Rienzi, der Letzte der Tribunen (Rienzi, el último de los tribunos), gran ópera trágica en cinco actos, con libreto y música de Richard Wagner.— Dirección musical: Alejo Pérez.— Intérpretes: Andreas Schager (Rienzi), Anja Kampe (Irene),Stephen Milling (Steffano Colonna), Claudia Mahnke (Adriano), James Rutherford (Paolo Orsini), Friedemann Röhlig (El cardenal Orvieto), Jason Bridges (Baroncelli), Carsten Wittmoser (Cecco del Vecchio), Marta Mathéu (El mensajero de la paz), Claudio Malgesini (El embajador de Milán), José Alberto García (El embajador de Nápoles), Carlos Carzoglio (El embajador de Bohemia), Luis Fernando Tangarife (El embajador de Baviera).— Philharmonia Chor de Viena. Coro Titular del Teatro Real (Coro Intermezzo). Orquesta Titular del Teatro Real (Orquesta Sinfónica de Madrid).— Lunes, 21 de mayo de 2012. Primera reposición en el Teatro Real desde el siglo XIX. En versión de concierto.
CUENTAN las malas lenguas que Hans von Bülow (1830-1894) definió Rienzi diciendo de ella que era «la mejor ópera de Meyerbeer». Una boutade que, en todo caso, bien podría ser cierta, tomando en consideración la suficiencia intransigente y un tanto chulesca de la que han hecho gala siempre ciertos wagnerianos, comportándose más como conversos a una fe iniciática que como melómanos. Aclaremos, por si alguien no lo sabe aún, que von Bülow fue, además de gran director de orquesta, uno de los mejores y más fieles amigos/seguidores (devoto casi) de Richard Wagner, y que había sido el primer marido de Cósima Liszt, hasta el momento en que el genio de Leipzig decidió birlársela ad maioren eius gloriam y en nombre del "amor redentor" que necesitaba para vivir y desarrollar su glorioso arte. Recordemos también, por otro lado, que el bueno de Giacomo Meyerbeer (1791-1864) —judío de origen y músico exitoso de profesión— fue el dueño absoluto del panorama escénico-musical francés durante buena parte del siglo XIX, así como el gran difusor y el más paradigmático representante de ese mastodóntico espectáculo decimonónico conocido como grand opéra, que se caracterizaba por su colosalismo escénico, dramático y musical, así como por haber ocupado un lugar preferente en los gustos del público europeo durante buena parte de dicha centuria. Pero retornemos a Rienzi.
La que puede ser considerada, con toda justicia, como primera ópera wagneriana realmente conocida y apreciada entre el gran público, además de la que más éxito cosechó de entre todas sus creaciones en vida del propio compositor —los casos de Die Fenen (Las hadas) y Das Liebesverbot (La prohibición de amar) son más bien anecdóticos, y han recibido la atención de profesionales y público en fechas relativamente recientes—, Rienzi digo, fue pergeñeada por su autor como si de una gran opéra se tratara. Y si bien es cierto que en el momento de componerla Wagner tenía en mente como modelo la obra operística de Gaspare Spontini, antes que la de Meyerbeer —tal como ha recordado Gabriel Menéndez Torrellas en el artículo que acompaña al raquítico programa de mano entregado en el Teatro Real durante estas funciones—(1), no puede negarse tampoco que era este último en quien el de Leipzig había depositado todas sus esperanzas, por cuanto en aquella época (finales del primer tercio del siglo XIX) se trataba del único músico con la suficiente influencia y predisposición como para conseguir que el entonces joven director musical del Teatro Municipal de Riga pudiera abrirse un hueco en el complejo y competitivo mundo operístico de ese creativo período.
En efecto: es de sobra conocido que Wagner pidió ayuda a Meyerbeer de manera reiterada y que éste se la concedió en diferentes ocasiones —de donde se derivó, por ejemplo, el estreno de Rienzi (con éxito considerable) en la Königlich Sächsisches Hoftheater de Dresde (20 de octubre de 1842) y posteriormente (1844) la aceptación de Der Fliegende Höllander para Berlín, tras su estreno también en Dresde (2 de enero de 1843)—, aunque años después estos gestos fueron respondidos, entre otras lindezas, con un escrito (El judaísmo en la Música) en el que un ya conocido Wagner atacaba duramente a Meyerbeer y a Felix Mendelssohn, mostrándolos como representantes paradigmáticos del "semitismo" musical y artístico. No podemos entrar aquí en el análisis del proceso (discutido y discutible) que llevó a ese cambio radical en la actitud del de Leipzig, pasando de las alabanzas casi serviles dirigidas a quien le había ayudado, a denominarle pública y despectivamente «banquero que se dedicó a escribir óperas».
Digamos, tan sólo, que Rienzi conoció durante la vida de Wagner un gran éxito, aunque éste no tardaría en renegar de su creación, condenándola públicamente con sus juicios y con el olvido más despectivo, hasta el extremo de confesar que le parecía repugnante. De hecho, es la única ópera popular de entre las suyas que, por expresa prohibición del músico, no ha sido representada nunca en Bayreuth (2). Por otro lado, a su trayectoria de censuras y de menosprecio ha contribuido también el hecho de haber sido una obra muy vinculada a la memoria de Adolf Hitler, quien, por razones no bien conocidas (¿regalo de la familia Wagner?), estaba en posesión de la partitura manuscrita original en el momento de su muerte. Partitura que, al parecer, acabó perdiéndose para siempre en el apocalipsis desatado durante la "Batalla de Berlín", con la que se puso fin a la II Guerra Mundial en Europa. Por este motivo, y debido a que en los bombardeos de Dresde de 1945 también se perdieron las copias utilizadas durante las primeras funciones de 1842, cada vez que se representa Rienzi hoy día es necesario elegir una versión (de las distintas que circulan) y su correspondiente orquestación.
Lo cierto es que esta inmisericorde damnatio memoriae en torno a Rienzi no tiene mucho sentido, puesto que la partitura es magnífica por diversas razones, a pesar de los "débitos" que encierra. Es evidente que la obra se erigía como un testimonio permanente (y monumental) de la "vieja" tradición operística, poniendo en solfa con ello las conocidas teorías estéticas que Wagner iba a desarrollar durante los años siguientes en torno al musikdrama o drama musical. Pero algo parecido, aunque salvando las distancias, podría pensarse de sus dos creaciones anteriores —Die Fenen y Das Liebesverbot— y, sin embargo, Wagner nunca manifestó hacia ellas una animadversión parecida. Por este motivo, su postura respecto a Rienzi quizá pueda explicarse como una manifestación (¿inconsciente?) del menosprecio que sintió hacia Meyerbeer y como un deseo de borrar de su memoria cualquier vestigio del pasado que pudiera recordarle que debía algo al músico a quien tanto llegó a detestar. De hecho, no sería ésta la única vez que el genio de Leipzig iba a reescribir su pasado para adaptarlo a la conveniencia y necesidades del momento, tal como ocurrió con su pasado revolucionario en Dresde, que fue convenientemente borrado —o, más bien, difuminado— una vez que ganó el favor de ese extraordinario protector y mecenas de las artes que fue el rey Luis II de Baviera.
Es sobradamente conocida la admiración que Wagner sintió siempre hacia la cultura clásica y lo mediterráneo. Las referencias a ambos elementos en muchas de sus óperas son continuas, y no hace falta recordar aquí —aunque lo haremos, a pesar de todo— que su magna obra Der Ring des Nibelungen bebe de la tradición grecorromana mucho más de lo que pudieran hacernos pensar esas interpretaciones pseudo-pangermanistas con que, a menudo, se ha querido identificar la Tetralogía y algunas tradiciones escenográficas, ya periclitadas, de dioses tocados con cascos alados y gordas valquirias gritonas de rubias trenzas y vestidas con coraza. Tampoco es un secreto que, como buen hijo de su siglo —Wagner fue el más romántico de los románticos—, mirara con interés ese Medievo idealizado que el Romanticismo se encargó de difundir y popularizar. No es de extrañar, por tanto, que tras los primerizos experimentos de Die Fenen y Das Liebesverbot el joven compositor se volviera hacia un personaje romano y tardomedieval que, además, había intentado llevar a cabo una "revolución" para devolver al pueblo romano su orgullo y las glorias del pasado (todo lo cual sintonizaba a la perfección con los ideales nacionalistas de ese revolucionario en ciernes que era el Wagner de los años 30). Parecía casi inevitable, por tanto, que nuestro compositor terminara interesándose por la historia del tribuno Nicola Gabrini, que intentó instaurar en Roma una forma de gobierno más justo, basándose en la antigua República romana —a la que él llamó "el buen Estado"— y acabó siendo aniquilado por el mismo pueblo al que había querido encumbrar, a causa de las inclinaciones despóticas que desplegó al final de su gobierno.
Wagner entró en contacto con el personaje de Cola di Rienzo en el verano de 1837, después de leer la novela escrita por Edward Bulwer-Lytton, Rienzi, Last of the Roman Tribunes, que había sido publicada dos años antes. Enseguida pergeñó un boceto en prosa que convertiría en libreto versificado durante el verano siguiente. Si en sus dos creaciones precedentes el joven maestro había tomado como referencia, respectivamente, el modelo de la Romantische Oper al estilo de Marschner y de Hoffmann (en Die Fenen) y el de la opéra comique al estilo Auber o Donizetti (en Das Liebesverbot), en esta ocasión el modelo a seguir iba a ser el más exigente, innovador y moderno para su época: el de la grand opéra, en la que habían destacado el citado Auber, Rossini y el propio Meyerbeer. Por eso adoptó la estructura en cinco actos y reordenó los materiales de la novela original —suprimiendo episodios y redefiniendo algunos personajes (por ejemplo el de Irene, que adquiere un protagonismo mayor en el libreto wagneriano respecto de la novela original)—, con el objeto de acentuar el contraste dramático entre la trama histórica y la individual, recurso que también era propio de la grand opéra. El resultado final fue una obra de seis horas de duración (ballet incluido) que Wagner no haría sino ir puliendo en años sucesivos para intentar adaptarla a los usos y costumbres teatrales de la época.
Por fortuna, en el Teatro Real hemos podido ver una versión abreviada de la ópera, a la que también se le ha suprimido el ballet original (requisito que también era imprescindible en toda gran opéra que se preciara, y que constituía una condición sine qua non para poder estrenar en París). Y digo por fortuna porque, para un servidor, suelen convertirse en un auténtico suplicio esas largas veladas que, casi sin interrupciones —otra costumbre nefasta que parece estar imponiéndose progresivamente en el coliseo lírico madrileño—, me obligan a estar sentado (más bien encajonado) durante demasiado tiempo en las butaquitas para pitufos que llenan buena parte de su Sala. Lo digo, más que nada, porque servidor, pese a su condición nibelúngica, con mi 1,90 m. de estatura y mis 100 kilos de peso siempre acabo hecho un cuadro abstracto al final de la función. Eso en cuanto a la parte del "haber". En la del "debe" tenemos el que se haya optado por una versión de concierto, en lugar de una representación normal, con lo cual se ha perdido la oportunidad de poner en escena una ópera que no subía al teatro madrileño desde el último tercio del siglo XIX (en concreto desde 1876). Pero es lo que parece estar de moda últimamente —escenificar obras instrumentales y ofrecer óperas en concierto—, y el camino por el que va a transitar la nueva temporada del Teatro Real, donde el número de óperas en versión de concierto ha aumentado respecto a la actual. Aunque será mejor correr un tupido velo sobre esta cuestión (no parezca que la tenemos tomada con su director artístico) y pasar ya a los aspectos musicales de esta reseña.
El joven maestro Alejo Pérez —que ya ha dirigido en el Real dos conciertos-homenaje— hacía su debut operístico en el coliseo madrileño con esta partitura wagneriana. ¡¡Y menuda pieza!! El bonaerense, a quien Mortier ha elegido para que bregue con más óperas en el futuro —estará en el mismo foso el próximo mes de julio al frente de la Ainadamar de Osvaldo Golijov, y dirigirá en la temporada 2012-2013 la nueva producción del Don Giovanni mozartiano (programado para el mes de abril)—, se mostró en todo momento servicial con la partitura, muy atento a los cantantes y entregado por completo, así como decidido a no caer en la tentación de "wagnerizar" la lectura de la ópera. No puede afirmarse tampoco que la dirigiera en el más puro estilo "meyerbeeriano" —como he leído por ahí en alguna crítica—, pero es indudable que supo extraer de la Orquesta Sinfónica de Madrid sonoridades que recordaban mucho más al universo sinfónico francés que al futuro drama musical wagneriano. Cosa lógica, por otro lado, tratándose de una partitura en la que Wagner aún no era Wagner (aunque ya apuntara maneras). Es algo que Pérez tiene claro, según puede leerse en alguna de las entrevistas que ha concedido estos días previos a las representaciones, destacando que Rienzi: «Es una partitura reveladora y, en muchos sentidos, anticipadora de lo que vendría después. Wagner la escribió con 24 [años], siendo como era un compositor de recursos netamente autodidactas. Tiene ganas de contar cosas, de dar rienda suelta a sus pasiones, de abrirse paso como creador. Por eso toda la música desborda el foso, derrocha energía y está sujeta a grandes impulsos. Al mismo tiempo, hay también una gran frescura y algo de ingenuidad».
En el terreno de lo vocal puede afirmarse que las mejores prestaciones (y las más interesantes) de la velada se debieron a las voces femeninas; y, más concretamente, a dos de las tres cantantes solistas. En este sentido, la que se llevó el gato al agua, la verdadera triunfadora de la noche fue la mezzosoprano alemana Claudia Mahnke, dando vida a un creíble, variado y muy expresivo Adriano. Un papel travestido de contralto músico —nueva deuda de Wagner para con tradiciones de la ópera italiana— interpretado en el estreno dresdense de 1842 por la mítica mezzo Wilhelmine Schröder-Devrient, que tanta influencia ejerció en el joven músico y que habría de crear también los papeles de Senta en Der Fliegende Höllander y de Venus en el Tannhäuser. La voz de Mahnke no me pareció muy grande, pero sí es bonita, carnosa, empastada y homogénea en todo el registro. Además está bien proyectada, pues corrió sin problemas por la sala, logrando sobreponerse en todo momento a la monumental orquestación wagneriana (téngase en cuenta que sobre la escena había 230 intérpretes, entre coro y orquesta). En su tour de force del acto III —el aria "Gerechter Gott, so ist's entschieden schon!"— la mezzo alemana estuvo estupenda y muy segura, considerando que se trata de una página extensa y difícil, con frecuentes ascensos a la zona aguda. Dicción y estilo impecables para una recreación muy dramática y sentida de este personaje fundamental de la obra, sobre el que pivota toda la trama individual y humana del libreto.
Junto a ella, la soprano española Marta Mathéu también destacó por su buena prestación. Lógicamente, su papel (un mensajero de paz) es menor y el cometido menos agradecido dentro del extenso dramatis personae de la obra (que exige 13 solistas), pero hay que decir que lució una voz espléndida, homogénea en todo el registro y bien proyectada, lo que se agradeció sobremanera, porque además hubo de luchar contra una ubicación espacial bastante incómoda, al ser colocada en el fondo del escenario, en un ejercicio de incongruencia escénica que no venía a cuento en esta versión de concierto.
La peor parte en el lado femenino correspondió a la soprano italo-germana Anja Kampe. Es cierto que está avalada por una trayectoria internacional bastante sólida en papeles wagnerianos y straussianos (de hecho ya tuvimos la ocasión de oírla en el Real en Ariadne auf Naxos y en Der Fliegende Höllander). Sin embargo, lo único que puedo decir sobre su prestación del pasado lunes es que nos brindó una Irene histérica, gritona y destemplada desde el principio al final de su particella. Podríamos decir en su favor que el personaje se las trae vocalmente hablando —lleno, como está, de importantes saltos interválicos, de ascensos a la región aguda y de una caracterización dramática bastante más exacerbada o temperamental que el resto de caracteres—, pero no estribó en eso el problema principal de su actuación, pues se la pudo oír relativamente bien en la zona aguda, aunque siempre a cambio de forzar los medios, de gritar y de emitir sonidos demasiado abiertos y desabridos. Más bien fue que no existió una construcción sólida y musical del personaje, lo que habría minimizado un poco los defectos vocales señalados. ¿Tuvo una mala noche Kampe? ¿O, quizá, es que yo estoy más sordo que una tapia? En fin, Serafín... No sé. Únicamente puedo decir que no me gustó nada.
Y ahora vayamos a las voces masculinas, empezando, lógicamente, por el protagonista de la velada. El tenor austríaco Andreas Schager sustituyó al inicialmente previsto Burkhard Fritz. Esto hizo que, a pesar de tener en repertorio el personaje de Rienzi, tuviera que ensayar aquellas partes adicionales de la partitura que se ofrecieron en esta versión de concierto, pero que suelen eliminarse de las versiones escenificadas. Sirva esta breve introducción para intentar justificar una actuación que me pareció bastante anodina y poco interesante. El cantante posee voz con un timbre de sonoridades "germánicas", de eso no cabe duda, pero el instrumento no es lo suficientemente dúctil y poderoso como para encarnar un rol tan largo y exigente. Como suele ocurrir con todos los papeles tenoriles wagnerianos, la particella del personaje no es demasiado comprometida en la zona aguda, pero sí requiere de un centro robusto (capaz de cincelar sin dificultad largos recitativos), de una potencia y de un caudal de voz para sobreponerse a la orquesta que Schager, por desgracia, no alcanzó ni de lejos. Eso explica que, en más de una ocasión, el tenor fuera superado por el torrente instrumental, de manera que se le veía abrir la boca, aunque no oíamos absolutamente nada. Todos estos problemas hacían presagiar que el intérprete llegaría extenuado al final de la representación. Sin embargo, frente a lo que pudiera parecer, su mejor momento en toda la velada llegó al final de la misma, concretamente en la plegaria que Rienzi eleva al comienzo del acto V (esa "Allmächt'ger Vater, blick herab!" que parece un antecedente del futuro racconto de Lohengrin). Aquí Schager se mostró cuidadoso con las indicaciones de la partitura (por ejemplo, en las series de grupeti que embellecen esta pieza), intencionado en el fraseo, expresivo y muy versátil en las dinámicas. Ofreció una interpretación llena de intensa emoción y de recogimiento que me pareció, con diferencia, lo mejor de todo lo que hizo. De manera que, por la dificultad y extensión de su rol, por su profesionalidad y entrega, así como por el hecho de haber entrado como sustituto de Fritz, creo que Schager debería quedar "a salvo" en el grupo de los cantantes triunfadores de la velada.
En cuanto al resto del plantel de voces masculinas debo decir que, en términos generales, resultó poco interesante. No podría destacar nada (ni a nadie) en concreto. En la parte "nobiliaria" de los romanos, el Stefano Colonna de Stephen Milling resultó falto de autoridad aunque fue digno. Otro tanto diría del Paolo Orsini que nos ofreció James Rutherford. En cuanto al Cardenal Orvieto de Friedemann Röhlig me pareció en exceso gritón y poco sutil. Todo lo contrario a la solemnidad que correspondería a un personaje que, por edad y dignidad, le cuadran estos atributos como ningún otro. El Baroncelli de Jason Bridges y el Cecco del Vecchio de Carsten Wittmoser —como voces solistas que lideraban al pueblo romano— consiguieron dar buena réplica al soso Rienzi de Schager, pero poco más hicieron. Simplemente anecdóticas (el libreto tampoco permite gran cosa, por cierto) las breves intervenciones en solitario de aquellos integrantes del Coro Intermezzo que interpretaron a los distintos embajadores que aparecen en el libreto.
Finalmente merece una mención especial el coro, puesto que constituye un personaje más (y no despreciable) dentro del drama. En esta ocasión, y debido a las exigencias de la partitura, los cantantes del Coro Intermezzo —la formación titular del Teatro Real— se vio reforzado por el Philharmonia Chor de Viena, dotando a las numerosas intervenciones del conjunto de un brío y una energía innegable. Estuvieron estupendos, la verdad, y no faltaron ocasiones para su lucimiento.
En resumen: una velada agradable y muy interesante, pero más que por las prestaciones vocales, fundamentalmente porque ha supuesto la recuperación para Madrid de una partitura que estaba prácticamente olvidada.
Coda final: si es verdad, como ha dicho José Luis Pérez de Arteaga en su crítica del diario La Razón (y no tengo motivos para dudarlo), que el primer ¡bravo! que pudo oírse al finalizar la primera parte de la función lo profirió el propio Mortier, se confirmaría que el belga no sólo está convencidísimo de lo bien que lo está haciendo, sino que tampoco debe de tener abuela. En caso contrario, ¿cómo es posible que un director artístico de su talla jalee sus propios espectáculos? ¿O es que el Wagner primerizo de Rienzi le "pone" tanto que es incapaz de refrenar sus sentimientos?
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(1) Gabriel Menéndez Torrella, «Rienzi o la profusión desmedida», en el programa de mano editado con motivo de las representaciones desarrolladas en el Teatro Real de Madrid los días 21, 24 y 27 de mayo de 2012, p. 25.
(2) Aunque esta costumbre quizá termine cambiando, ya que la dirección del Festspielhaus ha recaído sobre dos iconoclastas bisnietas del genial compositor —Eva y, sobre todo, Katharina—, las cuales tienen pensado remover hasta sus cimientos el teatro de la colina para modernizarlo y hacer de él un referente que mire al futuro. Ya veremos, sin embargo, en qué queda todo. ¿Qué diría al respecto al añorado Ángel Fernando Mayo?
CUENTAN las malas lenguas que Hans von Bülow (1830-1894) definió Rienzi diciendo de ella que era «la mejor ópera de Meyerbeer». Una boutade que, en todo caso, bien podría ser cierta, tomando en consideración la suficiencia intransigente y un tanto chulesca de la que han hecho gala siempre ciertos wagnerianos, comportándose más como conversos a una fe iniciática que como melómanos. Aclaremos, por si alguien no lo sabe aún, que von Bülow fue, además de gran director de orquesta, uno de los mejores y más fieles amigos/seguidores (devoto casi) de Richard Wagner, y que había sido el primer marido de Cósima Liszt, hasta el momento en que el genio de Leipzig decidió birlársela ad maioren eius gloriam y en nombre del "amor redentor" que necesitaba para vivir y desarrollar su glorioso arte. Recordemos también, por otro lado, que el bueno de Giacomo Meyerbeer (1791-1864) —judío de origen y músico exitoso de profesión— fue el dueño absoluto del panorama escénico-musical francés durante buena parte del siglo XIX, así como el gran difusor y el más paradigmático representante de ese mastodóntico espectáculo decimonónico conocido como grand opéra, que se caracterizaba por su colosalismo escénico, dramático y musical, así como por haber ocupado un lugar preferente en los gustos del público europeo durante buena parte de dicha centuria. Pero retornemos a Rienzi.
Dos imágenes del joven Wagner "parisino" (década de los 40)
La que puede ser considerada, con toda justicia, como primera ópera wagneriana realmente conocida y apreciada entre el gran público, además de la que más éxito cosechó de entre todas sus creaciones en vida del propio compositor —los casos de Die Fenen (Las hadas) y Das Liebesverbot (La prohibición de amar) son más bien anecdóticos, y han recibido la atención de profesionales y público en fechas relativamente recientes—, Rienzi digo, fue pergeñeada por su autor como si de una gran opéra se tratara. Y si bien es cierto que en el momento de componerla Wagner tenía en mente como modelo la obra operística de Gaspare Spontini, antes que la de Meyerbeer —tal como ha recordado Gabriel Menéndez Torrellas en el artículo que acompaña al raquítico programa de mano entregado en el Teatro Real durante estas funciones—(1), no puede negarse tampoco que era este último en quien el de Leipzig había depositado todas sus esperanzas, por cuanto en aquella época (finales del primer tercio del siglo XIX) se trataba del único músico con la suficiente influencia y predisposición como para conseguir que el entonces joven director musical del Teatro Municipal de Riga pudiera abrirse un hueco en el complejo y competitivo mundo operístico de ese creativo período.
Meyerbeer en la época de su apogeo
En efecto: es de sobra conocido que Wagner pidió ayuda a Meyerbeer de manera reiterada y que éste se la concedió en diferentes ocasiones —de donde se derivó, por ejemplo, el estreno de Rienzi (con éxito considerable) en la Königlich Sächsisches Hoftheater de Dresde (20 de octubre de 1842) y posteriormente (1844) la aceptación de Der Fliegende Höllander para Berlín, tras su estreno también en Dresde (2 de enero de 1843)—, aunque años después estos gestos fueron respondidos, entre otras lindezas, con un escrito (El judaísmo en la Música) en el que un ya conocido Wagner atacaba duramente a Meyerbeer y a Felix Mendelssohn, mostrándolos como representantes paradigmáticos del "semitismo" musical y artístico. No podemos entrar aquí en el análisis del proceso (discutido y discutible) que llevó a ese cambio radical en la actitud del de Leipzig, pasando de las alabanzas casi serviles dirigidas a quien le había ayudado, a denominarle pública y despectivamente «banquero que se dedicó a escribir óperas».
Interior de la Ópera de Dresde (la Semperoper) hacia la época de su apertura (1841). Fue construida
por el arquitecto Gottfried Semper, de donde el nombre con que es conocida popularmente
Digamos, tan sólo, que Rienzi conoció durante la vida de Wagner un gran éxito, aunque éste no tardaría en renegar de su creación, condenándola públicamente con sus juicios y con el olvido más despectivo, hasta el extremo de confesar que le parecía repugnante. De hecho, es la única ópera popular de entre las suyas que, por expresa prohibición del músico, no ha sido representada nunca en Bayreuth (2). Por otro lado, a su trayectoria de censuras y de menosprecio ha contribuido también el hecho de haber sido una obra muy vinculada a la memoria de Adolf Hitler, quien, por razones no bien conocidas (¿regalo de la familia Wagner?), estaba en posesión de la partitura manuscrita original en el momento de su muerte. Partitura que, al parecer, acabó perdiéndose para siempre en el apocalipsis desatado durante la "Batalla de Berlín", con la que se puso fin a la II Guerra Mundial en Europa. Por este motivo, y debido a que en los bombardeos de Dresde de 1945 también se perdieron las copias utilizadas durante las primeras funciones de 1842, cada vez que se representa Rienzi hoy día es necesario elegir una versión (de las distintas que circulan) y su correspondiente orquestación.
August Kubizek, el amigo de juventud de Hitler, que dejó escrito la enorme
impresión que Rienzi ejerció sobre el ánimo del futuro dictador
Lo cierto es que esta inmisericorde damnatio memoriae en torno a Rienzi no tiene mucho sentido, puesto que la partitura es magnífica por diversas razones, a pesar de los "débitos" que encierra. Es evidente que la obra se erigía como un testimonio permanente (y monumental) de la "vieja" tradición operística, poniendo en solfa con ello las conocidas teorías estéticas que Wagner iba a desarrollar durante los años siguientes en torno al musikdrama o drama musical. Pero algo parecido, aunque salvando las distancias, podría pensarse de sus dos creaciones anteriores —Die Fenen y Das Liebesverbot— y, sin embargo, Wagner nunca manifestó hacia ellas una animadversión parecida. Por este motivo, su postura respecto a Rienzi quizá pueda explicarse como una manifestación (¿inconsciente?) del menosprecio que sintió hacia Meyerbeer y como un deseo de borrar de su memoria cualquier vestigio del pasado que pudiera recordarle que debía algo al músico a quien tanto llegó a detestar. De hecho, no sería ésta la única vez que el genio de Leipzig iba a reescribir su pasado para adaptarlo a la conveniencia y necesidades del momento, tal como ocurrió con su pasado revolucionario en Dresde, que fue convenientemente borrado —o, más bien, difuminado— una vez que ganó el favor de ese extraordinario protector y mecenas de las artes que fue el rey Luis II de Baviera.
Grabado con la última escena del acto III de Rienzi, para el montaje del Théâtre Lyrique de París, en 1869
Es sobradamente conocida la admiración que Wagner sintió siempre hacia la cultura clásica y lo mediterráneo. Las referencias a ambos elementos en muchas de sus óperas son continuas, y no hace falta recordar aquí —aunque lo haremos, a pesar de todo— que su magna obra Der Ring des Nibelungen bebe de la tradición grecorromana mucho más de lo que pudieran hacernos pensar esas interpretaciones pseudo-pangermanistas con que, a menudo, se ha querido identificar la Tetralogía y algunas tradiciones escenográficas, ya periclitadas, de dioses tocados con cascos alados y gordas valquirias gritonas de rubias trenzas y vestidas con coraza. Tampoco es un secreto que, como buen hijo de su siglo —Wagner fue el más romántico de los románticos—, mirara con interés ese Medievo idealizado que el Romanticismo se encargó de difundir y popularizar. No es de extrañar, por tanto, que tras los primerizos experimentos de Die Fenen y Das Liebesverbot el joven compositor se volviera hacia un personaje romano y tardomedieval que, además, había intentado llevar a cabo una "revolución" para devolver al pueblo romano su orgullo y las glorias del pasado (todo lo cual sintonizaba a la perfección con los ideales nacionalistas de ese revolucionario en ciernes que era el Wagner de los años 30). Parecía casi inevitable, por tanto, que nuestro compositor terminara interesándose por la historia del tribuno Nicola Gabrini, que intentó instaurar en Roma una forma de gobierno más justo, basándose en la antigua República romana —a la que él llamó "el buen Estado"— y acabó siendo aniquilado por el mismo pueblo al que había querido encumbrar, a causa de las inclinaciones despóticas que desplegó al final de su gobierno.
Cola di Rienzo contemplando las ruinas de Roma, en la idealizada visión de Federuci Faruffini (1855)
Wagner entró en contacto con el personaje de Cola di Rienzo en el verano de 1837, después de leer la novela escrita por Edward Bulwer-Lytton, Rienzi, Last of the Roman Tribunes, que había sido publicada dos años antes. Enseguida pergeñó un boceto en prosa que convertiría en libreto versificado durante el verano siguiente. Si en sus dos creaciones precedentes el joven maestro había tomado como referencia, respectivamente, el modelo de la Romantische Oper al estilo de Marschner y de Hoffmann (en Die Fenen) y el de la opéra comique al estilo Auber o Donizetti (en Das Liebesverbot), en esta ocasión el modelo a seguir iba a ser el más exigente, innovador y moderno para su época: el de la grand opéra, en la que habían destacado el citado Auber, Rossini y el propio Meyerbeer. Por eso adoptó la estructura en cinco actos y reordenó los materiales de la novela original —suprimiendo episodios y redefiniendo algunos personajes (por ejemplo el de Irene, que adquiere un protagonismo mayor en el libreto wagneriano respecto de la novela original)—, con el objeto de acentuar el contraste dramático entre la trama histórica y la individual, recurso que también era propio de la grand opéra. El resultado final fue una obra de seis horas de duración (ballet incluido) que Wagner no haría sino ir puliendo en años sucesivos para intentar adaptarla a los usos y costumbres teatrales de la época.
Edward George Earle Bulwer Lytton, First Baron Lytton,
por Henry Williams Pickersgill (fecha desconocida)
por Henry Williams Pickersgill (fecha desconocida)
Por fortuna, en el Teatro Real hemos podido ver una versión abreviada de la ópera, a la que también se le ha suprimido el ballet original (requisito que también era imprescindible en toda gran opéra que se preciara, y que constituía una condición sine qua non para poder estrenar en París). Y digo por fortuna porque, para un servidor, suelen convertirse en un auténtico suplicio esas largas veladas que, casi sin interrupciones —otra costumbre nefasta que parece estar imponiéndose progresivamente en el coliseo lírico madrileño—, me obligan a estar sentado (más bien encajonado) durante demasiado tiempo en las butaquitas para pitufos que llenan buena parte de su Sala. Lo digo, más que nada, porque servidor, pese a su condición nibelúngica, con mi 1,90 m. de estatura y mis 100 kilos de peso siempre acabo hecho un cuadro abstracto al final de la función. Eso en cuanto a la parte del "haber". En la del "debe" tenemos el que se haya optado por una versión de concierto, en lugar de una representación normal, con lo cual se ha perdido la oportunidad de poner en escena una ópera que no subía al teatro madrileño desde el último tercio del siglo XIX (en concreto desde 1876). Pero es lo que parece estar de moda últimamente —escenificar obras instrumentales y ofrecer óperas en concierto—, y el camino por el que va a transitar la nueva temporada del Teatro Real, donde el número de óperas en versión de concierto ha aumentado respecto a la actual. Aunque será mejor correr un tupido velo sobre esta cuestión (no parezca que la tenemos tomada con su director artístico) y pasar ya a los aspectos musicales de esta reseña.
La sala del Real vista desde el escenario. Muy bonita ella, pero repleta
de localidades con visibilidad reducida (o nula) y muy poco espaciosas
de localidades con visibilidad reducida (o nula) y muy poco espaciosas
El joven maestro Alejo Pérez —que ya ha dirigido en el Real dos conciertos-homenaje— hacía su debut operístico en el coliseo madrileño con esta partitura wagneriana. ¡¡Y menuda pieza!! El bonaerense, a quien Mortier ha elegido para que bregue con más óperas en el futuro —estará en el mismo foso el próximo mes de julio al frente de la Ainadamar de Osvaldo Golijov, y dirigirá en la temporada 2012-2013 la nueva producción del Don Giovanni mozartiano (programado para el mes de abril)—, se mostró en todo momento servicial con la partitura, muy atento a los cantantes y entregado por completo, así como decidido a no caer en la tentación de "wagnerizar" la lectura de la ópera. No puede afirmarse tampoco que la dirigiera en el más puro estilo "meyerbeeriano" —como he leído por ahí en alguna crítica—, pero es indudable que supo extraer de la Orquesta Sinfónica de Madrid sonoridades que recordaban mucho más al universo sinfónico francés que al futuro drama musical wagneriano. Cosa lógica, por otro lado, tratándose de una partitura en la que Wagner aún no era Wagner (aunque ya apuntara maneras). Es algo que Pérez tiene claro, según puede leerse en alguna de las entrevistas que ha concedido estos días previos a las representaciones, destacando que Rienzi: «Es una partitura reveladora y, en muchos sentidos, anticipadora de lo que vendría después. Wagner la escribió con 24 [años], siendo como era un compositor de recursos netamente autodidactas. Tiene ganas de contar cosas, de dar rienda suelta a sus pasiones, de abrirse paso como creador. Por eso toda la música desborda el foso, derrocha energía y está sujeta a grandes impulsos. Al mismo tiempo, hay también una gran frescura y algo de ingenuidad».
Pérez, en un momento de la representación, mira a los intérpretes solistas. En primer plano, muy borroso,
puede verse al bajo-barítono Carsten Wittmoser. A continuación, más alto, el tenor Jason Bridges.
Al fondo puede verse a la soprano Anja Kampe, al tenor Andreas Schager
y al bajo Friedemann Röhlig
En el terreno de lo vocal puede afirmarse que las mejores prestaciones (y las más interesantes) de la velada se debieron a las voces femeninas; y, más concretamente, a dos de las tres cantantes solistas. En este sentido, la que se llevó el gato al agua, la verdadera triunfadora de la noche fue la mezzosoprano alemana Claudia Mahnke, dando vida a un creíble, variado y muy expresivo Adriano. Un papel travestido de contralto músico —nueva deuda de Wagner para con tradiciones de la ópera italiana— interpretado en el estreno dresdense de 1842 por la mítica mezzo Wilhelmine Schröder-Devrient, que tanta influencia ejerció en el joven músico y que habría de crear también los papeles de Senta en Der Fliegende Höllander y de Venus en el Tannhäuser. La voz de Mahnke no me pareció muy grande, pero sí es bonita, carnosa, empastada y homogénea en todo el registro. Además está bien proyectada, pues corrió sin problemas por la sala, logrando sobreponerse en todo momento a la monumental orquestación wagneriana (téngase en cuenta que sobre la escena había 230 intérpretes, entre coro y orquesta). En su tour de force del acto III —el aria "Gerechter Gott, so ist's entschieden schon!"— la mezzo alemana estuvo estupenda y muy segura, considerando que se trata de una página extensa y difícil, con frecuentes ascensos a la zona aguda. Dicción y estilo impecables para una recreación muy dramática y sentida de este personaje fundamental de la obra, sobre el que pivota toda la trama individual y humana del libreto.
Pasado y presente para un mismo personaje: Schröder-Devrient y Mahnke
Junto a ella, la soprano española Marta Mathéu también destacó por su buena prestación. Lógicamente, su papel (un mensajero de paz) es menor y el cometido menos agradecido dentro del extenso dramatis personae de la obra (que exige 13 solistas), pero hay que decir que lució una voz espléndida, homogénea en todo el registro y bien proyectada, lo que se agradeció sobremanera, porque además hubo de luchar contra una ubicación espacial bastante incómoda, al ser colocada en el fondo del escenario, en un ejercicio de incongruencia escénica que no venía a cuento en esta versión de concierto.
Marta Mathéu
La peor parte en el lado femenino correspondió a la soprano italo-germana Anja Kampe. Es cierto que está avalada por una trayectoria internacional bastante sólida en papeles wagnerianos y straussianos (de hecho ya tuvimos la ocasión de oírla en el Real en Ariadne auf Naxos y en Der Fliegende Höllander). Sin embargo, lo único que puedo decir sobre su prestación del pasado lunes es que nos brindó una Irene histérica, gritona y destemplada desde el principio al final de su particella. Podríamos decir en su favor que el personaje se las trae vocalmente hablando —lleno, como está, de importantes saltos interválicos, de ascensos a la región aguda y de una caracterización dramática bastante más exacerbada o temperamental que el resto de caracteres—, pero no estribó en eso el problema principal de su actuación, pues se la pudo oír relativamente bien en la zona aguda, aunque siempre a cambio de forzar los medios, de gritar y de emitir sonidos demasiado abiertos y desabridos. Más bien fue que no existió una construcción sólida y musical del personaje, lo que habría minimizado un poco los defectos vocales señalados. ¿Tuvo una mala noche Kampe? ¿O, quizá, es que yo estoy más sordo que una tapia? En fin, Serafín... No sé. Únicamente puedo decir que no me gustó nada.
Anja Kampe
Y ahora vayamos a las voces masculinas, empezando, lógicamente, por el protagonista de la velada. El tenor austríaco Andreas Schager sustituyó al inicialmente previsto Burkhard Fritz. Esto hizo que, a pesar de tener en repertorio el personaje de Rienzi, tuviera que ensayar aquellas partes adicionales de la partitura que se ofrecieron en esta versión de concierto, pero que suelen eliminarse de las versiones escenificadas. Sirva esta breve introducción para intentar justificar una actuación que me pareció bastante anodina y poco interesante. El cantante posee voz con un timbre de sonoridades "germánicas", de eso no cabe duda, pero el instrumento no es lo suficientemente dúctil y poderoso como para encarnar un rol tan largo y exigente. Como suele ocurrir con todos los papeles tenoriles wagnerianos, la particella del personaje no es demasiado comprometida en la zona aguda, pero sí requiere de un centro robusto (capaz de cincelar sin dificultad largos recitativos), de una potencia y de un caudal de voz para sobreponerse a la orquesta que Schager, por desgracia, no alcanzó ni de lejos. Eso explica que, en más de una ocasión, el tenor fuera superado por el torrente instrumental, de manera que se le veía abrir la boca, aunque no oíamos absolutamente nada. Todos estos problemas hacían presagiar que el intérprete llegaría extenuado al final de la representación. Sin embargo, frente a lo que pudiera parecer, su mejor momento en toda la velada llegó al final de la misma, concretamente en la plegaria que Rienzi eleva al comienzo del acto V (esa "Allmächt'ger Vater, blick herab!" que parece un antecedente del futuro racconto de Lohengrin). Aquí Schager se mostró cuidadoso con las indicaciones de la partitura (por ejemplo, en las series de grupeti que embellecen esta pieza), intencionado en el fraseo, expresivo y muy versátil en las dinámicas. Ofreció una interpretación llena de intensa emoción y de recogimiento que me pareció, con diferencia, lo mejor de todo lo que hizo. De manera que, por la dificultad y extensión de su rol, por su profesionalidad y entrega, así como por el hecho de haber entrado como sustituto de Fritz, creo que Schager debería quedar "a salvo" en el grupo de los cantantes triunfadores de la velada.
Andreas Schager (© Javier del Real)
En cuanto al resto del plantel de voces masculinas debo decir que, en términos generales, resultó poco interesante. No podría destacar nada (ni a nadie) en concreto. En la parte "nobiliaria" de los romanos, el Stefano Colonna de Stephen Milling resultó falto de autoridad aunque fue digno. Otro tanto diría del Paolo Orsini que nos ofreció James Rutherford. En cuanto al Cardenal Orvieto de Friedemann Röhlig me pareció en exceso gritón y poco sutil. Todo lo contrario a la solemnidad que correspondería a un personaje que, por edad y dignidad, le cuadran estos atributos como ningún otro. El Baroncelli de Jason Bridges y el Cecco del Vecchio de Carsten Wittmoser —como voces solistas que lideraban al pueblo romano— consiguieron dar buena réplica al soso Rienzi de Schager, pero poco más hicieron. Simplemente anecdóticas (el libreto tampoco permite gran cosa, por cierto) las breves intervenciones en solitario de aquellos integrantes del Coro Intermezzo que interpretaron a los distintos embajadores que aparecen en el libreto.
Algunos de los solistas saludando con el director al final de la función (© Javier del Real)
Finalmente merece una mención especial el coro, puesto que constituye un personaje más (y no despreciable) dentro del drama. En esta ocasión, y debido a las exigencias de la partitura, los cantantes del Coro Intermezzo —la formación titular del Teatro Real— se vio reforzado por el Philharmonia Chor de Viena, dotando a las numerosas intervenciones del conjunto de un brío y una energía innegable. Estuvieron estupendos, la verdad, y no faltaron ocasiones para su lucimiento.
En resumen: una velada agradable y muy interesante, pero más que por las prestaciones vocales, fundamentalmente porque ha supuesto la recuperación para Madrid de una partitura que estaba prácticamente olvidada.
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Coda final: si es verdad, como ha dicho José Luis Pérez de Arteaga en su crítica del diario La Razón (y no tengo motivos para dudarlo), que el primer ¡bravo! que pudo oírse al finalizar la primera parte de la función lo profirió el propio Mortier, se confirmaría que el belga no sólo está convencidísimo de lo bien que lo está haciendo, sino que tampoco debe de tener abuela. En caso contrario, ¿cómo es posible que un director artístico de su talla jalee sus propios espectáculos? ¿O es que el Wagner primerizo de Rienzi le "pone" tanto que es incapaz de refrenar sus sentimientos?
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(1) Gabriel Menéndez Torrella, «Rienzi o la profusión desmedida», en el programa de mano editado con motivo de las representaciones desarrolladas en el Teatro Real de Madrid los días 21, 24 y 27 de mayo de 2012, p. 25.
(2) Aunque esta costumbre quizá termine cambiando, ya que la dirección del Festspielhaus ha recaído sobre dos iconoclastas bisnietas del genial compositor —Eva y, sobre todo, Katharina—, las cuales tienen pensado remover hasta sus cimientos el teatro de la colina para modernizarlo y hacer de él un referente que mire al futuro. Ya veremos, sin embargo, en qué queda todo. ¿Qué diría al respecto al añorado Ángel Fernando Mayo?
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