mayores en una época donde dicha tendencia no estaba demasiado bien vista—, la disyuntiva entre acción o experimentación y simple intelección, entre pasión o razón, entre racionalidad y sentimiento, etc. La trama se desarrolla en una Venecia decadente, azotada por una epidemia de cólera y que forma parte de una Europa a punto de entrar en guerra y perder, para siempre, todos los valores y principios que describiera de manera tan nostálgica Stefan Zweig en su El mundo de ayer. Considerando esta última característica, se ha pensado que el texto de Mann también es una suerte de reflexión —y una crítica al mismo tiempo— sobre la sociedad de la época y las desigualdades económicas y sociales que entonces existían (no tan distintas, en el fondo, a las de hoy día, si nos ponemos a pensarlo detenidamente). Todo un mundo que acabaría saltando en pedazos después de la traumática experiencia de la Gran Guerra.
Mann por la época en que escribió La muerte en Venecia
Pues bien, en mi modesta y subjetiva opinión, todo este complejo y rico simbolismo que encontramos en el relato original no termina de estar bien captado en la adaptación libretística realizada por Piper, quien decidió centrarse en el conflicto entre pasión y razón y perderse en una sucesión de momentos intrascendentes que aparecen salpicando la historia (y eso que se trata de un texto muy fiel a la novela original). Y mucho menos en la música que compuso Britten, que ha sido lo más desilusionante de esta experiencia. He tenido la oportunidad de escuchar otras obras del compositor británico —en teatro, concretamente, Peter Grimes, The Rape of Lucretia, The Turn of the Screw y A Midsummer Night's Dream—, y puedo decir de él que es un autor al que aprecio y cuyas partituras siempre he encontrado acertadas para ilustrar musicalmente los libretos de las mismas, dotadas como están de sutiles armonías creadoras de atmósferas. Pero al escuchar esta Death in Venice la sensación —tan subjetiva como cualquiera otra, eso es cierto— ha sido muy otra. Y el problema no viene dado por el hecho de que, quizá, sea ésta la más transgresora de sus óperas —es, desde luego, aquella en la que encontramos un melodismo mucho más diluido y experimentación formal de todo tipo (incluido el dodecafonismo)—, sino porque la música me parece demasiado ecléctica, desigual y excesivamente opulenta o recargada. Pero no por caudal sonoro, ojo —ya que la orquesta empleada por Britten es bien modesta, casi camerística—, sino por su heterogeneidad tímbrica y melódica. Es como si el compositor británico hubiera querido meter en el pentagrama (y con calzador) todos los recursos musicales que se le iban ocurriendo, todas las texturas imaginables, todas las variaciones posibles para para construir, así, una partitura más compleja y alambicada, pero carente de unidad estética y sonora. Ello hace, por otro lado, que no se consiga recrear con acierto el ambiente adecuado para ilustrar musicalmente el texto de Piper y la idea original de Mann. Es decir, no parece (o a mí no me lo parece, al menos) que estemos en la Venecia de principios del siglo XX. Por otro lado, el exceso de personajes con intervenciones pequeñas, esporádicas, puntuales e intrascendentes, apareciendo por aquí y saliendo por allá sin aportar nada realmente significativo, pues tampoco contribuye demasiado a dar unidad al conjunto, obteniéndose como resultado un conjunto algo destartalado y desigual. Efecto que se ve acentuado, además, por el carácter compartimentado y episódico de la acción, a base de escenas independientes que van sucediéndose una detrás de la otra y que está perfectamente conseguido en este montaje, gracias al empleo de telones negros correderos que suben y bajan o se mueven de un lado a otro del escenario, separando cada escena de la siguiente. Se dice que Death in Venice es el testamento artístico de Britten y que reúne todas sus virtudes como compositor dramático. Y yo añadiría que también sus defectos. Vaya, que la obra en sí no me ha gustado mucho, pero sí el montaje. Y a ello vamos ahora...
Britten ensayando en 1967 con el tenor Peter Pears, para quien compuso el papel de Gustav von Aschenbach
La propuesta escénica de Willy Decker —que ha contado con más colaboradores que un emperador bizantino (¿de verdad hace falta tanta gente cobrando para montar una ópera?)— me ha resultado, sin embargo, muy interesante y hermosa. Muy estética, de gran poder evocador y eficaz desde el punto de vista dramático, sirve para acentuar con inteligencia la parte onírica de la partitura —que no falta, desde luego, aunque su recreación sea menos efectiva que en otras composiciones de Britten— y ayuda a que los continuos cambios de escenario y de acción se desarrollen sin problemas ni altibajos y sin necesidad de interrumpir la representación en ningún momento para efectuar los cambios pertinentes. La iluminación de Hans Toestede, muy cuidada, fue decisiva para conseguir ese ambiente, entre onírico, enfermizo y catártico, en el que se opera la evolución espiritual y moral de Aschenbach que le llevará finalmente a la muerte. También fue de agradecer la bonita y equilibrada escenografía de Wolfgang Gussmann —dando un aire playero, vacacional y veneciano a todos los cuadros— y los figurines de este mismo y de Susana Mendoza, que recreaban con fidelidad la época en que transcurre la acción, sin libertades innecesarias, puesto que se trata de una moda muy bella y elegante, adecuadísima para lo que se estaba contando en el libreto.
Es obligatorio hacer aquí una rápida mención a la adaptación cinematográfica que Luchino Visconti comenzó a rodar casi al mismo tiempo en que Britten empezaba a componer su partitura. Se trata de un acercamiento a la obra original que también me parece fallido, aunque por razones distintas a la de la ópera del compositor británico. No cabe duda de que la película es de una belleza apabullante, arrebatadora. Y llega a tal grado ésta que nos hace pensar, en ocasiones, si no estamos asistiendo a un mero ejercicio de esteticismo gratuito, en el que el relato original ha sido vaciado casi por completo de toda su profundidad conceptual, para quedarse en la mera anécdota de la experiencia homoerótica de Aschenbach (que en la película no es escritor, sino músico, para más señas, en un claro guiño a la omnipresencia de Gustav Mahler, cuya música se escucha a lo largo de todo el filme). Es cierto que en la ópera de Britten el problema de fondo que plantea Mann —la esencia de la belleza, la lucha entre el ideal de lo apolíneo y la tentación de lo dionisíaco (tan propia de la dialéctica nietzschiana)— aparece tratado con algo más de enjundia —gracias a esos interminables monólogos que el personaje protagonista lanza al espectador—, pero aún así no consigue captar todo el trasfondo y el hálito de la novela del gran escritor alemán. Pero pasemos ya al comentario de la representación en sí.
Aschenbach y Tadzio en la versión viscontiana
Empecemos por el maestro argentino Alejo Pérez, que ofreció una lectura correcta pero algo fría del que puede considerarse testamento artístico de Britten. Al parecer, era la primera vez que el bonaerense se enfrentaba a la partitura y, quizá, por ello, quiso tener bajo su control absoluto todo lo que ocurría en el conjunto orquestal. De tal modo que ofreció una lectura muy filológica y sin demasiados riesgos ni acentos personales, en la que hubo gran nitidez y claridad a la hora de diferenciar todas las texturas y la riqueza melódica, pero faltó intensidad y pasión. Con todo, firmó un gran y desolador final, con esa música tremenda que Britten compuso para presentarnos la muerte solitaria de Aschenbach frente al mar veneciano, acariciado por las cuerdas, las notas del vibráfono, las flautas y el imaginario susurro de las omnipresentes olas.
En cuanto a los cantantes solistas destacar, por razones obvias, la prestación del tenor John Daszak, que hizo un muy creíble Aschenbach y al que hay que agradecer su entrega absoluta en un papel muy exigente, pues se pasa todo el tiempo de la función (más de dos horas) sobre el escenario, desvelándonos sus pensamientos y reflexiones más recónditas. La particella no es especialmente ingrata, pero sí exigente (sobre todo por la duración del papel y por una línea de canto difícil que se mueve continuamente a caballo entre el sprechgesang y el sprechstimme, dentro de un estilo muy característico de la vocalidad britteniana). La recreación escénica del personaje también fue muy creíble, con un Daszak que iba caracterizado con gorro, gafas, peluquín (el tenor es calvo) y bigote, recordando sobremanera al actor Dirk Bogarde en la película citada de Visconti. Muy aplaudido al final de la representación, y la cosa no fue para menos.
El segundo intérprete destacable —por presencia sobre el escenario, no por acierto vocal o dramático— fue el barítono británico Leigh Melrose, sobre quien cayó la responsabilidad de interpretar una gran cantidad de personajes (El viajero y otros más). Pero en todos ellos estuvo sobreactuado y en exceso histriónico. Además tampoco se destacó desde el punto de vista musical, pues lució una voz insuficiente, de impostación defectuosa y algo destemplada, que rozó en más de una ocasión el grito, antes que el puro canto. Bien el resto de comprimarios —entre los que se encontraban bastantes cantantes españoles que hicieron muy buen papel (sobre todo Vicente Ombuena, Itxaro Mentxaka, o Ruth Iniesta). Hay tantos papeles secundarios que, para darles vida, salieron a escena como solistas bastantes miembros del coro Intermezzo. En concreto unos 17 (si no he contado mal). Estuvieron bien en general. Añadir, por último, una rápida mención al actor-bailarín Tomasz Borczyk, que recreó, sin palabras pero a las mil maravillas y de modo muy expresivo y eficaz, al hermoso y deslumbrante Tadzio —el niño objeto de deseo del confuso Aschenbach— en los momentos más comprometidos de la acción (cuando se movió desnudo por el escenario, por ejemplo), siendo otro actor (Alejandro Pau) el que le dio cuerpo en situaciones menos dramáticas.
Una grata experiencia, a pesar de que la obra no me haya satisfecho como otras de Britten. Y sobre todo, una gran oportunidad para escuchar, por vez primera en Madrid, esta fundamental composición del repertorio operístico del siglo XX. Lo que no es poca cosa, vaya, dados los tiempos que corren...
No hay comentarios :
Publicar un comentario