Nabucco, dramma lirico en cuatro actos, con música de Giuseppe Verdi y libreto de Temistocle Solera, basado en la obra Nabuchodonosor (1836), de Auguste Anicet-Beourgeois y Francis Cornu, y en el ballet Nabuccodonosor (1838), de Antonio Cortesi. Estrenada en el Teatro alla Scala de Milán el 9 de marzo de 1842.— Director musical: Sergio Alapont.— Director de escena: Andreas Homoki.— Escenógrafo y figurinista: Wolfgang Gussmann.— Iluminador: Frank Evin.— Coreógrafo: Kinsun Chan.— Dramaturgo: Fabio Dietsche.— Director del coro: Andrés Máspero.— Intérpretes: Luis Cansino (Nabucco), Eduardo Aladrén (Ismaele), Simon Lim (Zaccaria), Oksana Dyka (Abigaille), Aya Wakizono (Fenena), Felipe Bou (El gran sacerdote), Fabián Lara (Abdallo), Maribel Ortega (Anna).— Coro y Orquesta titulares del Teatro Real (Coro Intermezzo / Orquesta Sinfónica de Madrid).— Teatro Real de Madrid.— Miércoles, 13 de julio de 2022, 19:30 horas.
Han pasado 151 años desde que no se escuchaba en el Real esta obra maestra del melodramma lírico italiano y, sin embargo, tuve la mala fortuna de asistir a una función donde se hallaba, a juzgar por las críticas leídas estos días sobre los otros repartos, la peor Abigaille de todas las contratadas por el coliseo lírico madrileño. Ya es lástima, pues estamos ante una obra fundamental del repertorio y estribo sobre el cual Verdi, cuando ya todo parecía estar perdido, se subió al caballo que habría de llevarle cabalgando triunfalmente hacia una inmortalidad mas que merecida (según se vio después). Un dramma lirico que, como se ha destacado estos días en las críticas y el programa de mano del propio teatro, rompió con la estructura tradicional de trama amorosa que caracteriza a la mayoría de las óperas del momento y que sitúa en primer plano de la acción el sentimiento de desamor y rechazo y, sobre todo, el conflicto político representado por dos autoridades absolutas enfrentadas entre sí —el déspota Nabucco y el providencialista Zaccharia— que representan a sus pueblos respectivos, siendo estos, a la postre (y concretamente el hebreo) los verdaderos protagonistas de toda la acción.
Impuso brío y muchas ganas Sergio Alapont al frente de la Sinfónica de Madrid, aunque optó por unos contrastes de tempo (en la obertura, en el finale del acto I) que resultaron demasiado radicales y veloces en exceso, hasta el punto de comprometer alguna vez la intervención de los solistas a causa de la premura impuesta. Pero, en términos generales, sirvió bien una partitura que tampoco se caracteriza, precisamente, por la sutileza y la complejidad de su orquestación, y donde los matices y finuras o exquisiteces armónicas ceden todo protagonismo al brío musical, el ritmo, lo épico y la grandiosidad.
Luis Cansino, en la piel de Nabucco, se mostró correcto y cumplidor, yendo de menos a más a lo largo de la función. El barítono galaico-madrileño es dueño de un instrumento interesante y despliega un estilo de canto de buena factura, pero la voz resulta algo liviana para un personaje que, en principio, es bastante más dramático o que, al menos, debe ser capaz de sobreponerse al volumen de una poderosa orquesta y un nutrido coro. Y Cansino, claro está, no consiguió ofrecer lo que algún crítico contemporáneo del estreno de la ópera en 1842 dijo a propósito de Giorgio Ronconi, el barítono que interpretó por vez primera este mismo rol: «Su voz no es particularmente melodiosa, ni su entonación estrictamente precisa... sin embargo... Su potencia es inmensa, y su extensión extraordinaria para un barítono. En los pasajes en forte su volumen llena el teatro como un trueno; en las frases apasionadas, cuando el artista alcanza un Sol, o a veces un La, con toda su potencia, el efecto es casi eléctrico». Pese a todo Cansino construyó un monarca babilonio de bastantes quilates. Como ya digo, su presentación no resultó especialmente destacable (a lo cual contribuyó, sin duda, el anodino y feísimo vestuario que le plantaron), pero ya con el emocionante pasaje del castigo divino ("Qui mi toglie il regio scettro?") Cansino se vino arriba, desplegando un buen legato, variedad en el fraseo y bastante expresividad. Remató la función con un muy buen "Deh perdona" —que se vio ensombrecido por la horrible contribución de la soprano— y un emocionante y contrito "Dio di Giuda", en el que emitió algunas frases magníficas de largo aliento.
El punto negro (negrísimo) de una velada que no era para tirar cohetes, pero prometía ser más que correcta estuvo personificado en la Abigaille de la soprano ucraniana Oksana Dyka, que exhibió un instrumento anchuroso y con volumen apreciable, pero absolutamente descontrolado, siempre desafinado, desprovisto por completo de control para realizar la manor agilidad y carente de homogeneidad y de apoyo en los graves (que se perdían en una nada inaudible). Un auténtico desastre. Ni siquiera como actriz fue capaz de aportar algo interesante a su interpretación, pues se mostró en todo momento rígida, convencional en sus movimientos y demasiado estatuaria, un poco como imaginamos a las clásicas divas operísticas de las parodias. Cada vez que aparecía en escena me venía a la cabeza el personaje de Susan Alexander de Ciudadano Kane. ¿La recuerdan? Pues eso... Me pareció tan increíble lo que estaba escuchando que no tuve más remedio que preguntarle a mi vecino de butaca si aquello era la realidad o un sueño. Y me lo confirmó con un: "Sí, sí. Es terrible".
El de Ismaele es un personaje anecdótico y, quizá, el tenor protagonista menos relevante de toda la opus verdiana. En realidad sólo hace falta que acompañe a Fenena y sea capaz de dar réplica a algunas escenas con el coro y dejarse oír en los concertantes. Y son misiones que el tenor aragonés Eduardo Aladrén cumplió eficazmente. Se trata de una voz con caudal, volumen y facilidad para el agudo, pero que el dueño maneja sin demasiada fantasía, ni variedad y con un exceso de golpes de glotis y de sollozos. Se mostro cumplidor, en todo caso.
Y otro tanto podríamos decir de Fenena, otro papel de escasa relevancia dramática y vocal al que dio vida la mezzo japonesa Aya Wakizono, salvando con eficacia su aria "Oh, dischiuso è il firmamento!".
El otro gran protagonismo de la noche recayó, como no podía ser de otro modo, en el coro, que estuvo imponente en cada una de sus intervenciones. ¡Qué soberbio trabajo está haciendo Máspero con el conjunto! Especialmente conmovedora y cuidada al detalle (por expresividad, fraseo, concertación) fue su lectura del celebérrimo Va, pensiero! que, como podíamos imaginar, también tuvo bis en esta función. Algo que ya empieza a resultar un poco forzado e incluso folclórico. Pero el respetable manda, y muchos de aquellos que bravearon a Dyka al final de la función también pidieron ahora (casi exigieron, podríamos decir) que se repitiera tan conocida página. Así es que...
Bien el resto de intérpretes, sin destacar a ninguno en especial.
De la puesta en escena ¿para qué hablar? Más de lo mismo: gabardinas, reubicación cronológica de la acción con mensaje político-social incluido... ¡Lo que habría dado yo por ver en el escenario algún león babilonio, unas cuantas columnas y a Nabucco con una candys, tiara y largas barbas! Pero nada; en su lugar gorras, vestidos con miriñaques, uniformes militares del siglo XIX, pistolas y botas altas de cuero. En fin... Y todo ello colocado en un monótono escenario pintado de verde, con dos niñas omnipresentes que se hacían algo pesadas y una especie de tabique que giraba y también encerraba mensaje (según destaca el artículo de Matabosch incluido en el programa de mano para justificarnos la elección de tan feísima puesta en escena). ¡Y pensar que detrás de ella hay, nada menos, que ocho personas, entre director de escena, figurinista, iluminador, dramaturgo, etc.!
En fin... Y esto es lo que dio de sí la función referida. Al final de la misma muchos aplausos, numerosos brava y bravi de los pedantuelos de turno y unos cuantos abucheos que algunos lanzamos para equilibrar las cosas y que no pareciera que allí todo había sido miel sobre hojuelas.
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