Iolanta / Perséphone.— Dirección musical: Teodor Currentzis. Dirección de escena: Peter Sellars.— Iolanta. Intérpretes (2º reparto):
Dmitry Ulianov (rey René), Maxim Aniskin (Robert), Dmytro Popov (Vaudémont), Willard White (Ibn-Hakia), Vasily Efimov (Alméric), Pavel Kudinov (Bertrand), Veronika Dzhioeva (Iolanta), Ekaterina Semenchuk (Marta), Irina Churilova (Brigitta), Letitia Singleton (Laura) // Perséphone. Intérpretes: Paul Groves (Eumolpe), Dominique Blanc (Perséphone) — Bailarines: Sam Sathya (Perséphone), Chumvan Sodhachivy (Déméter), Khon Chansithyka (Pluton), Nam Narim (Mercure, Démophoon, Triptolème).—
Coro y Orquesta titulares del Teatro Real. Teatro Real de Madrid.— Viernes, 20 de enero 2012. Estreno en el Teatro Real.
DELICIOSA velada la que pudimos disfrutar el pasado viernes los aficionados en el Teatro Real. Deliciosa y presidida por las novedades, puesto que las dos pequeñas piezas programadas en esta serie de funciones iniciadas el día 14 y que concluirán el próximo día 29 no habían subido nunca al escenario del coliseo lírico madrileño. Personalmente no conocía ninguna de las dos partituras, y puedo decir que acabé musicalmente bastante satisfecho. En lo escénico, sin embargo, el tema ya es otra cosa. Y lo mismo puedo decir refiriéndome a la concepción teórica global con que se ha montado este espectáculo (estreno mundial, por cierto), que me parece demasiado presuntuosa y un pelín cursi. En este sentido, el hilo conductor que se ha buscado para presentar juntas ambas obras tan dispares es el de la luz, entendida de manera metafórica, claro está, y como vehículo de metamorfosis espiritual. Más concretamente, y según la autorizada opinión del heraldo habitual para estas producciones morterianas (a través de los resúmenes publicados en los birriosos libretos de que ya les he hablado en alguna ocasión): «En ambas [óperas], el paso de la oscuridad a la luz actúa como una experiencia iniciática que transforma por completo la actitud existencial de los protagonistas»(1). Una cursilada, vamos, con la que parece que se quisiera dar mayor entidad y razón de ser a obras que, ya de por sí, tienen sobradamente ambas cosas. Pero bueno, son las servidumbres del nuevo tiempo que vivimos en el Real gracias a la "era Mortier". En cualquier caso, precisemos que luz, lo que se dice luz hubo por un tubo y para todos los gustos. Aunque de eso hablaré luego, al comentar la puesta en escena de ese ¿enfant terrible? del escenario que es Peter Sellars. ¿Y pensar que como vínculo o hilo conductor entre ambas composiciones podría haberse utilizado un dato tan sencillo y hermoso como el de la inmensa admiración que Stravinski sentía por Chaikovski? ¿Cuánto no se podría haber hecho a partir de esta realidad biográfica e histórica, tan sencilla y, a la vez, tan profunda? Pero sigamos...
La Iolanta de Chaikovski es una preciosa operita en un solo acto (dura menos de dos horas) llena de lirismo y de hermosas melodías, como sólo podían haber surgido de la inspirada imaginación del genial creador de Eugenio Oneguin, El lago de los cisnes, La bella durmiente o El Cascanueces. Una pequeña fantasía romántica basada en el relato del danés Henrik Hertz, donde se nos cuenta la historia de una joven y hermosa princesa, hija del rey René (o Renato) de Provenza, que ha nacido ciega y a la que, por orden del autoritario pero amoroso padre, se le ha ocultado siempre tal condición para no hacerla sufrir. En el momento de iniciarse la ópera René ha decidido buscar una curación para su hija, puesto que se acerca el tiempo de casarla con su prometido Robert, Duque de Borgoña. De esta manera acude a un gran médico moro llamado Ibn-Hakia, conocido por su gran fama y prestigio. Pero éste pone una condición para tratar a Iolanta: que sea consciente de su ceguera y que manifieste el deseo expreso de curarse. Sólo de esa forma, asegura el galeno —abriendo los ojos del espíritu antes que los del cuerpo—, existen posibilidades de curación para la joven, aunque ni siquiera en ese caso pueda asegurarlo del todo. El rey, aterrorizado al pensar que su hija puede quedar ciega aun después de conocer su infortunio, se niega a cumplir las instrucciones de Ibn-Hakia y le despide desesperado. Pero el destino quiere que al jardín en el que suele descansar Iolanta lleguen dos jóvenes: uno el Duque de Borgoña, y el otro su amigo, el caballero Vaudémont, que acabará enamorándose de la princesa y le dará a conocer involuntariamente su ceguera. Desde ese momento, y aunque la joven ha vivido hasta entonces feliz en su ignorancia, sentirá un deseo irrefrenable de ver la misma luz e idéntico cielo que su amado. El rey René se entera de lo ocurrido y condena a muerte a Vaudémont quien, a pesar de todo, confiesa que desea unir su destino al de Iolanta, incluso aunque ésta no recupere la vista. Pero en el último instante la enamorada princesa —que ya tiene un aliciente para superar su ceguera— es curada por Ibn-Hakia y todo acaba felizmente, con el conjunto de los personajes dando gracias a Dios (y a Alá, claro está) por el milagro realizado.
En estas funciones —muy desafortunadamente, en mi opinión— el maestro Currentzis (¿o quizá Peter Sellars?) ha decidido intercalar en la última escena un "himno de los querubines" que no se encuentra en la partitura de Chaikovski, y en el que ha utilizado la música —bellísima, sobrecogedora— que este compuso para otra ocasión, conocida con el título de Liturgia de San Juan Crisóstomo, op. 41. El experimento, además de constituir una enorme falta de respeto por la composición original, sólo sirvió para que la acción quedara lastrada y se rompiera la tensión dramática que se había logrado crear tras saber que Iolanta estaba curada. El anticlímax introducido de esta manera desbarató el efecto de crescendo glorioso y de canto a la divinidad con que Chaikovski había planteado el final de su partitura y dejó al público con una sensación rara. Como de haber sufrido una especie de coitus interruptus musical. En fin, Serafín. Si ya se atreven, incluso, a modificar las partituras según su voluntad —y es algo que cada vez ocurre más a menudo—(2), me pregunto ¿qué será lo próximo que hagan? ¿Acaso no teníamos bastante con las patochadas y ocurrencias de los directores de escena, que ahora también los musicales se apuntan al carro de las "innovaciones" personales?
En el terreno vocal la Iolanta fue de una absoluta primacía eslava. Con la excepción del britano-jamaicano Willard White, que construyó un interesante Ibn-Hakia, todo el reparto estaba formado por jóvenes cantantes del Este, lo cual supuso no sólo que los intérpretes llevaran la partitura trabajada —Iolanta es una ópera muy representada en aquellas latitudes—, sino que, por razones obvias, cumplieran a las mil maravillas en lo idiomático. Además, puede afirmarse que, en general fue una velada de "grandes voces", no tanto por su belleza, o por lo que hicieron con ellas sus dueños —que tampoco estuvo mal—, cuanto por volumen y caudal. Voces muy eslavas: recias, con sonoridades bastante metálicas, emisión muy en la gola y escasa riqueza de armónicos, pero siempre eficaces en este repertorio (que es el suyo por naturaleza).
La joven soprano georgiana Veronika Dzhioeva nos ofreció una protagonista juvenil, tierna y ensoñadora que logró sobreponerse con facilidad a la densa orquestación chaikovskiana y mostró su lado más elegíaco en los momentos necesarios (especialmente en su dúo con Vaudémont). Anduvo un poco justita en la zona aguda, pero el público quedó gratamente sorprendido con la intérprete, a la que aplaudió desde sus primeras intervenciones. Muy bien en la escena final y valiente en el concertante que cierra la obra.
El rey René de Dmitry Ulianov fue sólido y rocoso vocalmente hablando, además de muy expresivo en lo actoral. El cantante dio lo mejor de sí en la escena IV, concretamente en el dúo con el médico moro y en su monólogo "¿Qué dirá? ¿Cuál será la respuesta de su ciencia?". Sin embargo, el habitual y cansino minimalismo de la puesta en escena —con ese vestuario tan ramplón y un maquillaje caracterizador inexistente— no ayudaron, en absoluto, a hacer creíble su papel de progenitor de Iolanta. En realidad, ambos intérpretes parecían hermanos, más que padre e hija. Una lástima, porque la labor musical y escénica del cantante podría haberse visto muy reforzada con una adecuada caracterización.
Dmytro Popov estuvo bien en la piel del joven y apasionado Vaudémont. Su rol es fundamental para la acción de la operita y el cantante lo resolvió con soltura escénica y vocal, aunque debo confesar que no me gustó nada su instrumento: sonoro, poderoso, pero poco timbrado, de sonido bastante desagradable y emisión algo estentórea. De todas formas se preocupó de matizar y de mostrarse variado en la expresión. Buena presencia física, que contribuyó a hacer muy creíbles la juventud y el ardor (incluso vehemencia) propios del personaje.
En cuanto a Willard White, no cabe duda de que quien tuvo retuvo. Así, el bajo-barítono británico construyó un médico árabe creíble y con la suficiente autoridad como para contraponerlo al rey René del poderoso bajo Ulianov. Es cierto que en la zona más alta de su particella el intérprete ya encuentra dificultades, pero el centro y la zona grave siguen siendo poderosos y corren sobradamente por la sala. Su dúo con el rey René en la IV escena resultó muy interesante, y otro tanto podría decirse de su intervención protagónica en la siguiente. Solemne, majestuoso y poderoso de voz. Lo suficiente para hacer creíble el personaje de este médico taumaturgo.
El Robert del barítono Maxim Aniskin fue bravo y rotundo en lo musical. Un vozarrón el del ruso, que corrió con suficiencia por la sala del Real. De todas formas, el personaje tampoco tiene demasiado que ofrecer, así es que poco más hay que decir. Cumplió sobradamente en su aria de la escena VI. El resto de intérpretes se mostró más que correcto y contribuyó a hacer de esta Iolanta una de las alegrías musicales y de los más agradables descubrimientos que este nibelungo ha recibido en el Teatro Real.
DELICIOSA velada la que pudimos disfrutar el pasado viernes los aficionados en el Teatro Real. Deliciosa y presidida por las novedades, puesto que las dos pequeñas piezas programadas en esta serie de funciones iniciadas el día 14 y que concluirán el próximo día 29 no habían subido nunca al escenario del coliseo lírico madrileño. Personalmente no conocía ninguna de las dos partituras, y puedo decir que acabé musicalmente bastante satisfecho. En lo escénico, sin embargo, el tema ya es otra cosa. Y lo mismo puedo decir refiriéndome a la concepción teórica global con que se ha montado este espectáculo (estreno mundial, por cierto), que me parece demasiado presuntuosa y un pelín cursi. En este sentido, el hilo conductor que se ha buscado para presentar juntas ambas obras tan dispares es el de la luz, entendida de manera metafórica, claro está, y como vehículo de metamorfosis espiritual. Más concretamente, y según la autorizada opinión del heraldo habitual para estas producciones morterianas (a través de los resúmenes publicados en los birriosos libretos de que ya les he hablado en alguna ocasión): «En ambas [óperas], el paso de la oscuridad a la luz actúa como una experiencia iniciática que transforma por completo la actitud existencial de los protagonistas»(1). Una cursilada, vamos, con la que parece que se quisiera dar mayor entidad y razón de ser a obras que, ya de por sí, tienen sobradamente ambas cosas. Pero bueno, son las servidumbres del nuevo tiempo que vivimos en el Real gracias a la "era Mortier". En cualquier caso, precisemos que luz, lo que se dice luz hubo por un tubo y para todos los gustos. Aunque de eso hablaré luego, al comentar la puesta en escena de ese ¿enfant terrible? del escenario que es Peter Sellars. ¿Y pensar que como vínculo o hilo conductor entre ambas composiciones podría haberse utilizado un dato tan sencillo y hermoso como el de la inmensa admiración que Stravinski sentía por Chaikovski? ¿Cuánto no se podría haber hecho a partir de esta realidad biográfica e histórica, tan sencilla y, a la vez, tan profunda? Pero sigamos...
La Iolanta de Chaikovski es una preciosa operita en un solo acto (dura menos de dos horas) llena de lirismo y de hermosas melodías, como sólo podían haber surgido de la inspirada imaginación del genial creador de Eugenio Oneguin, El lago de los cisnes, La bella durmiente o El Cascanueces. Una pequeña fantasía romántica basada en el relato del danés Henrik Hertz, donde se nos cuenta la historia de una joven y hermosa princesa, hija del rey René (o Renato) de Provenza, que ha nacido ciega y a la que, por orden del autoritario pero amoroso padre, se le ha ocultado siempre tal condición para no hacerla sufrir. En el momento de iniciarse la ópera René ha decidido buscar una curación para su hija, puesto que se acerca el tiempo de casarla con su prometido Robert, Duque de Borgoña. De esta manera acude a un gran médico moro llamado Ibn-Hakia, conocido por su gran fama y prestigio. Pero éste pone una condición para tratar a Iolanta: que sea consciente de su ceguera y que manifieste el deseo expreso de curarse. Sólo de esa forma, asegura el galeno —abriendo los ojos del espíritu antes que los del cuerpo—, existen posibilidades de curación para la joven, aunque ni siquiera en ese caso pueda asegurarlo del todo. El rey, aterrorizado al pensar que su hija puede quedar ciega aun después de conocer su infortunio, se niega a cumplir las instrucciones de Ibn-Hakia y le despide desesperado. Pero el destino quiere que al jardín en el que suele descansar Iolanta lleguen dos jóvenes: uno el Duque de Borgoña, y el otro su amigo, el caballero Vaudémont, que acabará enamorándose de la princesa y le dará a conocer involuntariamente su ceguera. Desde ese momento, y aunque la joven ha vivido hasta entonces feliz en su ignorancia, sentirá un deseo irrefrenable de ver la misma luz e idéntico cielo que su amado. El rey René se entera de lo ocurrido y condena a muerte a Vaudémont quien, a pesar de todo, confiesa que desea unir su destino al de Iolanta, incluso aunque ésta no recupere la vista. Pero en el último instante la enamorada princesa —que ya tiene un aliciente para superar su ceguera— es curada por Ibn-Hakia y todo acaba felizmente, con el conjunto de los personajes dando gracias a Dios (y a Alá, claro está) por el milagro realizado.
En estas funciones —muy desafortunadamente, en mi opinión— el maestro Currentzis (¿o quizá Peter Sellars?) ha decidido intercalar en la última escena un "himno de los querubines" que no se encuentra en la partitura de Chaikovski, y en el que ha utilizado la música —bellísima, sobrecogedora— que este compuso para otra ocasión, conocida con el título de Liturgia de San Juan Crisóstomo, op. 41. El experimento, además de constituir una enorme falta de respeto por la composición original, sólo sirvió para que la acción quedara lastrada y se rompiera la tensión dramática que se había logrado crear tras saber que Iolanta estaba curada. El anticlímax introducido de esta manera desbarató el efecto de crescendo glorioso y de canto a la divinidad con que Chaikovski había planteado el final de su partitura y dejó al público con una sensación rara. Como de haber sufrido una especie de coitus interruptus musical. En fin, Serafín. Si ya se atreven, incluso, a modificar las partituras según su voluntad —y es algo que cada vez ocurre más a menudo—(2), me pregunto ¿qué será lo próximo que hagan? ¿Acaso no teníamos bastante con las patochadas y ocurrencias de los directores de escena, que ahora también los musicales se apuntan al carro de las "innovaciones" personales?
En el terreno vocal la Iolanta fue de una absoluta primacía eslava. Con la excepción del britano-jamaicano Willard White, que construyó un interesante Ibn-Hakia, todo el reparto estaba formado por jóvenes cantantes del Este, lo cual supuso no sólo que los intérpretes llevaran la partitura trabajada —Iolanta es una ópera muy representada en aquellas latitudes—, sino que, por razones obvias, cumplieran a las mil maravillas en lo idiomático. Además, puede afirmarse que, en general fue una velada de "grandes voces", no tanto por su belleza, o por lo que hicieron con ellas sus dueños —que tampoco estuvo mal—, cuanto por volumen y caudal. Voces muy eslavas: recias, con sonoridades bastante metálicas, emisión muy en la gola y escasa riqueza de armónicos, pero siempre eficaces en este repertorio (que es el suyo por naturaleza).
La joven soprano georgiana Veronika Dzhioeva nos ofreció una protagonista juvenil, tierna y ensoñadora que logró sobreponerse con facilidad a la densa orquestación chaikovskiana y mostró su lado más elegíaco en los momentos necesarios (especialmente en su dúo con Vaudémont). Anduvo un poco justita en la zona aguda, pero el público quedó gratamente sorprendido con la intérprete, a la que aplaudió desde sus primeras intervenciones. Muy bien en la escena final y valiente en el concertante que cierra la obra.
Veronika Dzhioeva
El rey René de Dmitry Ulianov fue sólido y rocoso vocalmente hablando, además de muy expresivo en lo actoral. El cantante dio lo mejor de sí en la escena IV, concretamente en el dúo con el médico moro y en su monólogo "¿Qué dirá? ¿Cuál será la respuesta de su ciencia?". Sin embargo, el habitual y cansino minimalismo de la puesta en escena —con ese vestuario tan ramplón y un maquillaje caracterizador inexistente— no ayudaron, en absoluto, a hacer creíble su papel de progenitor de Iolanta. En realidad, ambos intérpretes parecían hermanos, más que padre e hija. Una lástima, porque la labor musical y escénica del cantante podría haberse visto muy reforzada con una adecuada caracterización.
El bajo Dmitry Ulianov
Dmytro Popov estuvo bien en la piel del joven y apasionado Vaudémont. Su rol es fundamental para la acción de la operita y el cantante lo resolvió con soltura escénica y vocal, aunque debo confesar que no me gustó nada su instrumento: sonoro, poderoso, pero poco timbrado, de sonido bastante desagradable y emisión algo estentórea. De todas formas se preocupó de matizar y de mostrarse variado en la expresión. Buena presencia física, que contribuyó a hacer muy creíbles la juventud y el ardor (incluso vehemencia) propios del personaje.
El joven tenor Dmytro Popov
En cuanto a Willard White, no cabe duda de que quien tuvo retuvo. Así, el bajo-barítono británico construyó un médico árabe creíble y con la suficiente autoridad como para contraponerlo al rey René del poderoso bajo Ulianov. Es cierto que en la zona más alta de su particella el intérprete ya encuentra dificultades, pero el centro y la zona grave siguen siendo poderosos y corren sobradamente por la sala. Su dúo con el rey René en la IV escena resultó muy interesante, y otro tanto podría decirse de su intervención protagónica en la siguiente. Solemne, majestuoso y poderoso de voz. Lo suficiente para hacer creíble el personaje de este médico taumaturgo.
El veterano bajo-barítono británico Sir Willard White
El Robert del barítono Maxim Aniskin fue bravo y rotundo en lo musical. Un vozarrón el del ruso, que corrió con suficiencia por la sala del Real. De todas formas, el personaje tampoco tiene demasiado que ofrecer, así es que poco más hay que decir. Cumplió sobradamente en su aria de la escena VI. El resto de intérpretes se mostró más que correcto y contribuyó a hacer de esta Iolanta una de las alegrías musicales y de los más agradables descubrimientos que este nibelungo ha recibido en el Teatro Real.
Del griego Teodor Currentzis no podría destacar nada en especial. Es verdad que fue uno de los triunfadores de la velada, pero seguramente más que por su propia labor directorial —poco destacable, aunque digna en todo momento—, por haber sabido servir con eficacia, entrega y humildad a la hermosa música de Chaikovski, de la que supo extraer toda su arrebatadora belleza. De hecho, su labor posterior en la Perséphone de Stravinsky pasó bastante más inadvertida. La peor parte vino, desde mi punto de vista, con la ocurrencia de dirigir ese pegotazo metido en la partitura de Iolanta, al añadir la Liturgia de San Juan Crisóstomo, de la que ya he hablado.
El joven maestro Currentzis
Tras el entreacto —que duró media hora— se produjeron bastantes abandonos entre el respetable. ¿La razón? Bueno, Alicia Huerta ha intentado explicarlo, de manera muy poética, en una hermosa reseña de las funciones. Según ella, la cosa fue así: porque «se hacía tremendamente difícil cerrar el boquete emocional que la espiritual y romántica obra de Chaikovski acababa de abrir en las profunidades de las almas allí reunidas para entrar, de repente, en la propuesta, mucho más intelectual que emotiva, creada por Stravinski». En realidad creo, más bien, que los "desertores" debían formar parte de ese acomodaticio y rancio público que Mortier desea "ilustrar" con sus innovadoras teorías teatrales, pero al que no hay manera de meter en vereda. Gente vulgar y conservadora que buscaba la pura emoción musical (sin mensaje, a ser posible), y que tras el "chute" de romanticismo desaforado conseguido a través de Chaikovski no estaba dispuesta a meterse, entre pecho y espalda, una sesión de performance experimental pasada por el tamiz de Mortier/Sellars. Y es que eso es, en el fondo, lo que pudimos ver quienes permanecimos en nuestras butacas después del entreacto. Un espectáculo que no era nada y pretendía serlo todo. Aunque belleza no le faltó, ciertamente.
Como "Melodrama en tres escenas para recitante, tenor, coro mixto, coro de niños, bailarines y orquesta" definió el propio Stravinsky su deliciosa piececita (porque deliciosa sí que es). Y al necesitar tanto espacio para decirnos lo que se traía entre manos, ya está demostrando el carácter de popurrí de esta composición, que apenas duró una hora. También la génesis de la obra nos habla de su esencia: Perséphone, estrenada en la Ópera de París el 30 de abril de 1934, fue un encargo que recibió el músico en 1933 de la actriz y bailarina rusa Ida Rubinstein, icono de la belleza en la Belle Époque y musa o comitente de otras obras contemporáneas ambientadas en la Antigüedad y presididas por ese neopaganismo tan propio de los "locos años veinte" (Le martyre de Saint Sébastien, de Debussy, Sémiramis, de Honegger). En definitiva: todas ellas compuestas ad maiorem Idae gloriam (3). Un encargo que, por cierto, Stravinsky no realizó muy a gusto, pues ni veía claro el proyecto, ni estaba satisfecho con el texto poético de André Gide, que sirve de base a la música y que tomaba como referencia, a su vez, el pseudohomérico Himno a Démeter, del siglo VII a. C. Como recuerda Juan Manuel Viana, en su artículo incluido en el libreto que se ha publicado con ocasión de estas representaciones: «El encuentro entre el compositor, furibundo anticomunista, y el literato, que por entonces no ocultaba sus simpatías prosoviéticas, empezó bien y acabó mal. A Gide [...] le desagradaba la acentuación musical que Stravinski asigna a su texto. A este, que hubiera preferido colaborar con su amigo Paul Valéry, le molestan esos que él llama "versos de caramelo"» (4).
Musicalmente hablando, Perséphone se caracteriza por una estructura armónica muy accesible y por su melodismo claro y fácilmente asimilable (dentro de una densidad orquestal considerable). El tono general de la partitura resulta ameno y sencillo, muy grato al oído, pero ello no significa que surgiera de manera espontánea. De hecho, se ve que es producto de un fuerte proceso de intelectualización, y que Stravinsky se empleó a fondo para dar rienda suelta a un eclecticismo musical que estuviera a tono con el del propio carácter indefinido de la obra, que difícilmente podemos adscribir a un género concreto: ¿es ópera? ¿es ballet? ¿es oratorio? De ahí la sensación de popurrí a que me he referido antes, y la impresión de encontrarnos ante un trabajo excesivamente calculado, aséptico y manierista. La parte lírico-vocal aparece concentrada en dos coros (uno de ellos de voces blancas) y en un solo personaje —el de Eumolpe, confiado a la voz de tenor—, que se encarga de actuar como narrador y va relatando toda la acción dramática, mientras una actriz declama las partes correspondientes a la protagonista de la pieza. Por cierto: añadamos que cuando esta última se muestra en exceso declamatoria y amanerada —como ocurrió con Dominique Blanc en la función que comento— la sensación de manierismo se incrementa.
El hilo conductor de esta Perséphone y lo que la relaciona con la obra precedente es también la luz, pero entendida ahora no como un camino espiritual que se recorre linealmente y en una sola dirección —tal como pasa en Iolanta—, sino como una especie de bucle en el que la protagonista va de la luz a la oscuridad y viceversa. Todo ello, según un concepto —el del "eterno retorno"— muy caro al pensamiento filosófico grecorromano y que encuentra pintiparada representación en el conocido mito clásico pagano del rapto de Perséfone, que sirvió de base para la acción del texto de Gide y de la obra de Stravinsky. Como todo el mundo sabe, la joven Perséfone/Proserpina, hija de la abundosa y fecunda diosa Démeter/Ceres, fue raptada por el dios Hades/Plutón y llevada a las profundidades del inframundo para reinar allí junto a él. Tras su marcha, y según el relato, el mundo quedó oscurecido y la tierra yerma, puesto que Démeter —diosa de la fecundidad y de las cosechas— se dedicó exclusivamente a buscar a su hija desaparecida. Harto Zeus/Júpiter de que el mundo agonizara, ordenó a Hades la devolución de Perséfone. Éste consintió, pero a condición de que la joven no tomara ninguna comida durante el camino de vuelta. Sin embargo, Hades la engañó y le hizo comer seis semillas de granada (cuatro en otras versiones) que la obligaban a volver al inframundo (a razón de un mes por cada semilla). De este modo, al quedar roto el pacto, se acordó que Démeter ascendiera a la superficie de la tierra durante una parte del año (correspondiente a la primavera y el verano), y volviera al inframundo durante el tiempo del otoño y el invierno. La adaptación realizada por Gide y que utilizó Stravinsky presenta una pequeña modificación respecto del mito original, al introducir el elemento cristiano de la "compasión" y convertirlo en el motor que impulsa a Perséfone para bajar voluntariamente al reino de Hades a consolar a las almas de los que allí penan(5). Como dice el narrador Eumolpe en la I escena: «un pueblo te aguarda. Todo un pobre pueblo doliente que no conoce la esperanza, a quien no sonríe ninguna primavera. Perséfone, un pueblo te espera. Ya tu piedad te promete a Plutón, rey de los Infiernos. Descenderás hacia él para consolar a las sombras. Tu juventud hará menos sombrío su desamparo. Tu primavera calmará su invierno eterno. Ven. Ven, tú reinarás sobre las sombras»(5 bis).
Una sensual (y algo afectada) Ida Rubinstein, retratada aquí por su amante,
la pintora Romaine Brooks (1911-1912)
En estas funciones del Teatro Real al eclecticismo formal y musical ya presente en la obra de Stravinsky se ha venido a añadir la introducción de unos bailarines camboyanos, que interpretaron los papeles de dioses y personajes mitológicos (Plutón, Démeter, Hermes/Mercurio, Demofonte y Triptolemo), incluida una Perséfone desdoblada —en 1934 Ida Rubinstein representó las dos partes—, a la que dieron vida la bailarina Sam Sathya y, en la parte recitada, la actriz Dominique Blanc (ambas vestidas de azul). En principio, se trata de una apuesta estética y de un referente multicultural que no nos parece inadecuado, pues la gestualidad y el contenido mímico de esta tradición danzística sintonizaban bastante bien con la obra representada. Sin embargo, pierde parte de su fuerza y de su atractivo cuando nos enteramos de que responde a una intencionalidad política de Peter Sellars, ya que la referencia a Camboya, según propia confesión del director de escena, se debe al hecho de que el régimen genocida de Pol Pot exterminó a todos los bailarines de danza clásica de aquel país y acabó con dicha tradición porque estaba estrechamente vinculada a la Casa Real. Todo se tuvo que recuperar de la nada. A partir de esta idea, Sellars ha pensado que podía señalar un nexo de unión entre el mito de Perséfone y la tragedia del país extremo oriental, y lo ha hecho relacionando, de manera obvia y bastante burda, el regreso cíclico de la joven diosa a la superficie de la tierra con el "renacer" de la tradición de la danza clásica camboyana. He aquí sus propias palabras: «Para mí, la imagen de la danza camboyana es la imagen del regreso de entre los muertos, una imagen de resurrección» (6). ¡Bueno, pues sí él lo dice...!
De los intérpretes —aunque tampoco es que hubiera tantos, la verdad— me gustaría destacar a Paul Groves, tenor que cinceló el personaje de Eumolpe con una buena voz y que mantuvo el tipo en la parte más alta de la tesitura, donde el instrumento se destempló algo. Considerando que está en escena todo el tiempo y sin dejar de cantar, podemos afirmar que hizo una interpretación musical más que digna. Actoralmente estuvo bien, aunque la parte del león en este ámbito se la llevaron los bailarines camboyanos, que iban representado todo lo que Groves, Blanc y los coros cantaban o declamaban.
A pesar del francés impoluto con que nos recitó, la actriz Dominique Blanc se mostró excesivamente amanerada y morosa en su declamación. Circunstancia que se vio agravada, a mi entender, por la exagerada amplificación utilizada para proyectar su voz. Daba igual donde estuviera colocada la señora Blanc: el sonido llegaba sin variaciones de ningún tipo a oídos del respetable. Pienso, aunque quizá me equivoque (pues no conozco las características técnicas de la acústica del Teatro Real), que si se hubiera hecho el declamado al natural se le habría dado una mayor humanidad al personaje (y no menos credibilidad). En todo caso, el volumen estaba demasiado alto y la Perséfone-actriz parecía omnipresente por efecto de la amplificación artificial. Muy mal en ese aspecto.
Me gustaría destacar, asimismo, la meritoria labor realizada por el coro, cuya importancia y calidad va in crescendo a cada nueva función (cosa que debemos agradecer a su responsable, Andres Maspéro). Brilló a gran altura durante toda la función —ya que tiene una importancia fundamental en las dos operitas—, pero se mostró especialmente eficaz en la escena final de Iolanta y en la bellísima Liturgia de San Juan Crisóstomo, donde el canto casi a capella consiguió poner los pelos de punta al respetable (aunque con ello se rompiera el clímax de tensión creado por Chaikovski al final de su operita). ¡Bien por ellos!
Y acabaré con unas palabras sobre la puesta en escena. En este sentido, y al igual que ocurrió con el Saint François d'Assise que tuvimos la oportunidad de ver el pasado verano, todo quedó reducido a un "mucho ruido y pocas nueces". Y es que lo que se había anunciado como verdadera sensación de estas funciones —la dirección escénica de Sellars— terminó siendo un bluf semejante al de la famosa cúpula del matrimonio Kabakov para las funciones de la ópera de Messiaen. Estético sí que fue el espectáculo, eso es verdad, y entretenido, pero no aportó absolutamente nada, salvo unos cuantos juegos lumínicos y varias imágenes dignas de ser inmortalizadas en postal (cosa que ya ha hecho, como puede verse, el fotógrafo oficial del Teatro Real). En realidad, tan minimalista fue la puesta en escena, que poco podría decirse de ella. Mucha luz —ya dije que lo mencionaría—, una pantalla que, bajando y subiendo servía para mostrarnos las sombras proyectadas de los intérpretes y algún que otro elemento metafórico, así como cuatro dintelitos de puertas puestos de frente al espectador que se mantuvieron invariables durante toda la representación y actuaron como vínculo escenográfico entre las dos obras. Nada más. Y a pesar de tan poca chicha, lo cierto es que Sellars demostró la misma falta de respeto hacia una parte del público que suelen mostrar casi todos los directores y escenógrafos actuales, que parecen tomar en consideración en sus montajes únicamente a los espectadores del patio de butacas, sin tener en cuenta que el Teatro Real —lo cual es vergonzoso e inexplicable, sobre todo si pensamos que se hizo ex novo— tiene muchísimas zonas con visibilidad reducida o incluso nula. De esta manera, los dintelitos de las puertas que Sellars utilizó como único elemento escenográfico se dispusieron de tal modo que desde ciertas áreas del aforo como el paraíso tapaban a los intérpretes cuando estos se movían a través de ellos.
Y es que cada vez que veo tan desaprovechado ese soberbio y amplísimo escenario del Teatro Real —que se nos ha venido anunciando desde la reapertura del año 1997 como dotado de los más modernos medios técnológicos conocidos hasta el momento— me pregunto: ¿y todo eso para qué? ¿Para qué las 18 plataformas verticales (cuatro de ellas inclinables), las 4 con movimiento horizontal y las otras dos que se utilizan para trailers y para montar decorados? ¿Para qué los 24 metros de foso escénico, los 1.430 m2 de escenario y los 37 de parrilla? ¿Para qué si, finalmente, a casi todos los genios que dirigen la escena operística actual les da por hacer lo mismo? Un cubito aquí, una sillita allá, alguna alfombrita por este lado, una lucecita en ese otro y, de vez en cuando —como en esta ocasión— algún que otro dintelito de puerta desnudo. ¡No sea que se les acuse de opulentos y naturalistas! ¡O, lo que es peor: incluso de respetar las indicaciones escénicas de los libretos! Criaturitas... ¡De alguna manera tenían que justificar el sueldo!
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(1) Gabriel Menéndez Torrellas, «Resumen», en Iolanta/Perséphone, libreto editado con motivo de estas representaciones, Madrid, 2012, p. 16.
(2) Lo que tampoco es nuevo. De hecho, recuerdo que en la producción de Cavalleria rusticana/I pagliacci del año 2007, Giancarlo del Monaco abría la función utilizando como inicio de la misma el "prólogo" que canta el personaje de Tonio en la segunda de estas óperas, aunque desgajándolo de aquélla, pues luego venía Cavalleria y se cerraba con I pagliacci (al que se la había amputado el citado "prólogo"). ¡Y estamos hablando de un regisseur bastante convencional y respetuoso en términos generales!
(3) En realidad, Rubinstein fue una bailarina muy normalita, aunque bastante mediática y popular. Había sido la primera artista en desnudarse completamente en la "danza de los siete velos", durante una representación privada de la Salomé de Oscar Wilde, y sirvió de musa a otros artistas (sobre todo pintores). Más conocida en la sociedad de la época por su carácter transgresor, sus relaciones bisexuales o por su fuerte personalidad, que por la calidad intrínseca de su arte.
(4) Juan Manuel Viana, «Luces y tinieblas compartidas», en Iolanta/Perséphone, Madrid, 2012, pp. 26-27.
(5) Esta visión negativa y triste del infierno también es muy cristiana, y no se daba de igual manera en el mungo pagano.
(5 bis) El texto original puede verse en el libreto editado con motivo de estas representaciones, Madrid, 2012, p. 76. La traducción española es mía.
(6) Peter Sellars en la entrevista incluida en el nº 9 de La revista del Real (enero-febrero, 2012), p. 4.
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